También lo hizo George W. Bush en su momento: la guerra en nombre de Dios contra regímenes que en nombre de Alá hacían lo mismo.
Por Loris Zanatta
Y así sucede en todas partes, desde Nigeria hasta Siria, desde Myanmar hasta Nicaragua, desde el Congo hasta Irán, no hay tirano, no hay dictadura que no invoque a Dios mientras masacra, encarcela, persigue. Y no hay quien no justifique a unos y estigmatice a otros según su fe política y religiosa. Todos tienen una bendición eclesiástica para exhibir, un pope, un cura, un mulá que los incita y justifica.
Comprendo el dolor y el desconcierto de quienes, como creyentes, claman que Dios no tiene nada que ver, la religión es una excusa, la fe es paz. Pero una hoja de parra no alcanza para cubrir tanta evidencia.
No desde hoy, sino desde siempre, se mata en nombre de Dios: ¡habrá una razón! En una época, estuvo en boga la “teoría de la secularización”: cuanto más se industrializa y urbaniza una sociedad, más se educa y se diferencia, más próspera y segura es, menos importancia le da a la religión.
Cree menos, o cree de otra forma, menos mágica y más racional. La razón reemplaza a la fe, en una palabra, la ciencia a la escatología, la ley al mesianismo: el desencanto de Max Weber, por decirlo de una manera, el “Dios ha muerto” de Friedrich Nietzsche, por decirlo de otra.
Desde entonces, sin embargo, el viento ha cambiado mucho. ¡De que secularización nos están hablando, se levantó el grito! Es una teoría equivocada, sentenciaron incluso algunos de los que la desarrollaron. Funciona en Europa, única región realmente laica, y solo parcialmente.
En otras partes no, ni siquiera en los Estados Unidos, ricos y creyentes, poderosos y religiosos. Mejor tirarla, que descanse en paz. Es difícil no estar de acuerdo: ¿cómo no advertir que desde hace décadas la religión ha vuelto a invadir la esfera pública? De la política a la economía, de los medios de comunicación a las relaciones internacionales, no hay quien no opine escudándose tras un texto sagrado, quien no actúe invocando la defensa de alguna fe. Excepto en Europa occidental, de nuevo, en Australia, también en Canadá, no exactamente los lugares más incivilizados del mundo.
La cosa, en realidad, no es tan sorprendente, observan quienes todavía creen en esa vieja teoría. Los países más desarrollados y las clases sociales más educadas son los más secularizados y se reproducen menos. Los países más pobres y las clases sociales más vulnerables son más religiosos y se reproducen a un ritmo mucho más rápido.
No es una ley general: las ciencias humanas no son ciencias exactas, el hombre no es un fenómeno químico. Pero es una tendencia recurrente, estudiada y demostrada varias veces, aunque tenga algunas excepciones.
¿Por qué no debería ser así? Por supuesto, la fe es mucho más que una ayuda contra la pobreza y la precariedad, la religión es también un lazo social y una fuente de identidad.
Pero la ecuación no cambia: si bien los pobres son hoy mucho menos como porcentaje de la población mundial, esta ha crecido tanto que en términos absolutos son más numerosos que en el pasado. Dicho de otra manera, el mundo secularizado se ha encogido, el religioso se ha expandido, la religión impregna nuestra época. No es casualidad que los grandes líderes religiosos invoquen más que nunca al pueblo, cultiven a los pobres, desprecien a los ilustrados, odien el laicismo occidental: consuman su venganza contra la Ilustración.
Es un debate antiguo y complejo, mejor cerrarlo aquí. Por lo que vale, creo que la teoría de la secularización sigue siendo válida en muchos aspectos y que en el futuro volverá a apreciarse. Pero nosotros vivimos en esta época y la pregunta es sobre si el declive del secularismo y el regreso de la religión a la arena política sea algo bueno o malo, una evolución que cultivar o un retroceso que conjurar, una promesa de paz o una amenaza de guerra.
A mí, les ruego me disculpen, me parece muy mal. Cuánto fanatismo en nombre de Dios y de la patria, cuánta beligerancia invocando nación y religión, pueblos fieles e identidades religiosas, cuántas pretensiones fallidas de solucionar los problemas terrenales a golpes de versículos revelados. ¿Qué queda del debate racional? ¿De la discusión sobre lo que funciona o no funciona, es beneficioso o no lo es, es adecuado o inadecuado?
Sirve humildad, porque la historia es una cadena de errores y aprendizajes, de acciones de hoy con consecuencias inesperadas mañana, de “malas” ideas que a veces tienen efectos virtuosos y de excelentes intenciones que a menudo causan estragos.
Nos han explicado mil veces que el hombre sin Dios no reconoce ningún límite, pretende ser Dios él mismo, se cree omnipotente. Es cierto. Pasó, pasa, me temo que volverá a pasar. Sin embargo, se olvidan decirnos que cuando Dios existe, y existe desde hace milenios, la historia se llena de hombres que pretenden actuar en su nombre, ser sus emisarios, y así los consideran las inmensas multitudes de creyentes que los siguen dispuestas a morir y matar.
Así fue en el pasado, así sigue siendo hoy. La mentalidad laica rechaza ambos extremos, se basa en un sano escepticismo, en un perplejo pragmatismo, si no cree no hace alarde de su ateísmo, si cree no exhibe su fe.
Si viviéramos como si Dios no existiera, si la religión fuera alimento moral y no instrumento político, conciencia y no Verbo, si la laicidad fuera el pilar de nuestra convivencia, tendríamos un mundo más pacífico y, estoy convencido, más justo.
No será un caso si los países más secularizados son los más quietos y equitativos. Qué pesado, resoplarán algunos, un laicista de antaño, el último de los antiguos iluministas. Quizás. ¿O uno de los nuevos?
Loris Zanatta es historiador, profesor de la Universidad de Bolonia.