Por Héctor M. Guyot
Audacia, incompetencia, oportunismo, ausencia de escrúpulos. Todos “atributos” del kirchnerismo. Sin embargo, hay algo que es parte esencial de su ADN, algo que ha definido por encima de todo al matrimonio santacruceño, así como a sus soldados más fieles, y es el más absoluto desprecio por la verdad. No es que odien la correspondencia entre las palabras y las cosas, sino que les resulta indiferente. El kirchnerismo ha sido el despliegue persistente de una mentira. La verdad, o lo que de buena fe podamos entender de ella, queda sacrificada en el altar del poder, un bien superior. De allí que no haya conciencia ni remordimientos.
Como arma, la mentira fue el núcleo de algo mayor. Se articuló en la arquitectura de un relato que los Kirchner construyeron trayendo al presente el eco de divisiones que signan nuestra historia. Resultó persuasivo. La sociedad argentina vivió perdida en esa dimensión ilusoria durante demasiado tiempo. Mientras, la realidad seguía su curso: por detrás de la excitación de la revolución nac&pop, se producía la gradual destrucción del país productivo y su reemplazo por la Argentina de la pobreza y los planes, de la inseguridad y el narco, de la corrupción institucionalizada a gran escala. Hoy, mientras el peronismo kirchnerista entra en etapa de descomposición, la realidad se rebela contra la mentira y prevalece. De un modo doloroso. Esta semana le tocó comprobarlo a Sergio Berni, ministro de Seguridad bonaerense.
“Esto pasó porque nos mintió en la cara”, dijo Marcelo, un chofer de la línea 218 que no estuvo entre aquellos que el lunes agredieron a Berni, sino entre lo que intentaron protegerlo de la golpiza. El del ministro de Seguridad de la provincia es otro relato que cae por el peso de la realidad. El marketing vacío de un Berni hiperactivo que acude como un Rambo allí donde se produce el delito o la necesidad se reveló, ante los ojos de los choferes mortificados por el asesinato de uno de ellos, como la parodia que siempre fue. En esas circunstancias dramáticas, los colectiveros sintieron las mentiras del ministro como una humillación, una más de las muchas que vienen soportando en silencio.
«La triste golpiza que los choferes le propinaron a Berni representa también una reacción contra la locura a la que un gobierno alienado pretende empujar a la sociedad»
Toda agresión es repudiable, pero la del lunes fue, también, una descarga de impotencia y angustia por la pérdida de sentido. De qué vale el sacrificio cotidiano del trabajo, el esfuerzo por progresar y llevar adelante una familia, si la bala de quien ya no tiene nada que perder puede acabar con tu vida en cualquier momento, como le ocurrió a Daniel Barrientos. Con su irrupción espectacular en la protesta de los choferes, Berni quiso tapar la ausencia del Estado que representa. Inútil, porque la orfandad de los colectiveros, que es la de la mayoría de los argentinos, se asienta en hechos concretos que refutan las mentiras del poder. Pero Berni cree más en su teatro que en los datos de la realidad. La triste golpiza que recibió representa también una reacción contra la locura a la que un gobierno alienado pretende empujar a la sociedad. El kirchnerismo, en su extravío, te quiere enloquecer también. De eso depende su supervivencia.
Más vale preservar la cordura y observar cómo esa alienación no solo los divorcia de la realidad, sino también de una sociedad exhausta. El estado ruinoso del país y el daño social que han provocado derivan en buena parte de esa capacidad de negación, que no hace más que pronunciarse a medida que el Gobierno se desinfla y el peronismo se desintegra. Llevada al extremo, los acerca al delirio. Tanto Berni como el gobernador Axel Kicillof y Cristina Kirchner, una vicepresidenta fantasmal, han descargado afuera la responsabilidad de lo ocurrido en La Matanza, cosa que no sorprende. Pero además han sugerido que todo respondió a un plan perverso de dirigentes de la oposición. La conspiración, base del relato. Siempre.
“No sé si nos tiraron un muerto”, dijo Berni, una frase que pinta su sensibilidad. Luego acusó a la Policía de la Ciudad de haberlo retirado del lugar contra su voluntad, cuando en verdad fue rescatado de los pelos en momentos en que la paliza podía haberse salido de madre con consecuencias muy graves. El ego del ministro es reflejo del de su jefa, quien en lugar de condolerse por la muerte de Barrientos a manos del delito prefirió victimizarse una vez más, comparando el asesinato atroz del chofer con el atentado fallido que ella sufrió.
Ya no alcanza con demonizar al otro y no conocen otro recurso. Son cada vez menos los que viven en el sueño del relato. ¿Supone esto un despertar a la realidad? No necesariamente. Porque lo que no parece decrecer es el sustrato del odio que el kirchnerismo supo alentar y capitalizar para consolidar su poder. Aquel resentimiento ciego, un destilado de la crisis de 2001 con raíces más profundas, nos trajo hasta aquí. ¿Reincidirá en ellos la sociedad argentina? ¿Volverá a comprar el discurso de megalómanos que apelan a las emociones más bajas? Como en cada individuo, en la sociedad también pugnan, en equilibrio fluctuante, las fuerzas constructivas y las destructivas. Hoy el país necesita que prevalezcan las primeras.
Héctor M. Guyot