Política

Francisco: El Papa de la gran desilusión argentina

No ha visitado el país, ni muestra señales de querer volver. Y alimenta la polémica cuando se muestra comprensivo con Vladimir Putin o con Raúl Castro.
Por: Fernando González

Como a muchos argentinos, fuéramos católicos o no, me derrotó la emoción aquel 13 de marzo de 2013. Los televisores estaban todos encendidos en la redacción del diario El Cronista (donde trabajaba) y los periodistas pudimos ver y escuchar como un viejo obispo pronunciaba en latín el nombre de Jorge Bergoglio. Al principio no se entendió muy bien. Pero, tras la duda inicial, se escuchó el griterío por la noticia: era la primera vez. Sucedía el milagro de un Papa argentino.

Cerré los ojos y, como suele suceder en esos casos, traté de imaginar alguna escena del futuro. Pensé de inmediato en una fotografía. Cristina Kirchner, por entonces la Presidenta del país adolescente. Mauricio Macri, Daniel Scioli y Sergio Massa, los tres dirigentes que ya se perfilaban para disputar la presidencia dos años después. Y en medio de ellos, sonriendo como sonreía entonces desde el balcón del Vaticano, Bergoglio. O el Papa Francisco, como se empezaba a llamar para todo el planeta.

Tal vez hasta haya derramado alguna lágrima. Ya han pasado nueve años. Pero aquella sensación del Papa argentino entre los dirigentes más importantes del país que nunca puede superar la grieta de sus enfrentamientos me llenaba el pecho de optimismo. Sentí eso que las religiones llaman una epifanía. Una especie de ensoñación que me impidió sospechar lo que luego sobrevendría. Esa foto jamás se convertiría en realidad. Todo lo contrario. Francisco participó (y participa) activamente de las batallas rancias que dominan la política argentina y se transformó en otra de las decepciones de una tierra caprichosa.

Durante un tiempo, muchos pensamos sin embargo que el fracaso argentino del Papa Francisco era culpa exclusiva de nuestros dirigentes. O aún peor, de todos los argentinos, que no sabíamos valorar la oportunidad inmensa de tener a un compatriota al frente del conglomerado espiritual más influyente del planeta. Pero las evidencias comenzaron a acumularse y pronto quedó en claro que Bergoglio no era una excepción a la deriva argentina. Allí está el Papa consolidándose como un líder religioso que desconcierta al mundo entero. Muy argentino.

Las más recientes de sus muchas declaraciones polémicas lo dicen todo. No es que Francisco lo hizo arrinconado por el apuro, ni por las preguntas capciosas de los periodistas. Esta semana habló con dos reporteras del canal de streaming del grupo mexicano Univisión Televisa. Allí se despachó con una definición que recorrió velozmente el planeta. “Lo confieso, con Raúl Castro tengo una relación humana”.

Llama la atención que un obispo culto y conocedor de la gramática como Francisco haya utilizado el término “lo confieso” antes de definir su buena relación con Raúl Castro. Es un verbo al que solo se echa mano cuando se trata de un pecado o de un delito.

El Papa sabrá porqué lo dijo. El pecado en todo caso sería no haber dedicado una sola crítica a la dictadura que lleva 64 años cercenando las libertades de los cubanos, encarcelándolos por manifestarse y sometiéndolos a un régimen de hambre y derrumbe económico. Bergoglio prefiere concentrarse en la relación humana con Raúl, el hermano decadente de Fidel.

El Papa le echó la culpa al periodismo “ideologizado” por llamarlo “comunista”, una caracterización equivocada para quien conozca en profundidad la trayectoria completa de Bergoglio. Claro que hubo otras declaraciones de Francisco, vertidas hace tres semanas, y mucho más incómodas que su vínculo humano con el dictador Castro.

Esta vez, había hablado también en un contexto de comodidad con representantes de revistas culturales y religiosas. Allí, en Roma y con tiempo para pensar, meditar y para corregirse, se refirió a la invasión rusa que transita sangrienta su quinto mes en el territorio de Ucrania.

El objeto del pensamiento del Papa entonces no fueron los muertos en las ciudades ucranianas, ni los bombardeos constantes, ni los niños a la intemperie ni las mujeres violadas. Francisco prefirió detenerse sobre los orígenes de la invasión.

“Lo que estamos viendo es la brutalidad y la ferocidad con la que esta guerra es llevada a cabo por las tropas, generalmente mercenarias, utilizadas por los rusos”, dijo el Pontífice durante esa conversación con los directores de las publicaciones culturales de la Compañía de Jesús, añadiendo que los rusos “prefieren enviar chechenos, sirios, mercenarios hacia adelante”.

Es interesante como Francisco señala que la brutalidad de la guerra en Ucrania es culpa más de los mercenarios chechenos que de los propios rusos. Una definición que suele usar la prensa rusa para justificar los hechos más aberrantes del conflicto. Pero allí no se detuvo el Papa. Al contrario. Profundizó su hipótesis.

“Pero el peligro es que solo veamos esto, que es monstruoso, y no veamos todo el drama que se está desarrollando detrás de esta guerra, que quizás de alguna manera fue provocada o no evitada. Y registro un interés en probar y vender armas. Es muy triste, pero básicamente esto es lo que está en juego”.

“Provocada o no evitada”. Y luego otro hallazgo: “Un interés en probar y vender armas”. Esas fueron las palabras de Francisco sobre la guerra que recogieron los medios de comunicación de todo el planeta para ponerle el título a una noticia que causó conmoción. ¿El Papa estaba utilizando los mismos argumentos que Vladimir Putin para justificar la invasión? ¿Podía ser posible?

Habituado a desplazarse por los territorios resbaladizos de la política, Francisco se apuró a atajarse y advertirles a sus interlocutores que no estaba “a favor” del presidente de Rusia. Pero no por eso renunció a su sorprendente teoría y se metió sin retorno en el barro equivocado. “Simplemente estoy en contra de reducir la complejidad a la distinción entre buenos y malos, sin pensar en las raíces y los intereses, que son muy complejos. Necesitamos alejarnos del patrón habitual de Caperucita Roja, en el que Caperucita Roja era buena y el lobo era malo”.

Impresionante. El Papa Francisco, formado en las enseñanzas a veces controvertidas del ideario jesuita, sabía perfectamente de lo que hablaba. Volodimir Zelenski y las tropas ucranianas, que pagan con bolmbardeos y miles de vidas civiles la defensa de su territorio no son para Bergoglio “la Caperucita buena”. Aquella del cuento donde se comían a su abuelita. La conclusión salta a la vista. Tampoco Putin, el hombre que está arrasando campos y ciudades ajenas, y planifica gobernar despóticamente a Rusia hasta el 2036 es “el lobo malo”. Realpolitik con sello Vaticano.

Al Pontífice argentino no le salió gratis el ejercicio filosófico. Recibió mandobles a lo largo del planeta por sus disquisiciones. Vale la pena detenerse en uno de ellos como ejemplo. La columna de la periodista Marta García Aller en el diario español El Confidencial, titulada “El Papa, contra Caperucita Roja”. Con pluma elegante y certera, la columnista señala: “No es que (El Papa) esté a favor del lobo, solo nos pide que nos pongamos en su lugar. Érase una vez un lobo imperialista que se creía que el bosque era suyo, tenía hambre y, ya se sabe, Caperucita, igual que la OTAN, se le acercó provocando”. Una acusación con las herramientas del feminismo para destrozar la metáfora infeliz del hombre que debería estar por encima de las reyertas.

La referencia al brazo armado de la Unión Europea no es una zancadilla de la periodista ni mucho menos. El Papa reveló en la entrevista que, antes de que Rusia invadiera Ucrania, se reunió con “un jefe de Estado” al que no identificó, que “estaba muy preocupado por cómo se movía la OTAN. Le pregunté porqué, y me respondió: ‘Están ladrando a las puertas de Rusia. Y no entienden que los rusos son imperiales y no permiten que ninguna potencia extranjera se acerque a ellos’. Y añadió que el jefe de Estado le dijo que “la situación podría llevar a la guerra”. El mismo mensaje entonces. No debieron provocar a Rusia.

El Papa Francisco parece haber perdido el encanto de aquel religioso que asumió la jefatura del catolicismo cancelando los autos extravagantes que usaban los obispos. Lejos quedó el glamour progresista de aquella gira exitosa por los Estados Unidos, el de la química instantánea con Barack Obama, y el de su sonrisa brillando inmaculada en la tapa de la Rolling Stones.

Ni siquiera la España católica lo perdona. Hace un par de meses, la halcona del Partido Popular, Isabel Díaz Ayuso, lo sacudió a Francisco tras haberle pedido perdón a los mexicanos por la conquista de América. “A mi me sorprende que un católico que habla español hable así a su vez de un legado como el nuestro, que fue llevar precisamente el español y, a través de sus misiones, el catolicismo, la civilización y la libertad al continente americano”, lo criticó la presidenta de la Comunidad de Madrid.

Cada vez hay menos más papistas que el Papa, ni en Italia ni en España. Por el entuerto en el que se metió con la Conquista de América, el diario El Mundo editorializó. “El Papa, puta roja”. El artículo lo comparaba con otro Papa de hace dos siglos al que llamaban de esa forma escandalosa. Pero el texto no alcanzaba para dejar a salvo a Francisco, quien no supo administrar el fervor popular que su figura despertó en sus primeros años.

Cerca de Cristina, lejos de Alberto

Quizás en la Argentina, la desilusión por el Papa Francisco transitó por el carril más lento de la suma de las decepciones. El Bergoglio campechano que tomaba mates amargos en el barrio de Flores y sufría como hincha del San Lorenzo de Almagro, le abrió paso a un dirigente frío y calculador en cada una de sus apariciones. Pese a que fue la primera en criticar su designación, sonreía cada vez que lo visitaba Cristina Kirchner en Santa Marta.

No dudó en dejarse fotografiar, siempre sonriente, junto a los kirchneristas de La Cámpora sosteniendo sus remeras. Pero guardó sus muecas más siniestras cada vez que recibió las visitas de Mauricio Macri. Ni siquiera la presencia en el Vaticano de su esposa, Juliana Awada, ni la de su pequeña hija Antonia fueron suficientes para arrancarle a Francisco alguna sonrisa. Sus fotografías fueron como fallos judiciales. Absolución o condena.

Pero el mayor desencanto de los argentinos con la figura del Papa Francisco fue su negativa persistente a visitar la tierra donde nació. Al principio fueron evasivas y dilaciones. “El Papa está evaluando el mejor momento; no quiere ser motivo de división”, decían sus voceros, uno peor que el otro en cuanto a prestigio público, y alguno rozado por sospechas de color oscuro.

Sin embargo, pronto se pudo observar que el Papa iba abandonando la idea de volver. Ni con la mirada febril ni con la frente marchita. Se ha ido quedando sin tiempo para escuchar los consejos de Carlos Gardel. Demasiado involucrado, entrampado en la grieta argentina que va de Cristina a Macri.

Allí aparece el Papa enviándole un rosario al condenado por corrupción, Amado Boudou, o desairando al canciller Santiago Cafiero. Crucificando un día a las suegras y al otro usando el término “coprofilia”, para ajusticiar al periodismo como una profesión proclive a tocar, oler y saborear los excrementos casi al límite del placer sexual. Nunca le hicieron gracia los periodistas, y menos lo que lo criticaban.

Tampoco se ha esforzado mucho por alimentar la relación con Alberto Fernández. No sirvieron las gestiones de algunos amigos del Papa que están en el gobierno, ni que el Presidente haya bautizado a su hijo reciente con el nombre de Francisco. En estos días, el objetor público más encarnizado que tiene Fernández es Juan Grabois, un activista cercano a Cristina de muy estrecha relación con Bergoglio. “Alberto vive en un termo con sus amigos porteños”, es una de las frases que le dedicó Grabois, y que vertió ácido sobre el fracaso de los intermediarios entre ambos.

Pero es el cuerpo de Francisco el que a los 85 años le causa más dolor que la política argentina. Tiene una prótesis en la cadera, dolores de ciática, achaques en un pulmón y una operación por la que le extirparon parte del colon. Para colmo de males se le han roto los ligamentos de una rodilla y, cuando los calmantes no son socorro suficiente, se mueve montado en una silla de ruedas. Ni siquiera esos sufrimientos son motivo para que hable de volver algún día a su tierra.

Es la circunstancia que aprovechan sus enemigos, que los tiene y en cantidad, para expandir el rumor de que pronto renunciará al Pontificado para ocuparse más profundamente de su salud. Hace un mes, aprovechó la visita a Roma del ex presidente argentino, Eduardo Duhalde, para usarlo como mensajero y desmentir las versiones de una renuncia anticipada. El mismo argumento que blandió ante las periodistas mexicanas. Los Papas, salvo por alguna razón extraordinaria como le sucedió a su antecesor Benedicto, solo se retiran cuando los vence la muerte.

El año próximo coincidirán dos hechos clave en la Argentina. Habrá elecciones presidenciales y el Papa Francisco cumplirá una década en el Vaticano. Todo indica que no estará sonriente en el centro de una fotografía de los candidatos para bendecir a la democracia y arrimar sus hombros sagrados para ayudar a frenar por un instante la decadencia que lleva más de medio siglo. El dice que quiere seguir viviendo en Roma.

Claro que los milagros suceden de vez en cuando y, quién sabe, quizás el argentino que fue Jorge Bergoglio haga un último esfuerzo para no ser recordado en el río de la memoria histórica como el Papa de la gran desilusión. Una más en el país estéril.

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