El contacto físico cumple una función terapéutica por los beneficios que aporta; para los que les cuesta estrechar entre brazos a familiares y amigos, esta Navidad es un buen momento para comenzar
Por: Agustina Lanusse
Hay abrazos que curan heridas, hay otros que calman; están los que celebran el amor y los que perdonan. Hay abrazos de bienvenida y de despedida, hay abrazos justos y otros invasivos. Hay tantos tipos de abrazos que damos, recibimos u omitimos y que a veces pasan desapercibidos en el trajín de la vida, pero que tienen un efecto poderoso.
Ezequiel Franco (59) fue testigo de la mejoría física de su padre Alberto (86) a quien, desde hace dos años decidió abrazar. “Me crié en un ambiente rígido y exigente. No recuerdo de niño ninguna manifestación física por parte de papá, por eso me costó comenzar a besarlo. Pero transitando este último tramo de su vida, me obligué a cambiar. Nunca es tarde, desde hacía años tenía el deseo de decirle te quiero con mis brazos y manos. Y un buen día, como quien se arroja a la pileta de agua fría, me la jugué. Fue mágico”, cuenta.
Él se aflojó, se mostró más feliz y sonriente y su enfermedad muscular, que venía avanzando, remitió levemente. En lo que fue el primer abrazo, Ezequiel tuvo temor de que Alberto lo rechazara. Pero ocurrió lo contrario. Y en los sucesivos encuentros entre padre e hijo nació una calidez desconocida, un tono afable y dulce en la comunicación y ese contacto piel con piel que ablandó sus corazones endurecidos.
“Antes me costaba ir a visitarlo. Hoy, en cambio disfruto de buscarlo cada viernes para salir a almorzar. Él espera con ansias la cita. Nos abrazamos al recibirnos y al despedirnos. Y este ritual nos hace bien. Incluso este acto me impulsó a animarme a abrazar a mis adolescentes que aún me observan sorprendidos”, concluye Ezequiel.
El sistema de salud del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (México), que proporciona servicios clínicos y de investigación, refiere a los abrazos como prácticas terapéuticas de curación y bienestar. Médicos y educadores explican que, cuando recibimos un abrazo, nuestra piel envía señales a la parte del cerebro encargada de procesar las emociones liberando hormonas (endorfinas) que ayudan a combatir el estrés .
Sostienen también que, con estas prácticas es frecuente que la presión arterial disminuya y, por lo tanto, merme el riesgo de enfermedades cardíacas. Esto se debe a su efecto relajante al producir oxitocina, la “hormona del amor” que genera tranquilidad. Asimismo, colaboran en regular el sueño ya que reducen los niveles de cortisol en sangre aumentando la melatonina. Y algo no menor: en personas con enfermedades crónicas, el contacto físico que se da a través del tacto, puede incluso colaborar a reducir el dolor e incrementar su calidad de vida, fortaleciendo su sistema inmune.
La historia de separación y posterior reconciliación de Osvaldo y Beatriz fue marcada por el abrazo. Separados durante siete años, en un determinado momento, casi de manera fortuita, decidieron participar de un retiro. “Mi resistencia era total. No creía en nada”, dice este hombre rondando los 50. Pero ni bien comenzó la jornada de trabajo nos propusieron escuchar al otro sin interrumpir ni opinar.
En ese marco de silencio y respeto pude ver y entender lo que nos había sucedido. Y descubrí en mí el anhelo aún vivo (aunque dormido) de reencontrarme con Beatriz desde otro lugar. Enseguida brotaron las lágrimas a borbotones y nos dimos un abrazo eterno que lo dijo todo. Me agarré de esa vivencia y no quise soltarla más”, cuenta Osvaldo.
Lentamente juntos recorrieron un proceso arduo, de reconciliación entre ellos, pero también con sus propias historias pasadas. Beatriz, la niña mimada que había recibido mucha atención, pero “incapacitada de amar profundamente” y Osvaldo el hijo disruptivo de una familia numerosa, a quien nadie había abrazado y por tanto ajeno a ese lenguaje.
Ella cuenta que tuvo un gran despertar cuando pudo entender que la frialdad o distancia de su esposo no era algo “que me hacía a mí”, sino que actuaba inconscientemente desde su herida. “Abrazar su dolor y ayudarlo a procesarlo nos reconectó”, explica. Confiesa que, lo que más extrañó en los años de distancia fue el abrazo de las buenas noches. “Mi cuerpo me lo pedía”.
A Osvaldo le sigue doliendo no haber podido abrazar suficientemente a sus cuatro hijos en ese tiempo de separación. Por eso se emociona con cada abrazo que surge de manera espontánea hoy entre los seis. “Nunca me voy a olvidar el día en que él se mudó nuevamente a casa. Cruzó el umbral de la puerta y corrimos los cinco a su encuentro. No paramos de llorar. Seguimos necesitando ese contacto. No existe mejor manera de sanar, de expresar el amor, el perdón, el apoyo y la contención que el abrazo”, dice Beatriz.
“Los chicos entre jóvenes y preadolescentes, me lo piden de mil maneras y es de las cosas que más disfruto de nuestra cotidianidad”, remata este padre, quien se reconoce atravesando un período de sanación que lo va suavizando y regalando plenitud.
Incentivar el encuentro
El reconocido periodista Andrés Oppenheimer estaría encantado de escuchar la historia de Ezequiel y Alberto y de Osvaldo y Beatriz. En su libro Cómo salir del pozo, donde analiza la epidemia de soledad que crece en el mundo, urge a los países a estimular el contacto físico y los espacios de encuentro cara a cara. Explica que la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha declarado este azote como prioridad mundial. Cuenta el caso de Finlandia donde se han multiplicado los espacios de contacto y encuentro en escuelas y centros cívicos con actividades recreativas (clubes de jardinería, talleres literarios, coros) fuera de hora.
“El aislamiento está matando a las personas, gatillando serios problemas cardiovasculares, deterioros cognitivos y todo tipo de adicciones. Y contrariamente a lo que se cree, son los jóvenes y no los ancianos quienes más solos se sienten”, señala Oppenheimer.
Llegar al fondo del alma
Desde la bionenergética, el psicólogo Esteban Padilla explica el efecto terapéutico de esta práctica que desbloquea sentimientos viejos guardados con candados en el fondo del alma.
“El abrazo no es cualquier encuentro. Se da desde la propia vulnerabilidad, porque el pecho, la panza y la pelvis son las zonas de mayor susceptibilidad del organismo. Es lo primero que protegemos en una situación de riesgo. Un abrazo es potente: activa lugares y sensaciones nuevas, produce un movimiento de energía, allí donde la palabra no llega. El cuerpo no miente. Un abrazo adecuado puede ser justo lo que el otro precisa sentir para que emerja –posiblemente con lágrimas– lo que estaba fuera de su conciencia”, asegura.
Padilla, director de la Escuela de Bionenergética, recalca la importancia de que esto se dé en un ámbito cuidado, para que la persona sienta confianza para abrirse. “El abrazo actúa como regulador de emociones intensas que podrían desbordarse, contiene y da un marco”.
No avasallar
Es muy frecuente que, como padres, movidos por el amor inmenso que sentimos por nuestros hijos, nos abalancemos para prodigarles un fuerte abrazo. Pero cuántas veces ellos nos rechazan con un: “No te acerques, o no me toques”. El psicólogo Esteban Padilla considera que, en la vida cotidiana como en el consultorio, es crucial no invadir y aprender a preguntar qué quiere o necesita el paciente. Y abrazar únicamente cuando haya un pedido expreso. No antes.
En su recorrido personal, recuerda emocionado que fueron los abrazos recibidos los que marcaron un antes y un después en su vida. “Están grabados en mi memoria. Cuando toqué fondo y me encontré con los dolores más hondos de mi corazón, allí estuvo mi terapeuta abrazándome. Fue entonces que pude comenzar a sanar y encontrar un modo único de expresar lo que estaba herido. Lentamente, me liberé del peso que cargaba mi cuerpo”, confiesa Padilla.
Mucho se ha hablado del acto de abrazar y ser abrazados. Pero los especialistas ponen la lupa en un gesto anterior: la necesidad de empezar por uno. Autoabrazarse, autoaceptarse y quererse como el primer paso de este eslabón amoroso.
Sostienen que, rodear nuestro propio cuerpo con ambos brazos hace que el hemisferio derecho del cerebro se una con el izquierdo logrando una sana integración del sentir y el pensar.
Padilla refiere a Gabor Maté, el médico canadiense especializado en adicciones y trauma, que no se cansa de repetir a sus pacientes que sepan que “se tienen o cuentan consigo mismos”. ¿Cómo? Abrazándose, validándose, queriéndose. Está convencido de que si nos seguimos mirando o tratando como lo hicieron quienes nos hirieron de pequeños (con falta de valía o deprecio) seguiremos perpetuando la herida. Como adultos, ya casi todo depende de cada uno.
Dolores Gutiérrez, quien acompaña psicológica y espiritualmente a moribundos, es testigo de estos ricos procesos de autorreconciliación y perdón. “Cuando una mujer o un hombre perciben que están a las puertas de la muerte, dejan caer sus corazas. No quieren perder el tiempo y, en muchos casos, comienzan a perdonar a sus padres, aceptar su pasado lo cual habilita luego poder decir ‘lo siento’ a sus familiares”.
Recuerda el caso de Ana quien pidió llamar a su hija con quien se había distanciado años atrás. Ese encuentro que terminó en llantos y abrazos y otro posterior que mantuvo con sus nietos (para expresarles el amor inmenso que no había podido trasmitirles) fueron la antesala de su adiós. Su hija y nietos la abrazaron por última vez, apoyando sus cabezas en su regazo, rodeándola con un manto de infinito amor. El vínculo quedó sellado y a los pocos días murió en paz.
“En estos 20 años de acompañamiento he podido comprobar algo maravilloso e intangible: que, al final de la vida hay mucha vida”, dice esperanzada.
Entonces manos a la obra. En esta Navidad, animémonos a abrazar soltando la razón, siguiendo la intuición y la maravillosa sabiduría que reside en nuestro cuerpo. Nunca es tarde para abrazarnos y abrazar. Sentir y dejar fluir. Sabiendo que al entregarnos recibiremos o regalaremos ese amor silencioso que va más allá de las palabras. Necesitamos de los otros, de sus brazos generosos y sus manos apacibles para caminar con confianza y en paz.
Agustina Lanusse
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