El 29 de julio del 2000, René Favaloro se suicidó en su departamento de Barrio Parque. Las advertencias que hizo las últimas semanas y luego tuvieron otro significado. Las cartas desesperadas para salvar su Fundación que nadie leyó. Qué hizo en su departamento antes de empuñar el arma
La mañana del 29 de julio del 2000 había sido igual que las demás. El Doctor no alteró su rutina ni siquiera el día en que tenía decidido quitarse la vida. Se levantó temprano, desayunó, le avisó a Diana Truden, su novia, que volvería para que almorzaran juntos. Luego bajó al garage del edificio de Dardo Rocha 2965 y se subió a su Peugeot 505, su auto de más de quince años de antigüedad.
Llegó temprano a la Fundación que llevaba su apellido en la avenida Belgrano. El gesto reconcentrado, la cabeza baja, el andar lento no sorprendió a nadie. René Favaloro siempre fue adusto, poco propenso a las efusiones pero hacía varios meses que se lo veía más preocupado y tenso. Sin embargo, saludó con una sonrisa a cada empleado con el que se cruzó. En el pasillo un médico lo paró para consultarlo por un caso. Favaloro se puso los anteojos, leyó el informe de un estudio, analizó algunos valores, levantó una placa con una imagen para analizarla a contraluz y emitió su opinión profesional. Después, apuró el paso para ingresar a su despacho. Permaneció ahí encerrado unas cuantas horas, no recibió a nadie, ni realizó llamados telefónicos.
Cerca de las 13.30 emprendió el regreso a su casa para el almuerzo convenido con su novia Diana. Como siempre fue una comida frugal. Los excesos no eran lo suyo. Conversaron hasta que sonó el portero eléctrico. Uno de los hermanos de Diana pasaba a buscarla. Favaloro le dijo que él iría a La Plata, su ciudad natal, por la tarde. Mintió.
Se quedó en el departamento acomodando papeles, ultimando los detalles de su despedida.
Se bañó, se afeitó, se puso un pijama y pantuflas. Fue hacia el dormitorio. De un cajón sacó siete cartas que había escrito en los últimos días y un arma. Dejó los sobres en la mesa del comedor, en un lugar bien visible, y volvió al baño. El vapor de la ducha ya se había disipado y pudo pegar sin dificultad en el espejo una nota dirigida “A las autoridades competentes”. Vio su reflejo por última vez. Se enfrentó con su propia mirada. Hasta ahí había llegado.
Empuñó el arma y la apoyó contra la parte izquierda del tórax. No podía ser en otro lugar. Ahí, sabía, no podía fallar. Apretó el gatillo.
La bala destrozó su corazón.
René Favaloro se suicidó una tarde de invierno. Tenía 77 años. Puso, de esa manera, fin a la angustia de varios días, de los últimos meses. No pareció una decisión apresurada. Cada uno de sus movimientos finales fue deliberado, estuvo premeditado.
A las 16.30 de ese 29 de julio, una adolescente se bañaba en el piso de arriba, en el tercero del edificio de Barrio Parque. Escuchó un ruido amortiguado, como en sordina, un chasquido grave y fuerte, como el de una lata crujiendo contra el suelo. Después un golpe, seco y corto. Y nada más.
La chica no sabía, ni siquiera podía imaginar, lo que había ocurrido. Durante 45 minutos no hubo novedades ni movimientos. La tragedia ya había ocurrido pero todavía nadie lo sabía.
A las 17.15 Diana volvió al departamento junto a su hermano. Eran las 17.15. Traían el CPU de una computadora y dos valijas. Tocaron el timbre pero nadie atendió. Diana quiso abrir la puerta con su llave pero no pudo. Su hermano luego de luchar un rato logró hacer caer la llave que desde adentro impedía la maniobra. Ingresaron. Todo estaba en silencio.
Ella llamó a Favaloro por su nombre: “¡René!”. Recorrió el living, la habitación principal, uno de los baños. Por debajo de la puerta del otro baño asomaba una línea de luz. Diana corrió hacia allá pero la puerta no abría, el cuerpo caído del cardiocirujano lo impedía. Ella y su hermano empujaron con todas sus fuerzas pero no lograron progreso alguno. La desesperación la dominó. Salió al pasillo y empezó a clamar por ayuda. Un vecino escuchó los gritos y se acercó para colaborar.
Matías Bauso