Pero detrás de esos rostros multiplicados en retratos, evocaciones y homenajes, se escondían distintos intereses, objetivos y motivaciones.
El viernes 25 de mayo a las tres de la tarde los nueve miembros de la Junta de Gobierno juraron en la Sala Capitular del Cabildo de Buenos Aires. Eran cuatro abogados, Juan José Paso, Mariano Moreno, Juan José Castelli y Manuel Belgrano; dos militares, Cornelio Saavedra y Miguel de Azcuénaga; dos comerciantes, Domingo Matheu y Juan Larrea y un clérigo, Manuel Alberti. Con un promedio de 43 años de edad tenían algo en común: nunca habían trabajado juntos.
El presidente de la Junta, Cornelio Saavedra era un próspero comerciante devenido en militar, que contaba entonces 50 años. Pertenecía a una familia acomodada, de la elite de Potosí. Se había casado con su prima hermana, María Francisca Cabrera y cuando enviudó, se unió con Saturnina Bárbara de Otálora, también de holgado pasar económico.
Saavedra vivía en la actual calle Reconquista, entre Corrientes y Lavalle, y era jefe del Regimiento de Patricios, una unidad creada luego de que se echaran a los ingleses en 1806. Al parecer, cuando se lo nombró, quiso justificarse con el “quisieron que fuese presidente”. Él mismo asegura en su autobiografía: “Solicité al tiempo del recibimiento se me excusase de aquel nuevo empleo, no sólo por la falta de experiencia y de luces para desempeñarlo, sino también porque habiendo tan públicamente dado la cara en la revolución de aquellos días no quería se creyese había tenido el particular interés de adquirir empleos y honores por aquel medio”.
Según Francisco Javier D’Elío, gobernador de Montevideo y último virrey del Río de la Plata, Saavedra era un “zorro astuto” que encubría “la ambición más desenfrenada”. El jefe de los Patricios no demoraría en enfrentarse a Mariano Moreno.
Este joven abogado de 31 años había estado al borde de la muerte por una viruela y cuando viajó a Chuquisaca ya sufría de reumatismo. El plan de su papá era que fuera a estudiar para cura, aunque el joven Mariano terminaría graduándose en leyes, y volvió a Buenos Aires casado con María Guadalupe Cuenca y con un hijo, Marianito. Por sus reiterativas descomposturas, los médicos le tenían indicado cuidarse en las comidas.
Fue de los últimos en plegarse a la revolución. Durante el cabildo abierto del día 22, permaneció parado en un rincón sin hablar. Temía que las cosas no salieran según lo planeado y terminasen todos en la horca.
Para él, la revolución supuso un cúmulo de sorpresas: no esperaba ser nombrado secretario de gobierno y de guerra. Y él sorprendió a todos con su accionar frenético, sin descanso, con decisiones que debían tomarse sin pérdida de tiempo. Soñaba con un sistema republicano y con una constitución. Enseguida se notaron las diferencias con Saavedra, quien aludiría a Moreno como “el malvado Robespierre”, que deseaba ir con cautela y siempre miraba qué ocurría en Europa, temeroso de que la suerte de España cambiase.
Moreno trabajaba hasta altas horas de la noche y volvía a su casa, que hoy estaría situada en Diagonal Norte y Florida, vestido de monje, y en sus bolsillos llevaba dos pistolas amartilladas.
En la Junta no todos vieron con buenos ojos que Saavedra se moviera con el carruaje que había pertenecido al virrey Cisneros, y se quejaban de la diferencia de sueldos. Mientras don Cornelio, que se hizo ascender a brigadier ganaba 8 mil pesos, los otros percibían tres mil. Hubo otros, como Azcuénaga, que donó su sueldo, así como hizo con los anteriores puestos que había ocupado en el Estado.
La mecha que explotó la relación entre Saavedra y Moreno fue la victoria de Suipacha, ocurrida el 7 de noviembre de 1810. En el cuartel de Patricios se organizó un festejo donde la figura central fue el propio Saavedra y su esposa. Se cuenta que Moreno quiso ingresar, pero no se lo permitieron. Durante los brindis, el capitán Atanasio Duarte, un poco pasado en la bebida, brindó a la salud del “emperador de América” y tomando una corona de azúcar la quiso colocar en la cabeza de la mujer.
Moreno elaboró el 3 de diciembre el decreto de supresión de honores, eliminando privilegios que venían de la época virreinal, entre ellos la escolta del presidente de la Junta y de su esposa. “Si deseamos que los pueblos sean libres -escribió el secretario- observemos religiosamente el sagrado dogma de la igualdad. ¿Si me considero igual a mis conciudadanos, por qué me he de presentar de un modo que les enseñe que son menos que yo?” Al pobre Atanasio Duarte lo condenaron a destierro y Saavedra comentaría que “Valgame Dios, ¡qué importancia, qué bulto se dio a esta bobada…!”.
Existían cuestiones más delicadas por las que se enfrentarían, y que sería la incorporación de los diputados del interior. Los partidarios de Saavedra instaban por sumarlos al gobierno y los de Moreno que formasen un congreso que dictase una constitución. Al estar el sector morenista en desventaja, el joven secretario dio un paso al costado, pidió se le asignase una misión al exterior y así salió de escena. En circunstancias que nunca fueron aclaradas, falleció en alta mar el 4 de marzo de 1811.
Juan José Passo firmaba su apellido con una sola “s”. Era doctor en leyes, en un momento al parecer estuvo por inclinarse al sacerdocio. Era soltero, tenía 52 años y fue el político que tuvo entonces el récord de participaciones en gobiernos en las dos primeras décadas del siglo 19, y ostentaba una buena imagen tanto entre los españoles como entre los criollos. Miembro del Primer y Segundo Triunvirato, representante en la Asamblea del Año XIII, congresista en Tucumán en 1816 y en 1824 y miembro de la legislatura.
Antes de la revolución, había fracasado en un emprendimiento minero en el Perú. En Buenos Aires vivía en Defensa, entre Alsina y Moreno y fue empleado como funcionario de la Real Audiencia. En la Primera Junta se ocupó de Hacienda.
Fue uno de los precursores del barrio San José de Flores, entonces un pueblo, donde en 1820 compró tierras en Rivadavia y Fray Cayetano Rodríguez.
Manuel Belgrano, de 39 años, era el que se llevaba bien con todos, era el que su padre de fortuna, Domingo Belgrano y Peri lo había mandado a estudiar a Europa, donde se deslumbró con lo que vio. A su regreso, trabajó en el Consulado donde se entusiasmó con implementar diversos proyectos que chocaron con la burocracia estatal. Fue el que la noche del 24 de mayo en la casa de Rodríguez Peña, cuando no se ponían de acuerdo sobre quiénes debían ser los integrantes de la Junta, vestido de uniforme, instó a Beruti a tomar papel y tinta y de un tirón se escribieron los nueve nombres que pasarían a la historia. Era el soltero de los amores ocultos, como el que mantuvo con Josefa Ezcurra, que hizo que el padre de la chica llamase a un primo de España y la casase a la fuerza. Con Belgrano tendrían un hijo, Pedro, criado por Juan Manuel de Rosas.
En la junta también estaba su primo, Juan José Castelli, otro abogado de 45 años. Con la herencia de su madre, fallecida en 1806, instaló una fábrica de ladrillos en lo que hoy es el barrio de Núñez. Fue uno de los voceros más contundentes en el cabildo abierto. Se había casado con María Rosa Lynch, con quien tuvo cinco hijos, dos mujeres y tres varones. La mayor, María Angela Rosa se enamoró de José Javier de Igarzábal, edecán de Saavedra. Y a pesar de la oposición del padre a esta unión de su hija con un saavedrista, se terminaron casando en secreto. Dos hijos varones morirían trágicamente: Pedro con la cabeza cortada cuando fracasó la revolución de los Libres del Sud en 1839 y Alejandro, en la batalla de Pavón en 1861.
A Castelli, no le tembló el pulso cuando fusiló a Francisco de Paula Sanz, el mariscal Vicente Nieto y el mayor general José de Córdoba y Rojas, los principales referentes españoles que se negaron a jurarle fidelidad a la revolución.
A principios de 1812 se le declaró un cáncer de lengua y cuando volvió a Buenos Aires a someterse a un proceso para que diera cuenta del desastre de Huaqui, debieron cortarle la lengua. Falleció el 12 de octubre de 1812. En sus últimos días escribió en un papel: “Si ves al futuro, dile que no venga”.
Gracias a él, los presidentes tienen dónde descansar. La famosa Quinta de Olivos están en tierras que pertenecieron a Miguel de Azcuénaga. Su bisnieto la legó al gobierno para que fuera residencia presidencial y con la condición que no fuera deshabitada por más de treinta días seguidos.
Miguel, de 55 años, vivía en Rivadavia y Reconquista y se había ganado los galones de coronel peleando contra los ingleses en 1806 y 1807. En tiempos del virrey Nicolás de Arredondo, fue el encargado de continuar las obras de empedrado de la ciudad. Se ocupó del sector de la Plaza de Mayo y de la calle de las Torres, actualmente Rivadavia. Como era de familia de mucho dinero, declinó cobrar sueldo en los puestos que ocupó en la administración pública.
En la Junta, tuvo la tarea de la reorganización del ejército, que incluía el reclutamiento de los llamados “vagos y mal entretenidos”.
A la hora de homenajearlo con un monumento, se lo emplazó en la esquina de Callao y Córdoba. Pero como Carlos Saavedra Lamas, premio Nobel de La Paz de 1936 protestó porque la de su ilustre antepasado había sido colocada en Primera Junta, en el entonces lejanísimo oeste, se hizo un enroque y así don Cornelio quedó más cerca del centro y de las luces.
Manuel Alberti era un cura de 46 años, párroco de la iglesia de San Nicolás de Bari, que se levantaba donde está el obelisco. Cuando Mariano Moreno fundó La Gaceta de Buenos Aires en junio, Alberti era el encargado de recepcionar el material a publicar. Fue saavedrista aunque apoyó las reformas impulsadas por Moreno. Por su condición de sacerdote, votó en contra del fusilamiento de Santiago de Liniers en agosto de 1810.
El párroco fue el primero de los integrantes de la Junta en morir. Fue de un ataque al corazón, el 1 de febrero de 1811, luego de una fuerte discusión que mantuvo con el Deán Gregorio Funes. Sus restos fueron enterrados en el cementerio junto a la iglesia, y se perdieron.
Los dos comerciantes en el gobierno eran catalanes. Domingo Matheu, de 44 años, que en España se había iniciado como piloto naval residía en Florida, entre Mitre y Perón y su negocio era uno de los más importantes de la ciudad. Había sido oficial del Regimiento de Infantería del Orden.
El otro era Joan Larreau, o Juan Larrea, de 27 años, que vivía en Belgrano al 300. Durante el proceso independentista perdió su fortuna, amasada en el comercio de cueros, vinos y azúcar, aunque tenía la capacidad de reinventarse y levantarse nuevamente. Estaba identificado con Moreno, de quien era una suerte de asesor en economía, y fue uno de los responsables de la creación de la armada con la que Guillermo Brown combatió a los españoles en 1814. Obligado a emigrar, con los años se convirtió en cónsul en Burdeos. Durante la época rosista fue perseguido con continuas multas a su almacén naviero y con altos impuestos. Se sospecha que Rosas sabía de algunos negocios no muy claros y, acorralado económicamente, se suicidó el 20 de junio de 1847 cortándose la garganta con la navaja que usaba para afeitarse. Fue el miembro más joven de la Primera Junta y el último en morir.
En 1811 fallecieron Alberti y Moreno; Castelli al año siguiente; Belgrano en la pobreza el 20 de junio de 1820; luego Saavedra, retirado, en su estancia de Zárate el 29 de marzo de 1829; Matheu el 28 de marzo de 1831; Paso el 10 de septiembre de 1833, Azcuénaga en su quinta de Olivos el 19 de diciembre de 1833 y por último Larrea. Todos ellos, con sus matices y puntos de vista hicieron preguntar al pueblo “qué es lo que se trata”. Era la revolución, de eso se trataba.
Adrián Pignatelli