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Desnutrición en Salta: la batalla diaria para evitar más muertes

-¿Usted miró cuando Mauro hace la caca, si había algún parásito? -No.

-¿No ha visto nunca? Bueno ahora lo va a ver. En el próximo control me cuenta qué observó. Generalmente se ven gusanitos o la caca se mueve.

La conversación entre Ana Yapura, nutricionista de la ONG Pata Pila y una mamá Wichi de la comunidad Vertiente Chica, en Santa Victoria Este. Sucede en una oficina improvisada debajo de unos árboles que hacen sombra. Mauro tiene tiene 2 años y ya estuvo internado por desnutrición aguda. Si bien ambas hacen un esfuerzo enorme por entender a la otra, parte valiosa de la información se pierde entre el viento seco porque la mayoría de las mujeres wichi casi no hablan español.

Son muchas las organizaciones sociales como Pata Pila, Cáritas y los hermanos franciscanos, entre otros, que día a día recorren los territorios más vulnerables del norte salteño para intentar tapar los agujeros de la desigualdad. El hambre, el acceso al agua potable y a una mínima atención de salud, son las principales batallas cotidianas.

Hoy es día de atención en los distintos parajes de la zona y la camioneta de Pata Pila – una entidad que lucha contra la desnutrición – salió a las 8 de la mañana llena de provisiones de Santa Victoria Este para llegar a los parajes más alejados de la zona. Los acompañamos para ver de cerca esa realidad que tanto duele.

Algunos de los lugares quedan a más de 40 kilómetros por caminos de tierra y greda que por momentos parece arena movediza. El itinerario es Vertiente Chica, San Miguel, El Arrozal y Pozo El Toro pero en total llegan a 17 comunidades de la zona.

El equipo está formado por Yapura, el trabajador social Pablo Sebastián Vera, Luciana O´Shee como encargada del área de Psicopedagogía y Estimulación Temprana y Florencia Ruiz, directora de Pata Pila en Santa Victoria Este. “Tenemos una sola compañera que es wichi y que nos ayuda en la traducción con algunas familias pero hoy no pudo venir. La distancia y el aislamiento complica mucho más la situación de las familias del monte”, explica Ruiz.

La acción se repite en cada lugar. Estacionan a la sombra y empiezan a descargar las sillas y las mesas para armar los puestos de atención. Las mujeres con sus hijos se van acercando de a poco. Yapura apoya la balanza pediátrica en la mesa, abre su computadora y empieza a anotar cosas en el cuaderno. O´Shee arma una estación de juego para los chicos que incluye elementos didácticos y de dibujo. Pablo se ubica en su puesto y algunos hombres se acercan a contarle sus problemas.

“Las familias de la costa del río, por ahí, tienen más oportunidades o la situación está un poquito mejor, pero apenas. Y las del monte son mucho más vulnerables que las de la costa del río. La mayoría de las familias no tiene para comer todos los días. Tampoco hay trabajo”, detalla Ruiz.

El trato es familiar. Saludan a las madres por el nombre, con un beso o abrazo. Conocen sus historias y recorridos. Las miran a la cara, las escuchan. Y por un momento, ellas dejan de sentirse abandonadas. Ruiz se acerca a cada una con una sonrisa, con un oído atento, con un consejo para dar y las invita a que se arrimen al lugar de atención. Es un encuentro humano que emociona.

“Lo más urgente siempre pasa por nutrición. Hay que ver si los chicos están bajando mucho de peso o si están enfermos. Si es así, hay que avisarle al enfermero o dar aviso al gerente del hospital de Santa Victoria Este para que lo deriven. Si es muy grave, se los deriva a Tartagal”, explica Ruiz.

La plata no alcanza

En Vertiente Chica viven 40 familias que en su mayoría son wichi pero también hay chorotes y churupíes. Recién hace unas semanas, gracias a la articulación entre Pata Pila, INTA, ACIJ, Infancia en Deuda, La Poderosa y Aguas del Norte, se consiguió instalar un sistema de bombeo solar para proveer agua potable y electricidad a las 165 personas de la comunidad.

Ruiz se acerca a la familia de Victor. Sus papás le cuentan que ayer se fueron al pueblo más cercano a cambiar chaguar por comida. “La plata no les alcanza mucho y también les cuesta administrar. Tenemos mamás que son analfabetas y no entienden del manejo del dinero. Todas las familias que conocemos han sido robadas o estafadas por los comerciantes de Santa Victoria, que les retienen tarjetas de débito, tarjetas Alimentar o documentos, a cambio de la mercadería que puede sacar la familia como al fiado”, agrega Ruiz.

El recorrido sigue hasta la comunidad San Miguel, en donde tienen que revisar y atender a los hijos menores de la familia Ventura. Viven en una casa de adobe y techo de silobolsa. Las paredes son de hojas y ramas de árboles. Son 10 en total, pero Gustavo y Daniel son los que están con cuadros de desnutrición.

Gustavo tiene 9 años y está en silla de ruedas. Solo come leche que le lleva el equipo de Pata Pila. Si ellos no llegan, se queda sin comida y solo toma té. No habla pero se hace entender. No le gusta estar solo y cuando no tiene a alguien de su familia cerca, empieza a llorar. Tampoco le gusta recibir visitas de gente que no conoce ni que lo revisen. Igual se deja.

“Hoy Gustavo está con desnutrición grave, y baja talla grave. Se alimenta con leche, es su único alimento. Porque la sopa que le puede dar su mamá es agua, no tiene cebolla, no tiene zanahoria, no tiene zapallo, no tiene papa, sólo tiene agua. Cuando puede compra un puchero, y arroz o sémola o fideos”, cuenta Ruiz.

Daniel tiene un problema en un ojo del que casi no ve y problemas para caminar. Pesa 26,500 kilos y mide 1.22 metros. Con 7 años, muestra orgulloso su camiseta de la selección argentina y posa para las fotos. Su papá, Julio, vuelve del monte de cortar postes para mantener a su familia. Le pagan $1.000 por cada poste de quebracho colorado. Su mujer, Marcela, cobra la AUH y hace algunas artesanías para vender cuando se puede. No todos sus hijos tiene DNI y ya iniciaron los trámites con los operativos que la ANSES hace recorriendo las comunidades. ”Para el amuerzo hicimos arroz. No hay carne. No podemos conseguir huevo tampoco. Tenemos gallinas pero están empollando”, cuenta Marcela.

Después de controlarlos, les dejan leche en polvo, gotas de hierro, vitaminas y bolsones de comida.”Siempre recordemos, mamá Marce, cuando preparemos arroz, siempre busquemos un huevito, lo hacemos hervir y lo cortamos chiquito. Y después que hacemos el arrocito, le echamos así, un chorrito de aceite”, le explica, con mucha paciencia, Yapura.

Julio cuenta que lo que más les falta es el agua, que la traen del pozo de la escuela. “Lo que nosotros estamos gestionando en articulación con el INTA es que se haga la tirada de la manguera hasta su casa”, señala Ruiz.

El equipo de Pata Pila sale a atender a las comunidades de lunes a viernes, pero al vivir en Santa Victoria Este, están siempre de guardia. “Después de cada atención hasta que llegamos a la casa y bajamos un poco las cosas, deben ser las 8 de la noche. Después de esa hora, nos vamos al hospital a ver quién está internado y qué necesitan las familias. Si es necesario, un día sábado o domingo, estamos para las urgencias”, cuenta Ruiz.

Ante la enorme falta de oportunidades, Ruiz no plantea un panorama alentador sobre el futuro de estos niños: “Si alguno logra terminar el secundario y puede hacer el curso de agente sanitario, o algún curso de enfermería, o si puede hacer el profesorado de enseñanza primaria, o para maestra jardinera, tal vez pueda ser mejor su vida. El futuro de la mayoría de los niños es juntarse, o sea, formar su pareja con 11, 12 años y empezar con su familia”, dice con resignación.

Atacar la emergencia

En la zona de Aguaray existen 26 comunidades del pueblo guaraní, chané y wichi. Los hermanos franciscanos tienen una presencia fuerte e histórica, que se profundizó durante la pandemia. La zona se caracteriza por el trabajo precarizado en la cosecha de limones o trabajos temporarios que por la pandemia todos están suspendidos.

“Hay muchas familias que están sin trabajo y no reciben subsidios del Estado. Esta realidad es la que nos toca acompañar con los comedores, merenderos, módulos de mercaderías, medicamentos y a la vez, proponer para muchos distintos proyectos productivos que los hace sentir bien, encontrar sentido y que pueden hacer algo por su familia o comunidad”, explica Juan Ramón Velázquez, un fraile franciscano que nos mostró la realidad de Tuyunti y Caraparí. Allí llevan adelante proyectos de carpintería, huertas y producción de calzado, entre otros, que mantienen a las familias a flote.

Después de que se declarara la emergencia socio sanitaria en Salta, fueron muchas más las organizaciones sociales que se asentaron en estos rincones para librar una batalla contra el abandono. Pero más allá de sus esfuerzos, no siempre esta intervención es exitosa.

“Muchas veces se desarrollan malas praxis sociales, les llamo yo, que son buenas voluntades de las organizaciones que terminan interviniendo mal en el territorio. Y, a veces, generan más conflictos de los que existían anteriormente a la necesidad, lo que se traduce en divisiones y problemas comunitarios”, dice Javier Saavedra, que trabaja dando apoyo territorial en trabajos sociales para el Ministerio de Desarrollo Social de Salta.

Los referentes de la zona explican que como la asistencia se canaliza a través de los caciques, la distribución de esos bienes y servicios es motivo de quiebres en las comunidades. Parte de los clanes familiares que integraban una comunidad, se dividen, se trasladan más al monte, más lejos de dónde antes tenían agua, de dónde tenían luz, de dónde estaba el puesto de salud o de dónde los chicos iban a la escuela. Empiezan de cero. Nombran otro cacique y esperan a que les llegue su porción de ayuda. Este proceso ha llevado a que actualmente sean más de 170 las comunidades en la zona de Santa Victoria.

“Yo pienso que uno de los primeros pasos para comenzar a entender cuál es el problema de las comunidades, es sentarse debajo del algarrobo. No entrar tanto hablando a las comunidades, sino escuchando un poquito más porque la solución se gesta directamente desde el lugar y desde las familias que integran la comunidad”, agrega Saavedra.

También es importante hacer un seguimiento y monitoreo constante de las intervenciones que se realizan, para poder medir los impactos a largo plazo. “Otra de las categorías que uso yo acá es mucho “touch and go social”, o sea, de venir, intervenir, hacer un poco de ruido, y después irse y olvidarse de la realidad de las comunidades, de cómo es la situación después de esa intervención. Y eso es algo que se deben las fundaciones, la articulación con todos los actores que están trabajando en el territorio, y con las mismas comunidades, obviamente, porque nada se baja de arriba”, dice Saavedra.

Los más urgente para estas familias es la comida, el agua potable, tener una vivienda digna y conseguir trabajo. De eso se encarga la hermana Marisa Soto, la responsable de canalizar la ayuda Cáritas y la atención de Pata Pila en la zona de Embarcación.

“El principal problema es la falta de agua para la supervivencia de las familias del pueblo y de las comunidades originarias. Eso trae problemas de higiene, de salud, de infecciones y de deshidratación. La gente no está acostumbrada a potabilizar el agua y la toman como viene. La misma agua que se usa para el consumo es la que se ocupa para lavar, para darle a los animales. Si le hace mal a los animales, imagínate a las personas”, señala Soto.

Con ella visitamos dos familias de la comunidad La Paloma, en Hickman, atravesada por la falta de agua. Desde hace unos meses se cortó el suministro y los chicos no están asistiendo a la escuela.

“Este problema ya viene desde hace bastante tiempo. El pueblo está cansado de esperar. Se han unido el pueblo criollo y el wichi para pedir un pozo nuevo. Hace un tiempo cortaron la ruta y el gobierno hizo una gestión para traer unas bombas y ahora dicen que en 30 días van a tener agua pero nunca termina llegando”, agrega Soto.

Llueve y el frío penetra en la piel y se mete por cualquier hendija. Gabriela Aparicio y Miguel Monte nos reciben en su casa al lado del fuego. Alrededor de unos pocos troncos prendidos se encuentran cinco de sus siete hijos y seis perros que se pelean por estar más cerca de las brasas. Los dos más chicos, Miguela y Erilberto, tienen desnutrición y sos atendidos por Pata Pila.

“Cuando llueve se complica prender el fuego porque se moja la leña. Necesitamos ropa de abrigo para las chicos”, dice Gabriela, que cobra la AUH por cinco de sus hijos. La pensión de 7 hijos no la hizo todavía. Cuando tenía 5 años se cayó, le entró una basurita en el ojo y de a poco lo fue perdiendo. “Veo poco de ese ojo y me molesta”, cuenta.

Dos suris (avestruces) hacen las veces de mascota de los chicos. Como son una pareja joven, esperan que algún día pongan huevos y poder comerlos. También tienen pollitos y gallos. La casa que tienen es de adobe y el techo está hecho con un silobolsa para frenar el agua que igual gotea. Uno de los chicos se pone a hacer pulseras y las mujeres desayunan mate cocido con pan.

“Ellos no están dentro de un sistema porque no tienen identidad y no pueden acceder a un beneficio. Los chicos no pueden asistir a la escuela por la falta de calzado o ropa. Si un niño no está bien alimentado en su cerebro no puede responder bien ni siquiera jugar. En enfermería los llamamos niños deprimidos y después no puede rendir o responder como un niño normal”, explica Soto.

Miguel no tiene trabajo. A veces hace cortes de madera que le pagan con mercadería. Ya ni hacen artesanías porque no tienen tiempo de buscar el chaguar y les pagan muy poco. “Si tuviera mejores herramientas, quizás podría hacer cosas más valiosas para vender”, dice con esperanza.

Chicos que tiritan de frío

La situación es dramática. Los chicos tiritan de frío. Falta el calor de hogar. “Para mí un hogar es un lugar en donde la familia pueda estar resguarda y protegida. Y hoy estuvimos en lugares que no son hogares, son lugares con plásticos y palos en donde se trata salir de la intemperie en la que están. Los que pueden, se hacen una casa con barro pero que con la lluvia se lava y se desarma. Esto es vivir el día a día, con las necesidades que son muchas y en una pobreza extrema”, dice Soto con pesar.

El recorrido nos lleva a lo de Alberto Barrios, que gracias a la ayuda de Cáritas hoy vive con su mujer y sus tres hijos en una casa prefabricada de madera. Antes lo hacían en una casilla de palos de madera y plásticos.

“A Cáritas la verdad que le tenemos que agradecer un montón porque siempre nos están ayudando. Se ponen en el lugar de ese hermano que está necesitando agua, alimentos o ropa. Además de la casa de Alberto, nos prometieron otra para una familia de muy escasos recursos de Dragones. Nos ayuda con los comedores, con los merenderos, la mercadería y ropa. Podemos contener estas familias gracias a una cadena de muchos corazones”, dice Soto agradecida.

La hija más chica, Albertina, se levanta con tos y tiene los pies mojados. Por su cuadro de desnutrición, es atendida por el equipo de Pata Pila. Su papá le da una vainilla para calmar el hambre. Mira sin entender nuestra presencia. No se ríe.

Quizás no comen nada en el día. Los papás viven de changas, que a veces ni siquiera les alcanza para comprar carne o verduras. Alberto se pone a preparar un guiso con arroz, papa y cebolla. “Una comida de una familia wichi no tiene los nutrientes necesarios para aportar un complemento vitamínico. Tienen papa, sal y cebolla y todo se repite. Y eso no alimenta. Es triste ver que las mujeres no tienen fuerza para levantarse”, dice Soto.

Malvina Barrios, la hija mayor, tiene 18 años y dos hijos. Se acerca con su bebé en brazos y le muestra a Soto unas ronchas que tiene en la cara. “Estas son infecciones por la falta de saneamiento ambiental. Esto sucede porque están en contacto con animales. Conviven y habitan los animales con la familia y los bebés, cerca del fuego. Y eso va generando otras enfermedades”, dice.

Para Soto, la educación es la única manera de que estos chicos tengan igualdad de derecho para llegar a ser profesionales y así atender a sus propias comunidades.

Para eso es necesario una escuela que no solo sea bilingüe sino que también abrace su cultura. “Hay que seguir avanzando con el tema de la educación intercultural, que los chicos que acceden al sistema educativo no terminen desertando a los 12 años, porque son contenidos que no los ven compatibles con su realidad. Dejan la escuela y dejan todo ese círculo de contención que se genera en las escuelas de alerta temprana”, se lamenta Saavedra.

Micaela Urdinez
LA NACION

 

 

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