Sarmiento fue el primer presidente, luego de 1853, que fue blanco de un atentado.
Por: Adrián Pignatelli
El plan tomó forma en una mesa de un bar de La Boca, donde Aquiles Segabrugo, un italiano de 38 años, le propuso a Francisco Güerri, a Pedro Güerri -si bien coincidían en el apellido no eran parientes- y a Luis Casimir, alias “Eva”, un marinero, todos de 21 años de edad, matar al presidente Domingo Faustino Sarmiento. Les ofrecieron 10.000 pesos, pagaderos en tres veces.
Cuando usaba su carruaje para misiones oficiales, Sarmiento llevaba una discreta escolta. Pero cuando se trataba de temas particulares, se movilizaba solo. En esa oportunidad, iría a visitar a Aurelia Vélez, la hija menor de Dalmacio Vélez Sarsfield, con quien mantenía una apasionada relación, hacía casi veinte años.
En la noche del sábado 23 de agosto de 1873, salió de su casa de la calle Maipú, entre Tucumán y Viamonte (en esos tiempos se llamaba Del Temple). Usó su carruaje, tirado por dos caballos y manejado por el cochero José Morillo.
Por Maipú fue en dirección a Corrientes. En la esquina noroeste, los tres hombres esperaban, armados con trabucos y puñales. Los proyectiles habían sido embebidos en bicloruro de mercurio y los puñales, en sulfato de estricnina. A la menor herida que se le causase, la víctima moriría.
Cuando lo vieron venir, se abalanzaron sobre el carruaje. Francisco Güerri disparó con su trabuco. Tal vez al estar sobrecargado de pólvora, le estalló en la mano y perdió un dedo pulgar. Uno de los proyectiles entró por la ventanilla del carruaje y salió por el otro lado. La policía rescataría balas que se habían incrustado en las paredes.
La avanzada sordera de Sarmiento, sumado al ruido que hacían los cascos de los caballos sobre el empedrado, hicieron que el presidente no se diera cuenta de lo que había ocurrido. Se enteró cuando llegó a la casa de los Vélez Sarsfield, en la calle Cangallo.
Primero, los Güerri negaron todo pero al día siguiente contaron la verdad y dieron el nombre de quien los había contratado: Aquiles Segabrugo quien, rápido de reflejos, ya había escapado a Montevideo. Dos días mas tarde, su cuerpo apareció acribillado.
En el juicio, el fiscal Ventura Pondal pidió la pena de muerte para los Güerri y Casimir. El juez Octavio Bunge sentenció a Francisco Güerri a 20 años, y 15 a Pedro Güerri y Casimir. Posteriormente, la Cámara del Crimen bajaría la pena de Casimir a 10 años.
Siendo funcionario en el gobierno de Julio A. Roca, los presos le solicitaron a Sarmiento intercediera para lograr la conmutación de sus penas, ya que habían actuado “como unos pobres locos extraviados”. Nunca les contestó. Pedro Güerri murió en prisión el 30 de abril de 1883 y Francisco sería indultado por el presidente Miguel Juárez Celman.
Tres años después, el 4 de julio de 1876, con motivo de los festejos de la independencia estadounidense, el presidente Nicolás Avellaneda, que era bajo, se salvó de ser atacado en la vía pública porque el fortachón Adolfo Alsina, enfrentó a la multitud y lo protegió, hasta que fue cubierto por la custodia.
Julio A. Roca
Para la apertura del período legislativo de 1886 el Presidente Julio A. Roca, sólo, debió ponerse el sombrero, salir a la calle en Balcarce y caminar menos de una cuadra hasta Victoria -la actual Hipólito Yrigoyen- donde entonces funcionaba el Congreso de la Nación. Ese lunes 10 de mayo debía dejar inaugurado el 24° período de sesiones ordinarias, las últimas, ya que a fin de año entregaría el mando a su cuñado Miguel Juárez Celman.
Unos minutos antes de las tres de la tarde partió de la Casa de Gobierno, acompañado por su gabinete. En la puerta del Congreso, el Regimiento 1 de línea lo esperaba a puro sones de la Marcha de Ituzaingó.
Imprevistamente, del grupo de curiosos y entusiastas que estaban en el lugar, voló un cascote que impactó en el parietal izquierdo del primer mandatario y lo hizo tambalear.
Mientras los soldados formaban en batalla, la gente corría en todas direcciones. Carlos Pellegrini inmovilizó al agresor, un hombre vestido de negro, pasándole su brazo alrededor del cuello, mientras el senador David Argüello lo tomaba de sus largas barbas.
Se llamaba Ignacio Monges, 36 años. Comenzaron a golpearlo y a escupirlo, un oficial propuso atravesarlo con el sable. El detenido clamaba: “¡Mátenme!”. Pero el asunto terminó cuando el comisario Baldomero Cernadas se lo llevó a la comisaría segunda.
En la oficina de la secretaría del Congreso, se asistió a Roca. El portero del edificio colaboró con una palangana y se le pusieron paños fríos. Mientras tanto, Eduardo Wilde, ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública y prestigioso médico, le revisó la herida. Era profunda, había llegado casi hasta el hueso. Luego de limpiarla, con un pañuelo que le acercó el ministro Wenceslao Pacheco, le improvisó una venda.
Ya repuesto, fue al estrado a iniciar la ceremonia, con la frente vendada y con la banda presidencial manchada de sangre. Lo esperaban los 41 diputados y los 16 senadores y avisó que no daría el discurso completo. “Me retiro sin odios ni rencores para nadie, ni aún para el asesino que me ha herido”, expresó.
Cuando le preguntaron a Monges el por qué de su agresión, contestó que buscaba un cambio de gobierno. Consideraba a Roca “responsable de la situación política, la que era insoportable desde hacía un año y medio y con la intención de salvar a la Patria, cuya libertad ambicionaba”.
Cinco días después, los partidarios de Roca organizaron el “mitin de indignación”, una suerte de marcha que comenzó en la Plaza de Mayo y finalizó en la casa de Roca. Los diarios informaron que fueron 20.000 los participantes. “La vida nada vale –dijo Roca desde el balcón de su casa a la gente- cualquiera sea; ante los grandes intereses de la Patria, sino por la honra y el crédito de la Nación”.
En 1887, fue condenado a 10 años de presidio por tentativa de homicidio, con premeditación y alevosía, con el agravante que lo hizo contra el presidente de la Nación. Sería otro presidente, José Evaristo Uriburu quien el 9 de julio de 1896 lo indultaría a pedido del propio Roca. El general lo recibió en su casa y hasta le había conseguido trabajo, pero Monges regresó a su Corrientes natal.
Manuel Quintana
Ese 12 de agosto de 1905 llovía en Buenos Aires. El presidente Manuel Quintana salió de su domicilio en la calle Artes 1245 (hoy Pellegrini) iba en su carruaje conducido por el policía Antonio Mazato por Santa Fe hacia el centro. Era acompañado por el capitán de fragata José Donato Alvarez.
El primer mandatario no se había dado cuenta que su domicilio hacía días que era vigilado por una persona, que tomaba precisa nota de sus movimientos y hábitos.
Al pasar por Maipú un hombre que vestía sobretodo salió de Plaza San Martín y se colocó en el medio de la calle. Cuando estaba a menos de dos metros disparó dos veces un revólver calibre 38, pero las balas no salieron. Arrojó el arma y salió corriendo.
Donato Alvarez quiso perseguirlo pero se resbaló por la calle mojada. Detrás venía el carruaje de la custodia. El comisario Felipe Ferreyra, con la ayuda de un agente que estaba en las inmediaciones, detuvo al agresor. La policía lo identificó como Salvador Enrique José Planas y Virella, un catalán de 23 años que hacía poco que había llegado al país y que trabajaba como tipógrafo. Dijo ser anarquista.
Quintana siguió viaje y, por un problema con uno de los caballos, debió cambiar de carruaje y llegó sin problemas a Casa de Gobierno. Planas aseguró trabajar solo y planeaba matar al presidente para que asumiera otro con más sensibilidad social, especialmente hacia la clase trabajadora.
La defensa quiso hacerlo pasar por un desequilibrado y estar desesperado por su apremiante situación económica. Fue condenado por tentativa de homicidio a trece años y cuatro meses de prisión. Finalmente se le redujo la pena a 10 años, pero no cumpliría la pena. En 1911 fue uno de los presos que se escaparon de la Penintenciaría Nacional por un túnel. Nunca lo encontraron.
José Figueroa Alcorta
Manuel Quintana falleció en el ejercicio de su cargo el 12 de marzo de 1906. Lo sucedió su vice, José Figueroa Alcorta y le tocó un delicado clima político, con un tira y afloje con el Congreso por la aprobación del presupuesto y por intervenciones a provincias. Vivía en Tucumán 848, y el domicilio era vigilado porque ya le habían mandado un paquete con frutas que contenía una bomba casera.
El 28 de febrero, pasadas las seis de la tarde, el presidente regresaba a su domicilio. Al bajar del carruaje, un hombre se le acercó y le tiró a los pies un paquete envuelto en papel de diario, que comenzó a humear. Figueroa Alcorta lo alejó, pateándolo e ingresó a su casa, como si nada.
Su custodia corrió al hombre y lo redujo. Se llamaba Francisco Solano Rejis, de 21 años y en la pieza que alquilaba encontraron elementos para fabricar una bomba. La que había preparado tenía clavos, vidrios y pedazos de hierro. Fue condenado a 20 años de cárcel. Se terminaría escapando con Planas, de quien se había hecho amigo.
Victorino de la Plaza
Fue un mal año para Victorino de la Plaza, quien había asumido la primera magistratura el 9 de agosto de 1914 por la muerte de Roque Sáenz Peña. En pocos meses debía entregar el poder a Hipólito Yrigoyen y se venían los festejos por los 100 años de la declaración de la independencia. Había pedido que el acta original fuese exhibida y ahí se dieron cuenta que ese valioso documento había desaparecido.
El 9 de julio fue el día de los principales festejos, con desfile y con una plaza colmadísima. Entre la multitud, un hombre armado aguardó en las escalinatas de la Catedral el paso del carruaje presidencial, pero no se animó a actuar.
El presidente estaba con su gabinete e invitados especiales en el balcón del primer piso. Ya el desfile llegaba a su fin cuando desde una columna salió un hombre que sacó un revólver y sin detener su marcha, disparó, sin puntería, contra el balcón.
La gente y la policía se abalanzaron sobre él. Los primeros lo golpearon y lo desarmaron. Se llamaba Juan Mandrini, de 24 años, y como los casos anteriores, quería vengar las injusticias que vivía el país. Fue un largo proceso donde la defensa intentó hacerlo pasar por un desequilibrado. Logró que la causa se recaratulase como disparo de un arma y se lo condenó a un año y cuatro meses. Se lo dieron por cumplida y quedó libre.
El siguiente blanco sería el radical Hipólito Yrigoyen. Fue el 24 de diciembre de 1929 cerca del mediodía. El presidente salió en su auto, conducido por Eudosio Giffi. Acompañaban a Yrigoyen el médico Osvaldo Meabe y el comisario Alfredo Piccia Bonelli como custodia. Iban a la Casa de Gobierno.
Salió de su casa, en la calle Brasil 1039 y se dirigió hacia el este. A una cuadra un hombre se cruzó y efectuó cinco disparos con un revólver calibre 32. Yrigoyen se alarmó, y preguntó qué eran esos ruidos. “Son tiros, señor presidente”, le respondió Meabe.
La custodia repelió el ataque y el agresor fue muerto. Su nombre era Gualterio Marinelli, un italiano que trabajaba en un taller, muy cerca de donde había ocurrido el hecho. El comisario de la custodia resultó herido en el abdomen.
El 15 de abril de 1953 la CGT organizó un acto multitudinario en Plaza de Mayo en apoyo al presidente Juan Domingo Perón y a su política económica, en momentos en que la inflación era incontrolable y había una ola de clausuras contra almacenes y mercados de barrio, acusados de remarcar. Perón avisó que si era necesario haría controlar con el ejército “y a culatazos” haría cumplir a los comerciantes. En medio de los discursos, estallaron dos explosivos , la primera en el bar del Hotel Mayo y la segunda en la boca del subterráneo A. Hubo cinco muertos y 93 heridos. Cuando la gente pidió “leña” a los gritos, el presidente les preguntó por qué no empezaban ellos a darla. El hecho desencadenó un espiral de violencia con incendios de las sedes del Jockey Club y de locales partidarios del socialismo y radicalismo.
El 16 de junio de 1955, cuando aviones de la Fuerza Aérea y de la Aviación Naval bombardearon la Plaza de Mayo, el blanco era la Casa Rosada y el presidente Perón. Murieron 364 civiles inocentes y hubo más de mil heridos. El primer mandatario estaba a resguardo en el Ministerio de Guerra.
Otro presidente radical sufriría un atentado. Fue Raúl Alfonsín cuando estaba en pleno acto en la ciudad de San Nicolás. Era el sábado 23 de febrero de 1991, y era de noche. De pronto, entre la concurrencia alguien disparó un revólver calibre 32 largo, y Daniel Tardivo, uno de sus custodios, se le tiró encima y lo cubrió, mientras otro lograba detener al agresor, Ismael Darío Abdalá, de 29 años, una persona de quien se dijo que tenía severos trastornos.
Pasado el momento de confusión –y a pesar de la conmoción que había causado el atentado– Alfonsín se acomodó las ropas, tomó el micrófono y siguió hablando. Casi que estaba acostumbrado, porque el 19 de mayo de 1986, en una visita al Tercer Cuerpo de Ejército habían descubierto una bala de mortero oculta en una alcantarilla por donde debía pasar el automóvil presidencial.
Estos son, en una resumida síntesis, algunos de los atentados que sufrieron los presidentes en nuestro país, todos incalificables, repudiables y condenables. Como todo tipo de violencia.
Fuentes: Araceli Bellota – Aurelia Vélez, la amante de Sarmiento; Felix Luna – Julio A. Roca; Manuel Gálvez – Vida de Hipólito Yrigoyen; Adolfo E. Rodríguez – El peligroso oficio de presidente – Revista Todo es Historia año II n° 18; Hugo Gambini – Historia del Peronismo; Revista Caras y Caretas.