“Yo saldré con los descamisados para no dejar en pie ningún ladrillo que no sea peronista”, desafío Evita. Las reglas de la guerra como una forma de hacer política habían entrado de lleno a la vida institucional del país.
Por: Alberto Amato
Después, tal como era su estilo y su habilidad, el general se adueñó de la frase y el calificativo. Pero el primero que bautizó como “chirinada” el intento del general Benjamín Menéndez de derrocar a Juan Perón, el 28 de septiembre de 1951, fue otro militar, el general Franklin Lucero, ministro del Ejército y leal a Perón hasta el último minuto, en medio de un mar agitado donde las lealtades no abundaban.
Lo de “chirinada” era despectivo. Al calificativo no le faltaba razón: el golpe militar de Menéndez había naufragado por impericia, por imprudencia, por necedad, por torpeza y por ignorancia. Y con su desprecio, el gobierno de Perón quiso restarle trascendencia y quitarle toda vocación de futuro al poder militar que, ya entonces, conspiraba en su contra. Lo consiguió: el peronismo se unió a su líder, descalificó a los golpistas y respiró aliviado. Pero en las raíces del poder, algo se había sacudido duro. Y el primero que lo supo fue Perón, y Lucero, desde luego. Y enseguida lo entendió Eva Perón, que de alguna manera, estaba en el medio de la tormenta.
Lo que nunca quedó claro es a cuál Chirino se refería Lucero y a cuál Perón: si al mayor Pablo Chirino, que en 1857 intentó deponer al “Estado de Buenos Aires”, surgido como reacción a la creación de la Confederación Argentina, o si al sargento Andrés Chirino, que el 30 de abril de 1874 atravesó de un bayonetazo la espalda y el pulmón izquierdo de Juan Moreira, aquel gaucho “mal entretenido”, guardaespaldas de Adolfo Alsina, y lo clavó contra un paredón de la pulpería La Estrella. Cualquiera de los dos, los Chirino no pasaron a la historia como ejemplo de nada, la “chirinada” definía o bien la ineptitud, o bien la traición por la espalda.
A espaldas de Perón, un sector del Ejército tejía las telarañas del complot. Expectante y en sordina, la Armada esperaba su momento. Como siempre, un grupo de civiles de distinto signo político apoyaba a los complotados y a su idea de terminar, con violencia, con un gobierno al que juzgaban una dictadura o, los más benévolos si es que los había, con deseos irrefrenables de ser reelecto y pasar por encima de la Constitución: para eso, para ser reelecto, Perón la había reformado en 1949.
Aquel 1951 fue un año duro. El gobierno cargó contra los opositores, los persiguió, encarceló y torturó en muchos casos, según las denuncias de la época; en las calles, la Alianza Nacionalista la emprendía contra actos comunistas y socialistas y contra el diario La Hora órgano del PC.
El 17 de mayo de ese año, “desapareció” un estudiante de química, Ernesto Mario Bravo, después de ser detenido en su casa por la policía. Apareció casi un mes después, el 13 de junio, preso por “atentado a la autoridad y abuso de armas” y con huellas de tortura. El epicentro de esa violencia era la temida Sección Especial de la policía, en la que la oposición peronista creía ver, dados sus métodos, un sucedáneo local de la Gestapo nazi, a solo seis años de conocidos sus horrores durante la Segunda Guerra.
A pesar de contar con una impresionante red de medios de comunicación favorables, nucleados todos o casi todos, en el grupo editorial Alea, el gobierno peronista clausuró primero, y entregó luego a la CGT, el opositor diario La Prensa. Actores, actrices, músicos, escritores que no coincidían, o directamente se oponían, o no se oponían pero sí adherían a partidos que sí se oponían al peronismo, fueron censurados, obligados al exilio o encarcelados. Perdura en la leyenda la imagen del gran pianista Osvaldo Pugliese, afiliado al Partido Comunista, preso en un pabellón de Devoto y la de su orquesta, que respetaba los contratos sin su director al frente, pero con una rosa roja sobre el teclado.
Todo aquello es parte ya, acaso, de un folklore dramático que coqueteaba con la tragedia sin pensar en el futuro. Quienes preparaban el golpe y quienes lo apoyaban, tenían la impresión, aún a riesgo de equivocarse, de que el gobierno peronista tendía hacia el totalitarismo, con gruesos trazos de un fascismo que había sido derrotado después de sacudir a buena parte de Europa. Pero el apoyo popular a Perón, a su gobierno, a sus medidas y a su estilo, eran innegables, perdurables e irrebatibles.
En el centro del conflicto estaba Eva Perón. Bajo presión popular, más que por instinto propio, Perón había aceptado la figura de su mujer como compañera de fórmula presidencial para las elecciones de noviembre de 1951.
Evita estaba enferma: tenía cáncer. Si no era consciente de su mal, y lo era, no podía aceptarlo. Había despachado de un carterazo al doctor Oscar Ivanissevich, ministro de Educación en 1974 del gobierno de María Estela Martínez de Perón, cuando el médico le había sugerido apenas la gravedad de su mal.
Para el poder militar, y para muchas fuerzas civiles, la presencia de Eva Perón en el gobierno, la posibilidad de que, en caso de ausencia de Perón, se convirtiera en comandante en jefe de las fuerzas armadas, y la sola posibilidad de una “pareja gobernante”, era poco menos que intolerable.
El historiador Robert Potash afirma en su obra “El Ejército y la política en la Argentina”, que entre los cuatrocientos oficiales que formaban parte de la Escuela Superior de Guerra, cifra que incluía a directores de curso, profesores y oficiales estudiantes, “quizá el 80 por ciento se había apartado de Perón en 1951″.
La idea de derrocar a Perón era más fuerte que el empeño de los conspiradores, o del empeño que podían poner: estaban vigilados por los servicios del gobierno y por sus camaradas de armas leales a Perón. Y también estaban divididos. Complotaban varios grupos separados, sin demasiada conexión entre sí y no todos con la misma decisión sobre qué hacer después del golpe, si triunfaba. También existía falta de coordinación y cierta rivalidad entre quienes aspiraban al mando. Dos grupos de oficiales rivalizaban por tomar la iniciativa. Uno era guiado por el general Eduardo Lonardi, que sería el jefe triunfante del golpe que derrocó a Perón cuatro años después, en septiembre de 1955. El otro grupo lo liderada el general Benjamín Menéndez, retirado en 1942, el Chirino de esta historia.
Lonardi, que tenía 55 años, era un militar de mucho prestigio, del arma de artillería y jefe del Primer Ejército con sede en Rosario. No tenía compromisos políticos, salvo cierto encono con Perón, a quien había reemplazado en la Embajada Argentina en Chile: Perón le había dejado un presente griego con formato de espionaje, y Lonardi se vio envuelto en un escándalo diplomático y militar en el que tenía nada que ver y que casi le cuesta la carrera.
Ya en 1949, reveló Potash, un grupo de oficiales de la Escuela Superior de Guerra contemplaron la idea de derrocar al gobierno. Entre ellos estaba el subdirector del instituto, general Pedro Eugenio Aramburu, otro de los jefes triunfantes en 1955 y que daría un golpe palaciego para reemplazar a Lonardi en la presidencia de la república en nombre de la Revolución Libertadora.
En Rosario, sólo el edecán personal de Lonardi sabía que su superior estaba implicado, o adhería, o apoyaba un movimiento revolucionario. El general conspiraba en silencio, con cautela, prudencia y sensatez, si eso era posible. Se permitía la reflexión. El general Menéndez era lo opuesto. Dice Potash: “(…) Era casi su antítesis por su temperamento y su experiencia profesional. Menéndez había llevado una vida agitada, marcada por duelos, desafíos políticos y participación en una serie de conspiraciones, ninguna de ellas exitosa”. Tenía 66 años y estaba empeñado en aprovechar el antiperonismo dentro de las fuerzas armadas.
Los dos grupos en pugna no ayudaban a la claridad de los futuros golpistas cuando les era requerido su apoyo por parte de los enviados de ambos generales. A tropezones, el golpe contra Perón empezó a cobrar forma entre marzo y abril de 1951. Lonardi recibió el apoyo de al menos dos figuras políticas: el radical Miguel Ángel Zavala Ortiz y el socialista Américo Ghioldi, que había visto marchar presos a muchos de sus amigos luego de una gran huelga ferroviaria, en enero de ese año: él mismo había debido refugiarse en la clandestinidad.
La mayor dificultad consistía en fijar la fecha del alzamiento. La cautela de Lonardi hizo que se postergara varias veces, lo que aumentó la tensión de los impacientes y provocó que el gobierno de Perón aumentara la vigilancia de los oficiales a los que consideraba sospechosos. El general Lucero lo puso blanco sobre negro en la Orden General Número 6 que expresaba: “Vulnera el prestigio de la unidad cualquier integrante de los cuadros que dentro o fuera de los cuarteles comenta o critica desfavorablemente al gobierno constituido”.
Menéndez tenía intención de impedir que se celebraran las elecciones de noviembre, en las que Perón, consagrado el voto femenino, sería reelecto. Una versión sobre el repentino adelantamiento de las elecciones en tres meses, más la aparente irresolución de Lonardi lo impulsaron a asumir el mando del alzamiento y largarse a la aventura. Así se presentó, como “jefe natural” de la inminente revolución, en una reunión secreta con dirigentes políticos opositores: Arturo Frondizi, de la UCR, Ghioldi por el socialismo, Reynaldo Pastor por los Demócratas Nacionales y Horacio Thedy de la Democracia Progresista.
Los intentos de unir a los dos militares rivales, incluido un encuentro secreto entre Lonardi y Menéndez en el interior de la cabina de un camión Mercedes Benz gasolero, no dieron resultado.
El 22 de agosto, día del llamado Cabildo Abierto del justicialismo, al caer la tarde y frente al hoy ministerio de Acción Social, ante una gigantesca marcha coloreada por antorchas y luego de un diálogo dramático, una escena y un escenario digno de una ópera verdiana, Eva Perón pidió unas horas para pensar si aceptaba o no su candidatura a la vicepresidencia junto a Perón. La impulsaba la CGT. Nueve días después, renunció, en otro dramático mensaje radial, a esa posibilidad. Perón nombró a Hortensio Quijano como su compañero de fórmula.
El 27 de agosto, Lonardi envió una sorpresiva nota al general Lucero en la que pedía su relevo del cargo de jefe del Primer Ejército. Hablaba, sin decirlo, de la candidatura y el renunciamiento de Eva Perón. “Los últimos acontecimientos políticos de pública notoriedad han creado en el suscripto un estado espiritual incompatible con la adhesión a los actos del gobierno que es señalada al personal militar por las Directivas y Órdenes Generales de V.E. como condición necesaria para merecer la confianza de la superioridad”. Potash sostiene que Perón creía que Lonardi era leal: “Si el general Lonardi ya no podía conciliar sus opiniones personales con el sentido del deber y pedía el retiro –sostiene– qué podía esperarse de oficiales sin las virtudes profesionales de Lonardi”.
Menéndez se lanzó a la aventura ya sin rivales a la vista y con el apoyo de quienes, en el sector de Lonardi, se volcaron de su lado. La fecha del golpe fue fijada para el viernes 28 de septiembre.
La planificación fue bastante deficiente y la ejecución desastrosa. Menéndez también, y a su manera, le deba importancia al secreto y, en especial, al factor sorpresa: no le dijo a sus oficiales adictos cuál era la fecha del alzamiento, de modo que muchos de ellos viajaron ese fin de semana al interior, sin saber que el golpe era inminente. Tampoco previeron lo que parecía elemental: los tanques de la unidad que pensaban sublevar, el Regimiento 8 de Tanques de Campo de Mayo, necesitarían combustible si es que pensaban marchar hacia la Casa de Gobierno. Y no lo tenían.
A las cinco de la mañana, Menéndez entró con aires triunfales y junto a su estado mayor por la puerta 8 de Campo de Mayo que poco antes había copado el capitán Alejandro Lanusse, al mando de unos efectivos de la Escuela de Equitación. Veinte años más tarde, Lanusse, ya teniente general y presidente de facto, iniciaría negociaciones secretas con Perón, a través de emisarios, para intentar encausar el mal destino de la llamada “Revolución Argentina” y habilitar así el retorno de la democracia a la vida política argentina.
La demora en llenar los depósitos de los tanques permitió a un par de oficiales leales y a varios suboficiales, peronistas todos, entorpecer los planes de los golpistas, demorarlos e iniciar la resistencia armada.
Cuando el jefe del Regimiento 8, teniente coronel Julio Cáceres, llegó a su regimiento copado y se resistió a ser detenido por los sublevados, estalló un tiroteo en el que fue muerto el cabo Miguel Farina. Ya perdido el factor sorpresa, Menéndez, su hijo, el oficial Rómulo Menéndez había sido herido en un pie, ordenó que los tanques salieran de inmediato “antes que la confusión desbarate todos nuestros planes”, según citó Hugo Gambini en su apasionante Historia del peronismo.
De los treinta tanques que encabezarían la columna hacia la Capital, sólo pudieron ponerse en marcha siete. Pero antes de llegar a la puerta de salida, cinco de esos siete tanques sufrieron desperfectos mecánicos y fueron abandonados. El golpe contra Perón salió a la calle enflaquecido, con dos tanques Sherman y tres unidades blindadas, más doscientos efectivos montados a caballo que se plegaron a la intentona ante la desesperación de los dos jefes de la Escuela de Caballería, el teniente coronel Guillermo del Pino y el mayor Juan Carlos Onganía. Quince años después, en 1966, Onganía, ya general, derrocaría al presidente constitucional Arturo Illia y lanzaría la “Revolución Argentina” de la que Lanusse intentaba salir en 1971.
Después de una hora de marcha, la raleada columna golpista llegó a El Palomar, donde esperaba el apoyo de las tropas del Colegio Militar. Menéndez se topó con esas tropas, sí, pero todas le apuntaban con sus armas. Conferenció con el director del Colegio, general Héctor Ladvocat que lo frenó con un seco: “No más revoluciones, general”.
Si Menéndez gozó de la certeza de algún apoyo, le llegó de lejos. En Mendoza se habían unido al golpe los aviones caza y bombarderos que habían partido desde Villa Reynolds, San Luis, y estaban al mando del vicecomodoro Jorge Rojas Silveyra. Veinte años después, Rojas Silveyra, ya brigadier general y fervoroso antiperonista, sería nombrado por el general Lanusse embajador argentino en Madrid, con la misión de devolverle a Perón los restos de Eva, ocultos durante catorce años y bajo un nombre falso en el Cementerio Maggiore de Milán.
A las once de la mañana, Menéndez ordenó a su columna de golpistas desperdigados encarar hacia el prefijado punto de encuentro con el que era entonces el destacamento blindado de La Tablada, que bajo el gobierno de Raúl Alfonsín, y ya regimiento, sufrió el terrible ataque guerrillero del Movimiento Todos por la Patria, el 23 de enero de 1989. Pero los blindados de La Tablada no llegaron nunca al punto acordado con Menéndez: se habían rendido antes a las fuerzas del comandante en jefe del ejército, general Ángel Solari.
Menéndez y parte de su estado mayor, el coronel Luis Carlos Busetti, el vicecomodoro Anacleto Llosa y los mayores Manuel Reimundes, Armando Repetto y Julio Costa Paz, regresaron al Colegio Militar y se rindieron al general Ladvocat, aquel esperanzado militar que pedía no más revoluciones.
En Buenos Aires, la CGT había ordenado un paro por veinticuatro horas y convocaba “a todos los trabajadores a Plaza de Mayo, para expresar su adhesión al líder”. A las tres y media de la tarde, con los sublevados bajo custodia, habló Perón y convirtió en famosa la inicial expresión de Lucero que mentaba a uno de los dos Chirinos: “Compañeros –dijo– esta chirinada ha terminado cobarde y oscuramente y ha demostrado que nuestros soldados, marinos y aviadores están todos en sus puestos y tienen lo que hay que tener para defender esos puestos”.
Trató a los golpistas de “cobardes”, por haberse rendido y no haber dado su vida en defensa de su honor militar, sin sospechar que él mismo se vería en una encrucijada similar en otro septiembre, cuatro años después.
Nadie mejor que Perón sabía que la fantochada de Menéndez había hecho temblar los cimientos de su gobierno. Había salido mal, pero era un ensayo. La reacción del presidente fue tremenda. Ese mismo viernes 28 firmó un decreto que establecía: “Artículo 1) Declárase el estado de guerra interno en todo el territorio de la República. Artículo 2) Todo militar que se insubordine o subleve contra las autoridades constituidas, o participe de movimientos tendientes a derrocarlas o desconocer su investidura, será fusilado inmediatamente”.
Pese a que la intentona militar no había llegado más allá que a unos pocos kilómetros de la amplia provincia de Buenos Aires, el inédito “estado de guerra interno” llegaba a todo el país. Y la pena de muerte por razones políticas, que establecía de un plumazo, estaba vedada de modo expreso por la Constitución. Las reglas de la guerra como una forma de hacer política, habían entrado de lleno a la vida institucional del país. Y aún perduran.
Perón se tomó muy en serio la chirinada de Menéndez. Reemplazó a sus ministros de Marina y Aeronáutica, ordenó investigar la conducta de cada oficial y suboficial durante ese largo viernes 28 de septiembre; en el Ejército se inició una depuración de oficiales que eran, o se sospechaban que eran, hostiles al gobierno. La purga abarcó a los más prestigiosos institutos de la fuerza: la Escuela Superior de Guerra, la Escuela Superior Técnica y el Colegio Militar: oficiales y cursantes fueron expulsados, dados de baja, pasados a retiro y, en algunos casos, condenados a prisión. Los generales al frente de los tres institutos militares fueron reemplazados, entre ellos, el general Ladvocat que no había querido plegarse al golpe de Menéndez.
El Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas condenó al general golpista a quince años de reclusión, y a sus oficiales a penas que rondaban entre los cuatro y los seis años. Sin embargo, el tribunal se abstuvo de aplicar la pena más grave, la degradación, que establecía el Código de Justicia Militar.
Pero donde más se sintió el golpe, y no solo el militar que no pasó del intento, fue en la sociedad civil. El clima político se tensó hasta casi lo insoportable. El peronismo sintió que su hegemonía estaba amenazada, que el gobierno al que sentían suyo estaba en peligro y que peligraban también las conquistas sociales instauradas en seis años; los opositores fueron vistos como traidores, aliados a las potencias imperialistas, enemigos del pueblo.
El antiperonismo vio crecer la llama autoritaria y populista que ya había reformado la Constitución para eternizarse en el poder, creía que el peronismo perseguía la fracasada utopía europea del partido único y Estado omnipotente.
También alteró el ánimo de la oposición la orden de Eva Perón de comprar armas y ponerlas en manos de la CGT para armar milicias obreras en defensa del gobierno, como confirmó a Infobae en 2012 su sobrina nieta, Cristina Álvarez Rodríguez, hoy ministra de Gobierno de la Provincia de Buenos Aires.
La oposición al peronismo también se sintió perseguida y censurada. Dice Potash en su obra: “Durante la campaña política previa a las elecciones del 11 de noviembre, los partidos antiperonistas actuaron con la desventaja de que se les negaba todo acceso a los programas radiales. Sólo podían organizar reuniones al aire libre con permiso policial, y aun cuando lograban llevarlas a cabo, con frecuencia eran blanco de ataques físicos”.
El 17 de octubre, a menos de un mes de la intentona de Menéndez, Eva Perón fue premiada con la Medalla de la Lealtad peronista por su acto de renunciamiento. Probablemente supiera ya que su vida tenía un plazo, breve como son esos plazos y aún más para su corta vida. Esa tarde, con un profundo espíritu dramático, enarboló un discurso inolvidable en el que no pudo, ni quiso, soslayar la intentona golpista: “Yo les pido hoy, compañeros, una sola cosa: que juremos todos, públicamente, defender a Perón y luchar por él hasta la muerte. (…) Que vengan ahora los enemigos del pueblo, de Perón y de la Patria. Nunca les tuve miedo porque siempre creí en el pueblo (…)”
Después, recitó una despedida pública con tres frases inolvidables, rítmicas, conmovedoras: un pequeño himno, dolorido y profético: “Yo no quise ni quiero nada para mí. Mi gloria es y será siempre el escudo de Perón y la bandera de mi pueblo. Y aunque deje en el camino jirones de mi vida, yo sé que ustedes recogerán mi nombre y lo llevarán como bandera a la victoria”.
Como era previsible, en las elecciones que el golpe del general Menéndez había querido impedir, Perón arrasó, obtuvo un diez por ciento más de votos que en 1946: 4.744.803 para la fórmula Perón-Quijano y 2.416.712 para el binomio Balbín-Frondizi. Eva Perón, recién operada de su cáncer de útero, votó en el policlínico en una urna que le acercaron los fiscales, uno peronista y otro radical, junto a dos policías. El fiscal radical era el escritor David Viñas, que durante la dictadura militar instaurada en 1976 sufriría el secuestro y desaparición de dos de sus hijos.
Con Perón dispuesto a asumir su segunda presidencia en junio, el 1 de mayo, día del trabajador y parte elemental de la liturgia peronista de la época, Eva Perón dio su último discurso público. Fue, casi, una declaración de guerra y también remitió, sin nombrarlo, al intento de golpe de Menéndez y a los asordinados rumores de conspiración en las fuerzas armadas. Furiosa, con aquella voz ronca y grave, quebrada a veces por el ímpetu y el fervor, impulsó la defensa del gobierno y del presidente, “(…) Contra la opresión de los traidores de adentro y de afuera, que en la oscuridad de la noche quieren dejar el veneno de sus víboras en el alma y el cuerpo de Perón, que es el alma y el cuerpo de la Patria. Pero no lo conseguirán, como no han conseguido jamás la envidia de los sapos acallar el canto de los ruiseñores, ni las víboras detener el vuelo de los cóndores (…)”
Emboscada por el cáncer, ¿temía Eva por la vida de Perón? Por lo menos debió verlo en peligro porque lanzó una advertencia tremenda y desafiante: “Yo le pido a Dios que no permita a esos insensatos levantar la mano contra Perón porque ¡guay de ese día! Ese día (…) yo saldré con el pueblo trabajador, yo saldré con las mujeres del pueblo, yo saldré con los descamisados de la patria, para no dejar en pie ningún ladrillo que no sea peronista”. Murió tres meses después, el 26 de julio de 1952.
Torpe y chapucera, la chirinada del general Benjamín Menéndez había encendido una chispa de violencia que iba a teñir las atribuladas tres décadas por venir de la Argentina.
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