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180 años de la muerte de Juan Lavalle en Jujuy: una bala misteriosa, una joven amante y la odisea para salvar su cadáver

“Sin tropas regulares, ni armas ni dinero ni nada”. Cabalgaba triste y abatido al frente a sus hombres, que no llegaban a 200.

Por: Adrián Pignatelli

Estaba enfermo de paludismo y lo atacaban vómitos de sangre que los provocaba el polvo de corteza de quina que tomaba para esa enfermedad. A pocas leguas le pisaba los talones Jacinto Andrada, al frente de la vanguardia del ejército rosista.

Juan Lavalle, general unitario, figura destacada en las guerras de la independencia, malogrado gobernador de Buenos Aires, ahora ordenaba apurar el paso hacia Jujuy.

La tradición oral asegura que lo acompañaba Damasita Boedo, una joven de 23 años de ojos azules que había abandonado el hogar federal solo para seguirlo. Era sobrina de Mariano Boedo, congresista de Tucumán y su hermano, el coronel federal José Francisco Boedo, había sido fusilado en Campo Santo por orden del propio Lavalle.

Esa misma tradición cuenta que se vestía de varón, que custodiaba la puerta de la habitación de su amado cuando descansaba y que lo asistía en sus achaques. Que en un primer momento decidió acompañar al general solo para encontrar la oportunidad de vengar la muerte de su hermano pero que terminó enamorándose de él.

Juan Lavalle, el militar unitario asesinado en Jujuy

Ese viejo granadero de San Martín que el 21 de abril de 1822 en Río Bamba lideró uno de los combates más mortíferos de caballería, llevándose por delante a la española, ahora cabalgaba derrotado.

En 1839 emprendió una cruzada libertadora contra el régimen de Juan Manuel de Rosas que él, indirectamente, había ayudado a ascender luego que fusilase a Manuel Dorrego en diciembre de 1828. Lavalle terminó siendo perseguido hacia el norte por un ejército muy superior. En septiembre de 1841 la derrota sufrida en Famaillá fue un adelanto del final.

El 7 de octubre de ese año, a la altura del río del Sauce, hizo adelantar al comandante Lacasa, su ayudante de campo, para que le comunicase al gobernador de su llegada. Pero Lacasa volvió con la novedad de que todas las autoridades y militares habían huido a Bolivia ante la proximidad de los federales.

El 8 se enteró que sus enemigos habían enviado partidas a Salta, al mando del comandante Cardozo y a Jujuy, a cuyo frente estaba el coronel Domingo Arenas. Le insistieron rumbear directamente hacia la Quebrada de Humahuaca, sin detenerse en la ciudad. Era demasiado peligroso.

En la quinta de los Tapiales de Castañeda, a escasas diez cuadras de la ciudad, quedó acampando la tropa bajo las órdenes del general Juan Esteban Pedernera. Lavalle se hizo acompañar de su secretario Félix Frías, su ayudante de campo Pedro Lacasa y de ocho hombres al mando de Celedonio Alvarez a la ciudad a buscar una casa para pasar la noche.

Eligieron la vivienda que pertenecía a Ramón Alvarado y que la alquilaba el doctor Andrés Zenarrusa, quien ya había partido al exilio. Hasta el día anterior la había ocupado Elías Bedoya. Estaba en la calle Del Comercio a media cuadra de la iglesia de San Francisco. Construida en el siglo XVII, contaba con tres patios, galerías y varias habitaciones.

La dueña de la pulpería, ubicada en la misma cuadra le dio la llave de la casa. Llegaron a las 2 de la madrugada.

Un centinela quedó en el portón de entrada. En las habitaciones del frente se alojaron Frías y Lacasa y en el patio los soldados. Luego de la sala había otra habitación, que fue la que ocupó Lavalle. Los caballos quedaron en el segundo patio.

En el amanecer del 9 de octubre, el centinela sorprendió con un “quién vive” a una partida al mando del teniente coronel Fortunato Blanco. Eran cuatro tiradores y nueve lanceros. Al escuchar los gritos, el edecán Lacasa se asomó por la ventana. El jefe federal lo intimó a rendirse.

Lacasa corrió hacia adentro gritando “¡Tiradores! ¡A las armas!”. Alertó a Lavalle de que los enemigos estaban frente a la casa. Cuando le dijeron que eran una veintena de paisanos, los tranquilizó. Mandó ensillar y se propuso abrirse paso.

Lavalle no imaginó que en la calle un piquete de soldados enemigos, pie a tierra, apuntaban hacia la puerta. Y cuando cruzaba el primer patio hacia la calle, se produjo una descarga de fusiles.

Dicen que fueron tres disparos contra la puerta, apuntando hacia la cerradura. Un proyectil que habría rebotado en el filo de la puerta o que tal vez entró por el agujero de la cerradura fue a dar a su garganta. Lavalle cayó al piso y trató de arrastrarse unos metros. Y quedó ahí.

Sus acompañantes fugaron por los fondos de la casa. Su supuesto matador, José Bracho, entró a la casa, vio el cuerpo de Lavalle pero no lo reconoció. Volvió a salir para sumarse a buscar a los soldados que acampaban en las afueras.

En el patio quedó el cuerpo del general, con su cabello rubio, rizado, barba larga y canosa. Sus ojos azules estaban abiertos.

Sus soldados se propusieron rescatar su cuerpo. Un grupo fue hasta la casa, donde muchos curiosos se habían acercado para contemplar al muerto. Le quitaron las botas, le taparon el rostro con un lienzo y lo subieron a un caballo, con la cabeza y los brazos colgando hacia un lado y las piernas al otro. Lo taparon con un poncho azul y se fueron del pueblo.

Con el resto de los soldados emprendieron el viaje hacia Humahuaca, con el propósito de que el cadáver de su jefe no cayera en manos del enemigo. Al mando iba el puntano Pedernera, quien llegaría a ser vicepresidente de Santiago Derqui. Al cadáver lo subieron al tordillo de pelea de su jefe y lo cubrieron con la bandera argentina que las damas de Montevideo habían bordado. Con esa bandera soñaba Lavalle entrar un día a Buenos Aires. Y el día 9 emprendieron la marcha.

En la tarde del día siguiente, por Tilcara, se detuvieron en Tumbaya, frente a la iglesia. Pensaron en dejarlo allí; los enemigos, que venían cerca, seguramente no se atreverían a profanar un cadáver dentro de una iglesia. El párroco José Antonio Durán y Rojas los quiso distraer para que fueran apresados y apuraron el paso.

El general Oribe mandó una partida a perseguirlos. Quería el cadáver de Lavalle para hacerse del trofeo más preciado, su cabeza.

El 11 llegaron a Humahuaca y enfrentaron a una partida federal. En Volcán, a unos cuarenta kilómetros de la ciudad de Jujuy, el cadáver estaba en avanzado estado de descomposición.

Se propuso llevar solamente la cabeza, y uno de los integrantes de la partida, el coronel Alejandro Danel dijo que él lo descarnaría. Danel era un francés que había perdido un ojo -se lo conocía como “el tuerto”- y además de militar había estudiado medicina en su país. Llegó al Río de la Plata en la campaña de reclutamiento que hizo Bernardino Rivadavia para incorporar a oficiales europeos experimentados al ejército.

En un rancho ocupado por la familia Salas pidió un cuero y salmuera, y solo con su cuchillo emprendió la tarea. Fue a orillas del arroyo Huancalera y mientras separaba carne y vísceras, el cabo Segundo Luna lavaba los huesos que acomodó en una caja con arena fina. Pedernera conservó la bala que le provocó la muerte. La cabeza fue envuelta en un pañuelo blanco y su corazón fue puesto en un frasco con aguardiente. Los restos fueron envueltos en el cuero y los sepultaron cerca de la capilla. El 16 pasaron por La Quiaca y el 17 cruzaron la frontera.

Ese día Lavalle hubiese cumplido 44 años

El 23 la urna con sus huesos, la cabeza y el corazón fueron sepultados en la catedral de Potosí. En 1842 los emigrados intentaron llevarlos a Montevideo, pero los fondos solo alcanzaron para transportarlo a Valparaíso. En 1861 fueron llevados a Buenos Aires.

Un mes después de su muerte, la noticia se supo en Buenos Aires y Rosas dispuso salvas de cañones disparados desde el Fuerte, repique de campanas de las iglesias y muchos vivas a la santa federación.

El soldado José Bracho, el que dijo que lo había matado, tuvo su premio. Era un pardo soltero que vivía en Buenos Aires, en el barrio de La Piedad. El 13 de noviembre de 1842 Rosas lo declaró benemérito de la Patria en grado heroico, teniente de caballería de línea, con goce de 300 pesos mensuales y 3 leguas cuadradas de terreno, 600 cabezas de ganado vacuno y 1000 lanares. Rosas dispuso que el arma que usó fuera al museo de la ciudad, y no se sabe qué pasó con ella.

Dicen que Damasita Boedo no pudo o no quiso regresar a su hogar. Vivió en distintas ciudades de Bolivia, Perú y Ecuador y cuando conoció a Guillermo Billinghurst, ministro peruano, fueron a vivir juntos a Chile. Finalmente regresó a Salta donde falleció el 5 de septiembre de 1880. Se fue con su historia de misterios, que comenzó cuando una bala -vaya uno a saber cómo- atravesó una puerta y mató a un general enfermo, triste y derrotado.

Fuentes: Juan Lavalle. Un guerrero en tiempos de revolución y dictadura, de Patricia Pasquali; Historia de la Confederación Argentina, de Adolfo Saldías; Historia de la Nación Argentina, de Ricardo Levene.

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