Setenta años después de su muerte, ¿vale la pena seguir peleando por Eva Perón? En teoría no, en la práctica sí.
Por: Loris Zanatta
Es inevitable mientras se la sacralice en lugar de humanizarla, se la deifique en lugar de estudiarla; mientras una de las partes pretenda imponerla a la otra como símbolo desde lo alto de los edificios públicos. En tanto el peronismo la reivindique toda entera, sin quizás ni peros, el no peronismo dudará de su lealtad democrática. Porque Eva, inútil dar rodeos, siempre tuvo el mayor desprecio por la democracia. Y para una democracia es problemático acoger en su panteón a una figura antidemocrática.
¡En Italia todavía nos levantamos si un pequeño ayuntamiento nombra una calle con una figura con olor a fascismo! Tanto los partidos que se refirieron al fascismo como los herederos del glorioso Partido Comunista, tan diferentes entre sí, han hecho dolorosas cuentas con el pasado, separando lo que es compatible con la democracia de lo que no lo es. El peronismo no, se cree perfecto como es, piensa que tiene un pedigrí democrático impecable. Ni siquiera a sus aspirantes a “renovadores” se les pasa por la cabeza una reflexión crítica sobre Eva Perón. ¡Fue tan popular!, se indignan. ¡Si supieran lo popular que fue Mussolini! ¡Y Togliatti! No hay vacas sagradas en la historia, solo simples mortales. Negarlo nos obliga a vivir sin historia, es decir, a repetirla siempre igual. ¿Será esto lo que le pasa a la Argentina?
Así parece, a juzgar por los recientes ditirambos en memoria de Eva. A costa de ser un aguafiestas, daré entonces mi opinión. Creo que en Eva y en el evitismo están las raíces culturales más profundas de la decadencia argentina. Incluso más que en Perón. Y que celebrar las causas de la decadencia es la forma más extrema de la decadencia misma. Me explico. Mientras que el peronismo de Perón, aunque autoritario desde su origen, es lo suficientemente “político” como para adaptarse a los cambios de la historia, para vestir con porte precario el vestido democrático, el peronismo de Eva no. El peronismo de Eva es mesiánico y “antipolítico”, intolerante con los obstáculos que la historia le pone a su plan de “salvación”. Por eso, si el peronismo de Perón produce especies híbridas, cinismo menemista, gatopardismo duhaldista, “nadismo” massista, el peronismo de Eva produce milenarismo montonero o kirchnerista. ¿Alguien recuerda el elogio evitista del fanatismo? ¿La promesa de no dejar en pie “ni siquiera un ladrillo” que no sea peronista? Por eso es causa de decadencia política: porque su mística lo empuja a buscar el monopolio del poder, a traducir la política en una guerra civil simulada.
Lo que a menudo se pasa por alto, sin embargo, es que en el evitismo se encuentran también las raíces del declive económico. El peronismo, se dice, fue un “partido del trabajo” ajeno a los arquetipos pauperistas en boga hoy. Es falso. El evitismo también era peronismo, pero de esos arquetipos estaba imbuido. Desde entonces ha marcado la mentalidad económica “nacional popular”. Para Eva, la Argentina era una “tierra prometida” que por mandato de Dios, Perón le había dado al “pueblo”, un pueblo “humilde” para el que la pobreza era un título y la riqueza un estigma, redimido a través de “la “justicia que imponemos”. Paternalismo, providencialismo, pobrismo, toda la parafernalia bíblica, interpretada literalmente, nutrió la economía evitista. Hasta el “martirio”: ¿no murió, dice el epitafio, por haber “amado tanto a los pobres” que se “olvidó de sí misma”? Poblado por militantes católicos y religiosos nacionalistas, el peronismo de Eva dividía al mundo en “ricos” malvados y “pobres” bienaventurados. Un diplomático la retó por eso: “no todos los ricos son tan malos, le dijo, por ejemplo usted es una rica buena”.
Dadas estas premisas, no hay que extrañarse de que “la economía evitista” sea la antesala de la “fábrica de pobres” de nuestros días. Monseñor Franceschi lo notó ya en su momento: el “gusto de ser bueno para con los pobres” le parecía más funcional a Eva que a ellos. El primer rasgo económico del evitismo es el anticapitalismo. El capitalismo es “materialista”, “explotador”, “yanqui”. No es un fenómeno complejo con el que medirse tratando de aprovecharlo, sino un abuso racionalista que separa la economía de la ética. Por lo tanto, inadecuado para la pureza cristiana del pueblo argentino, le decía el padre Benítez, jesuita y evitista. El segundo rasgo es la imprevisión. Como si remediara la escasez multiplicando los panes, así Eva administraba sus bienes. Bienes exterminados, impermeables a la recesión y a la rendición de cuentas. Confiada en la Providencia, nunca se preocupó por la racionalidad y sostenibilidad de los gastos. Lo que importaba era “hacer el bien”, sin preguntarse si el “bien” de hoy provocaba el “mal” de mañana. Y para “hacer el bien” había que gastar lo que había o lo que no había, quitárselo a quien lo tenía. Traducido: despilfarrar, extorsionar, expropiar, gravar con impuestos, imprimir dinero. ¿Competitividad, productividad, ahorro, inversión, disciplina fiscal, inflación? Dios proveerá.
El tercer rasgo del evitismo económico es el carnavalesco. Las obras sociales peronistas tenían que ser “lujosas”. ¿Por qué ahorrar gastos, limar presupuestos, ahorrar materiales? Los pobres, decía Eva, tenían que “vivir como ricos”. Excelente. Sin embargo había un pero. Su ideal no era el “pobre” que, emancipado de la pobreza, disfrutaba de su proyecto de vida. ¿Y si se corrompía? La “moralidad” ante todo. Sobre ella velaba el peronismo: como eterno menor, el “pobre” al que le concedía un día de rico tenía que quedarle agradecido de por vida, estaba en libertad condicional. Lo que Eva ofrecía a los “pobres” era compensación moral, reconocimiento social, venganza simbólica contra los “ricos”. Como en un carnaval, la breve pero festiva inversión de los roles sociales se sazonaba con jolgorio y libaciones, con un generoso derroche de recursos públicos. Mientras los “pobres” siguieran siendo “pueblo”, y las ovejas no abandonaran el rebaño.
En conclusión: nada en la mentalidad económica evitista promueve la autonomía personal, la movilidad social, la iniciativa individual, todo fomenta la dependencia, el oportunismo, el clientelismo; nada es orientado a crecer y producir, todo a “ayudar” y distribuir. Nada más lejos de una “cultura del trabajo”. Ironía involuntaria o ley del contrapaso, el rostro de Eva en los billetes de 100 pesos es la mejor metáfora de su herencia económica: el tiempo se llevó todo su valor.
Loris Zanatta