Hace un mes que estoy fuera de mi casa y la gente me reconoce más de lo que yo pensaba. A los que no me reconocen, el resto les cuentan quién soy y me saludan.
Por: Baby Etchecopar
Les importo y me preguntan por mi país, se sorprenden, me dicen “cómo hacés”. Me preguntan por la corrupción, que no entienden, y preguntan si es verdad que a la Policía se les pega y si los ladrones son impunes. Pierdo mis vacaciones explicando por qué vuelvo.
Como si fuese un náufrago del Titanic, me tiran la mano y me dicen “venite, acá se puede”. Pero como en esos incendios que te quedó la familia adentro, les querés decir lo que ellos no entienden: tengo que volver, no los puedo abandonar.
“Pero, Baby. Con lo que vos hiciste acá te acomodas. Tenés seguridad, todos te respetan. Baby, la Argentina está terminada”, insisten. Yo respondo como debe responder usted cuando viaja y con lágrimas en los ojos, como un pibe que se porta mal y lo reprenden: “Sí, sí. Yo sé que es terrible. Todo lo que ustedes me cuentan yo ya lo sé. De hecho, ustedes viven acá y los veo bárbaro”.
Los amigos se trasladaron a las ciudades tranquilas de países con Estados prolijos, los hijos estudian en colegios que le corresponden, que son premium porque así debe ser por sus impuestos. Todos respetan esas instituciones porque no se les ocurriría faltarle el respeto a nadie, pero yo me pongo la escafandra celeste y blanca, esa que no te deja respirar, esa que te agobia y les vuelvo a hablar de lo lindo del país que no explotamos y me repiten: “Ya no hay nada para explorar”. Empanando el vidrio de la escafandra para no ver les digo: “Puede ser, pero tengo que volver, todavía me queda una esperanza”.
Me voy caminando y pensando por qué me tengo que pasar las vacaciones justificando a los que nos destruyen el país y sintiéndome un boludo. Teniéndolo todo para vivir mejor, vuelvo al barro a escuchar a Roberto Baradel, Hugo Moyano, Kirchner, apellidos nublados y vetustos que me tapan el sol del caribe. Camino por Collins y se me cruza la 9 de julio y vuelvo al departamento con el sabor amargo de darme cuenta que hay países mucho mejores que nosotros y nosotros pudiendo ser ellos lo destruimos y lo seguimos dejando destruir.
Tomando el vuelo que me aleja de la buena vida, de la gente tranquila, de los ciudadanos con posibilidades, aterrizo en el desastre cotidiano, en la deuda interminable, en el hambre interminable, en el incendio, donde como un bombero loco, aún me siento para rescatar a mi gente. Una vez más vuelvo pensando en la utopía que se puede y me encuentro con el típico boludo argentino que leyó esta nota y me dice: “Y si te gusta tanto, ¿por qué no te quedás en Miami?”.
Argentina: no me eches
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