El llanto del Presidente y los ruegos de los intendentes ante el avance del coronavirus. Cómo se preparan los dirigentes y funcionarios para afrontar lo peor.
Por Nicolás Wiñazki
De golpe, en uno de los salones de reunión más grandes de la Quinta de Olivos, que estaba lleno, todos callaron. El Presidente de la República se había puesto a llorar. Pocas lágrimas, pero lágrimas al fin. Un Presidente no suele sensibilizarse así delante de una decena de invitados a su residencia y lugar de trabajo. La crisis del coronavirus hizo entrar a los políticos argentinos en estado de shock. El 30 de marzo, Fernández encabezó un encuentro junto a las instituciones que crearon la red social «Seamos Uno». Es un plan para repartir alimentos en barrios carenciados.
El Presidente escuchó con atención los detalles de esa organización, integrada, entre otros organismos, por la AMIA; Cáritas Argentina; la Alianza Cristiana de Iglesias Argentinas; la Compañía de Jesús; la ONG Banco de Alimentos; el Consejo de Pastores de la Capital Federal; y el Centro de Investigación y Acción Social, controlado por un cura jesuita, Rodrigo Zarázaga. Fernández les agradeció. Y fue sorprendido por uno de los pastores evangélicos. Palabras más, palabras menos, le dijo esto: «Presidente, gracias por el rol que tiene en este momento tan difícil para el país. Sabemos que tiene muchos peso sobre sus hombros. Todos rezamos por usted…» Fernández respondió con un sollozo. Breve, pero impactante.
Lo acompañaban algunos de sus funcionarios de mayor confianza, como el Secretario General de la Presidencia, Julio Vitobello; el secretario de Culto, Guillermo Olivieri; y el vocero de la Casa Rosada, Juan Pablo Biondi. El lagrimeo presidencial fue inesperado. Otro hombre de fe propuso entonces un rezo conjunto. Todos elevaron una plegaria de acuerdo a sus creencias diferentes.
La escena fue confirmada a Clarín por fuentes oficiales fidedignas, coincidentes con el relato de otras personas que conocen lo que pasó en ese encuentro con final extraordinario. Buena parte de los hombres y mujeres del poder de la Argentina están hoy bajo conmoción por la expansión del Covid-19. Son personas con experiencia en mil batallas políticas, habituados a enfrentar o generar complots a favor y en contra suyo; a hablar de igual a igual, y hasta con minutos de diferencia, con empresarios influyentes y millonarios pasando por concejales de pueblos del interior, barras bravas, o punteros de barrios pesados donde manejan sus territorios. Conocen las trampas y conflictos que pueden atormentarlos por exponerse desde un puesto público a la sociedad, al periodismo, a jueces y fiscales.
No se puede generalizar, pero de acuerdo a un relevamiento que creció por la inercia habitual del trato periodístico con las fuentes, Clarín detectó que el coronavirus trastocó la vida de los dirigentes que caminan por alfombras del poder y por las veredas y el barro de las calles de sus distritos.El desconcierto entre ellos es total. El miedo desde el punto de vista, incluso, personal.
La política suele generar la sensación en la opinión pública de que conoce y puede manejar el futuro. El Covid-19 les hizo temblar el piso a todos ellos. Algunos trabajan con buenas intenciones. Otros, no. La peste, invisible, que puede incluso afectarlos a ellos, los acecha y los transformó.
El sindicalista gastronómico Luis Barrionuevo, un hombre que no le tiene miedo a nada, siente algo parecido a la melancolía.
Consultado para esta nota, confesó que jamás imaginó lo que está viviendo. Es un señor que parecía imposible de sorprender con alguna novedad de la coyuntura. «Jamás en mi vida pensé que iba a tener que quedarme encerrado en mi casa por culpa de un bicho», dice, con su habitual facilidad para comunicar. Y agrega: «Yo me escapé hasta de la Colimba. Lástima que los milicos me agarraron. Me hicieron dormir en un pozo cavado en la tierra en el que entraba parado». El gremialista tiene ganas de calle: «Extraño la marañá del trabajo. Verme con dirigentes, empresarios, muchachos de la CGT. Yo arranco a las ocho de la mañana y hasta las diez de la noche no paro».
Una coincidencia entre la dirigencia, transversal a los partidos, es que antes del coronavirus el tema de sus charlas se centraba en gestiones públicas, la rosca terrenal y subterránea de la política, en estrategias para ganar elecciones. La dirigencia nacional, siempre sin generalizar, está acostumbrada también a vivir actos multitudinarios, marchas, y combates.
Ahora casi todos ellos estudiaron los efectos de un virus que cambió al planeta. Conocen de logística sanitaria y ya no delegan los problemas a sus funcionarios de esas áreas. Son ellos los que manejan la compra de respiradores, o tests de prueba para detectar el Covid-19.
El ingenio, como siempre, es una característica notable de la dirigencia argentina.
El intendente de Hurlingham, el cada vez más influyente Juanchi Zabaleta, buscaba cómo instalar más camas en su municipio para cuidar a potenciales enfermos de coronavirus cuando tuvo una idea que extendió al resto de sus colegas del conurbano bonaerense: «Acá en Hurlingham no hay hotelería. Pero sí hay albergues transitorios. Les pedí que nos cedan sus habitaciones para instalar las camas que necesitamos para evitar lo máximo posible al peor escenario».
Los «telos» del conurbano, al menos buena parte de ellos, modificaron sus «suites» diseñadas para el cariño pasajero. Hoy son casi hospitales de campaña.
El gobernador de Jujuy, Gerardo Morales, se asombra cada día con lo que pasa en el mundo con el coronavirus: «Aprendí que este bicho, además de matarnos, nos interpela como sociedad global. Debemos actuar todos como si fuéramos uno solo. Me sorprende cómo golpea al corazón del capitalismo». Y cierra: «Nunca en mi vida política imaginé vivir un momento histórico de tragedia, reflexión y enseñanza a la vez».
Uno de los hombres más poderosos del oficialismo, pidió hablar sin ser identificado: «Viví desde el Estado la crisis de Lehman Brothers (la quiebra más grande de la historia de esa empresa financiera), y también la anterior pandemia que llegó al país, la de la Gripe A, en el 2009. Nada se compara con esto: estamos por entrar en la Segunda Guerra Mundial». El dirigente revela que está «angustiado», y que lo invade la extraña sensación del miedo cuando vuelve a su casa: «Están mis hijos. Antes de entrar me saco la ropa y me baño».
El vicejefe porteño y ministro de Seguridad, Diego Santilli, militante del PJ durante toda su vida, ahora referente del PRO, es otro al que invadió el llanto en medio de esta crisis. Desde que recorre su distrito visitando hospitales y lugares de contagio crítico del coronavirus, se instaló en una casa distinta en la que vivía con su familia antes del Covid-19. Teme contagiarse el virus y transmitírselo, primero, a los que más quiere. Hace pocos días cumplió años: «Lloré cuando vi a mis hijos por video en el celular. No voy con ellos desde antes de que empezara el aislamiento obligatorio».
El intendente del partido bonaerense de Tres de Febrero, Diego Valenzuela (Cambiemos), pasa todo el día trabajando sobre la hipótesis de un gran brote de coronavirus que podría afectar su localidad. Tomó los mimos recaudos y obligaciones de sus colegas. Admite que hizo cosas inimaginables: «Nunca pensé que iba a tener que salir con un altavoz en mi vehículo para pedirle a la gente que cumpla con la cuarentena. Me daba impotencia ver que había gente en el espacio público». Dice que esta crisis lo convenció «de que los gobiernos locales somos los que podemos llegar más rápido con las soluciones: organizar colas en los bancos, vacunación…».
Los jefes políticos de un país entero están dando una señal dramática a la sociedad. Todos trabajan como si el futuro de la pandemia en el país será de dimensiones dramáticas.
Su vida, la vida habitual, cambió.