El Presidente pone en riesgo el orden legal, con el aval de todo el oficialismo, encabezado por 14 gobernadores peronistas; otra claudicación del profesor de derecho.
La decisión del Gobierno de no acatar un fallo de la Corte debería tener más en vilo a los argentinos que los partidos del Mundial que acaban de conquistar Messi y los suyos.
Sin embargo, es más que probable que no ocurra porque la distancia que existe entre la dirigencia política y la sociedad es mucho mayor que los 13.306 kilómetros que separan a la ahora cercana Doha de Buenos Aires. Aunque se trate de un gravísimo conflicto de poderes de consecuencias insospechadas.
Así lo advierten en el seno del máximo tribunal al igual que lo señalan destacados constitucionalistas, entre los que se cuenta uno de los autores intelectuales de la Constitución de 1994, Antonio María Hernández, para quien el Presidente pone en riesgo el orden legal. Un alzamiento contra la Constitución, con el aval de todo el oficialismo, encabezado por los gobernadores peronistas. Sin precedente.
La ilusión de llegar sin sobresaltos a fin de año acaba de ponerse así seriamente en cuestión ante la insólita decisión presidencial de considerar “de imposible cumplimiento” el fallo del supremo tribunal contra el Gobierno para que restituya fondos a la ciudad de Buenos Aires.
Tal vez atenúe el impacto público la hipoacusia que padece la sociedad para todo lo que emana de la política, que hace que sean solo ruido algunas controversias relevantes que debieran ser de interés público, pero no logran entrar en la agenda. Tan peligroso como real.
La resolución de la Corte refiere a los recursos que el Presidente dispuso quitarle a la administración porteña en septiembre de 2020 por presión de la vicepresidenta Cristina Kirchner y del gobernador de la provincia de Buenos Aires, Axel Kicillof, ante un motín de la policía bonaerense en demanda de mejoras salariales. Fue ese el fin de la pax pandémica y la primera de una larga serie de renuncias de Alberto Fernández a construir su autoridad. Pero no significó el comienzo de una etapa de mayor seguridad para los habitantes de la provincia.
Si la medida inicial del Presidente restituyó y profundizó entonces la grieta que la peste había atenuado, para satisfacción de Cristina Kirchner y los suyos, ahora el desconocimiento del fallo por parte del oficialismo abre el camino hacia un estado de incertidumbre político y legal. Por si faltaran problemas, las alegrías son demasiado efímeras.
Para el constitucionalista Hernández y varios colegas suyos, el fallo repone los principios del federalismo establecidos por la Constitución nacional que la decisión presidencial había vulnerado, contra la opinión interesada de los gobernadores y dirigentes oficialistas. Bajo ese tinglado pretendidamente federalista se cobija, para no acatar el fallo, Alberto Fernández.
La inusual e inquietante decisión presidencial llega justo en el pico de su carencia de autoridad, que los campeones del mundo expusieron hace tres días, más allá de las fronteras nacionales. La de ahora vendría a ser otra claudicación del profesor de derecho que el cristi-camporismo volverá a celebrar. Al final, lo sumaron activamente a su guerra contra el Poder Judicial. Tiempos difíciles.
Cómo agravar los problemas
Todo parece demasiado rápido, demasiado profundo (y, seguramente, demasiado ajeno) para una sociedad que había logrado por un rato “ser un poco más feliz, aunque los problemas seguirán estando ahí”, como dijo el DT mundial, Lionel Scaloni, apenas después de su consagración, con sabiduría y realismo. Lo que nadie esperaba era que el Gobierno viniera a agravar los problemas con tanta urgencia. Pero si ya lo hizo durante la pandemia en el cénit de su popularidad, por qué no habría de hacerlo ahora en su crepúsculo. La lógica albertiana no defrauda.
En este contexto es que resalta la muestra visible de la riesgosa disociación de la política con la sociedad que expusieron los cinco millones de argentinos (no importa la precisión cuando los números sirven de referencia y para agrandar mitos) el martes pasado en las calles del área metropolitana para homenajear a los campeones del mundo durante casi medio día.
Refleja esta inusual situación que la inmensa multitud congregada hace tres días ni siquiera distrajera su atención para reclamarle (o insultar) a coro a ninguna autoridad, como podía preverse, por la desorganización que les impidió cumplir con el sueño de ver a los campeones del mundo sin pantallas de por medio.
Tal vez eso avale algunas explicaciones de por qué no hubo gravísimos disturbios ni que lamentar decenas de muertos y miles de heridos luego de que se concretara la frustración tras infinitas horas de espera bajo el sol y el calor del verano.
En primer lugar, habrá que concluir que la multitud salió menos a ver a los campeones que a expresarles su agradecimiento por la enorme felicidad concedida, después de más de una década de penurias y escasos éxitos colectivos. Lo advirtió Paz Rodríguez Niell al fin de casi 7 horas en la calle recabando testimonios y observando reacciones, que luego reflejaría en la precisa crónica que anteayer publicó LA NACION.
Agradecían más que una conquista deportiva y querían que los destinatarios supieran, vieran y tomaran dimensión de cuánto significaba para un pueblo entero lo que habían logrado, aunque ellos no pudieran ver de cerca a sus ídolos ni supieran con certeza si ellos los habrían visto. Como hacen los fieles en sus multitudinarias procesiones a santuarios de deidades invisibles. Eligen creer. Pero cada vez en menos.
Sin embargo, no fue solo eso lo que evitó reclamos airados, destrozos masivos o ataques a instituciones oficiales una vez que el gentío supo que el ómnibus con los jugadores y el cuerpo técnico no recorrería las atestadas calles porteñas ni pasaría alrededor de ese altar mayor de todo festejo popular que es el Obelisco.
Cuando ya nada se espera
Lo que se pudo advertir al observar el fenómeno, que tuvo en vilo a todo un país a la espera de una desgracia que felizmente no ocurrió, es que detrás de esa ausencia de reacción contra las autoridades de cualquier jurisdicción y color político parece subyacer la expresión de que ya poco y nada se espera de ellas. No ya la satisfacción de demandas o la concreción de motivos de alegría. Ni siquiera que puedan ofrecer organización, orden y seguridad, que permitieran concretar esa misa pagana para la que se habían congregado.
Por eso mismo, no se escucharon cuestionamientos ni siquiera de parte de los más fanáticos oficialistas por el “desaire” que la selección consagrada le hizo en masa al Presidente al rechazar la invitación a asistir a la Casa Rosada para, desde los históricos balcones, saludar a la multitud, como habían hecho sus predecesores en 1986. Los tiempos y las personas cambian. Demasiado.
No fue esa ausencia en la Casa de Gobierno solo una definición política por la negativa, sino también un acto de sabiduría preventiva inconsciente de parte de los futbolistas, la misma de la que carecieron (otra vez) las autoridades. Se evitó así, según expertos en seguridad de espectáculos masivos, lo que podría haber sido una hecatombe.
“Lo mejor que pudo pasar es que, al final, no se convocó a ningún lugar específico, sino que se anunció un recorrido, que evitó una reunión masiva en un solo punto sin la organización suficiente. Una concentración en la Plaza de Mayo podría haber sido un embudo mortal en el que quedaran atrapadas cientos de miles de personas sin escapatoria”, explicó una autoridad en la materia.
La insistente defensa de esa propuesta por parte del Gobierno, en boca del ministro de Seguridad, Aníbal Fernández, una vez que ese intento ya había fracasado, dice demasiadas cosas. En primer lugar, que la mayoría de la sociedad tiene obstruidos sus oídos para las palabras del poder político, afortunadamente para él, aunque no para la institucionalidad democrática.
Por eso mismo, Aníbal Fernández pudo salir a cabecear sin costo social ni político el adoquín que le tiró, sin nombrarlo, el presidente de la AFA en su destemplada acusación por haber puesto (oportuno) fin a la inviable caravana de la victoria.
También así el ministro de Seguridad se permitió descalificar y acusar públicamente a Claudio “Chiqui” Tapia de no estar en su cabales, sugiriendo la supuesta ingesta de alguna sustancia, que impedía que se entendieran sus palabras desaforadas .
El adversario del más locuaz de los Fernández era nada más ni nada menos que el hombre que había elegido a Scaloni para llevar a la celeste y blanca a la cima del mundo. No importó. Al titular de la AFA le caben las generales de la ley de la política (a la que pertenece) respecto de la sociedad. Scaloni, Messi y el resto de los campeones no le deben a nadie su éxito. Menos a los dirigentes. Así lo dice la gente. Reyertas que no le interesan, porque presumen que no mejorarán sus vidas, sino, probablemente, todo lo contrario. Peligroso.
Por eso mismo, Sergio Berni, a quien Tapia reivindicó en una curiosa inmersión en la interna oficialista, tampoco puede sentirse más popular después del martes pasado. El idioma que hablan los Fernández, Berni, Tapia y la mayoría de la dirigencia corre el riesgo de parecerse a una lengua muerta, que pocos entienden y muchos menos hablan, sin que a la mayoría le importe.
En el mismo plano de ignominia y, sobre todo, de desinterés se incluye la gambeta, ayudada por la magistral cortina de Chiqui Tapia, que le hicieron al pie del avión los campeones, encabezados por Messi y Scaloni, a la frustrada delegación camporista que lideró el ministro del Interior, Eduardo de Pedro. Un rotundo fracaso no solo del intento de primerear tanto a los héroes del día como al presidente de un gobierno del que el cristicamporismo hace como si no fuera parte, pero del que no se va. Los intentos de acercarse a una sociedad que los mira con desconfianza, cuando no los rechaza, tendrán que redoblarse y revisar estrategias.
Messi y toda la selección están lejos de pagar un costo por esos desplantes a las autoridades aun cuando representan a un gobierno democrático. La legitimidad de origen no se discute, pero la legitimidad de ejercicio se ve demasiado cuestionada. Hay una buena mayoría social dispuesta a celebrar la distancia que los campeones se permitieron tomar. La sensibilidad de los ídolos populares para captar el sentir masivo, como para descubrir a quienes sin disimulo pretenden colgarse de sus logros, suele ser bastante afinada.
El súbito desplazamiento en los portales de noticias de los ecos de la epopeya mundialista por un conflicto de poderes con el que el Gobierno pone en cuestión el orden legal abre un océano de incertidumbre justo en el momento en que todo el país solo espera un rato de paz y felicidad. Y suma interrogantes para el año electoral que está por comenzar.
¿A alguien le puede extrañar que la política y la sociedad argentina estén más lejos que Doha de Buenos Aires?
Claudio Jacquelin
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