“¿Quién me quiere ver muerta?” Cristina Kirchner se hizo esta pregunta retórica ante al menos dos de los dirigentes peronistas a los que les abrió su intimidad después del atentado fallido del jueves 1° frente a su piso de Recoleta.
Por: Martín Rodríguez Yebra
Ella y su entorno le dan vueltas al episodio como si se resistieran a aceptar plácidamente que el ataque haya sido pensado y ejecutado por un par de marginales desequilibrados.
En el shock retroactivo por el ataque del que no se percató mientras ocurría, la vicepresidenta deja fluir pensamientos conspirativos como en un juego de espejos con la enorme cantidad de argentinos que, tal como revelan las encuestas, cree que todo se trató de un montaje concebido para mejorar la imagen del kirchnerismo.
Pero el paso de los días empieza a acomodar la racionalidad por sobre las emociones. Cristina moderó su exposición, ordenó reforzar su esquema de seguridad personal, canceló la agitación callejera permanente que siguió a la acusación de corrupción que expresó el fiscal Diego Luciani en el juicio del caso Vialidad y busca con urgencia darle un sentido político a la bala que no salió.
El ministro del Interior, Wado de Pedro, siguió sus directivas cuando esbozó una convocatoria a la oposición, que prácticamente nadie creyó sincero del otro lado de la grieta. Jorge Capitanich y Axel Kicillof terminaron de redactar en el despacho del Senado de la vicepresidenta un comunicado de los gobernadores del Norte en el que abogan por “la convivencia, el diálogo y la paz social”.
La apelación a la concordia coexiste con el señalamiento sistemático a los rivales políticos como “agentes del odio”. Lo segundo es una suerte de reaseguro para que lo primero no ocurra. El simbolismo kirchnerista refiere a Cristina como una luchadora popular que sufre la persecución violenta e impiadosa de sectores poderosos con ansias de venganza por las políticas que ella impulsó. ¿Qué mejor prueba de ello que una oposición que se niega a dialogar incluso después de un cobarde intento de magnicidio?
La condición de víctima de Cristina se sueña entre camporistas y afines como una suerte de coraza moral, que va más allá del hecho repudiable que sufrió en la vereda de su casa. Sería la prueba última de su inocencia, como estuvo a punto de postular Kicillof cuando dijo que el alegato del fiscal Luciani había desencadenado el ataque demencial del vendedor de algodón de azúcar Fernando Sabag Montiel y su novia, Brenda Uliarte.
Quienes creyeron ver el jueves del atentado la irrupción de un hecho que lo cambaría todo empiezan a chocarse una vez más con el carácter efímero de los sucesos fundacionales en esta Argentina declinante. Las primeras mediciones de opinión pública que recorrieron despachos del Gobierno muestran que el deterioro del prestigio de Cristina Kirchner no se modificó, salvo por una mayor simpatía de aquellos que ya la apoyaban. Su imagen negativa está en los peores niveles históricos.
Lo que hizo el intento de homicidio fue profundizar las tendencias que venían lanzadas desde mediados de agosto: la radicalización del cristinismo y su dominio casi absoluto del peronismo, la irrelevancia de la figura presidencial, el rumbo de polarización extrema y el alejamiento hasta niveles alarmantes entre la sociedad y la dirigencia política.
La marcha en “defensa de la democracia” del viernes 2 se diluyó en un acto partidista; fue tan multitudinario como ajeno a las mayorías que se revuelven en el pesimismo desde hace años. El mensaje de la “unidad nacional solo con los nuestros” resultó un retrato del espíritu dominante en el kirchnerismo y que tan a menudo contagia a sus opositores.
Bajo la apariencia de un renacer y con estrategias que parecen contradictorias, Cristina y sus fieles aceleran un proceso de repliegue. La vicepresidenta no sale de la convicción de que las elecciones de 2023 son una vara casi insalvable para el Frente de Todos después de la gestión de Alberto Fernández. Lo que toca es reagruparse, sostener su base intensa de respaldo militante e impedir que otra facción peronista haga colapsar su círculo de poder.
Cristina les ha dicho a varios de sus leales que no tiene interés en ser presidenta otra vez, pero el mismo jueves del atentado había empezado a esbozar el discurso que iba a dar dos días después en Merlo e incluía algún mensaje cifrado para alimentar las expectativas de su candidatura estelar en 2023. Máximo Kirchner había coqueteado en público con la idea la mañana previa al ataque.
La obsesión de la vicepresidenta consiste en atravesar fortalecida el proceso judicial que podría terminar con una condena de corrupción a finales de año. Necesita cohesión y a todo el peronismo alineado. Quiere tener la lapicera para llenar las listas de la etapa que viene. Si no es ella en el lugar principal, será con un candidato que la represente fielmente. Capitanich sueña con ser el elegido.
“Se terminó la era moderada”, insiste estos días el camporista Andrés Larroque. Su compañero Horacio Pietragalla, secretario de Derechos Humanos, añade: “Hoy manda el partido judicial, que nos imposibilita poner en práctica lo que queremos hacer”.
Juntas, las dos declaraciones expresan la frustración militante del kirchnerismo duro. Son la vanguardia del distribucionismo, pero les toca encarar un fenomenal ajuste de las cuentas públicas, que le encomendaron a Sergio Massa.
El amigo de EE.UU.
El efecto Recoleta -antes y después del disparo que no fue- les quitó repercusión a los recortes del gasto, a la devaluación en cuotas que incluyó beneficios para las grandes cerealeras -que no tienen las pymes exportadoras del conurbano- y a las promesas que hace Massa en Estados Unidos, donde se pasea como un amigo confiable por los salones del imperio.
“El acuerdo con el campo es horrendo para nosotros, pero hoy no nos quedan muchas cartas en el mazo”, se sincera un dirigente bonaerense cercano a Kicillof. Es curioso cómo la realidad ha girado por completo la expresión que Cristina y sus fieles asumieron como un eslogan después de la derrota electoral de 2021. Antes -cuando había que combatir al “liberal” Martín Guzmán- decían que “las políticas” estaban por encima de la “unidad”. Ahora llaman a abroquelarse sin distraerse con el rumbo de la gestión porque lo que está en marcha es “un ataque contra todo el peronismo”.
Massa opera en una suerte de realidad paralela, desconectado de las guerras culturales de sus aliados. Compró tiempo en forma de reservas y alejó -sin conjurar del todo- la posibilidad cierta de un estallido macroeconómico. “Entre lo que logró y lo que vende pero no tiene, Sergio trajo tranquilidad y eso es oro puro en este momento”, dice un ministro nacional.
El alivio tendrá un costo social todavía incalculable. La quita de subsidios, una inflación anual que se asoma al 100% y la perspectiva de un 2023 recesivo o de bajísimo crecimiento explican en gran medida la necesidad de agitación simbólica del kirchnerismo.
El atentado le permite ensayar la tesis de que las carencias del presente no son producto de la mala praxis del Gobierno o de la insensibilidad de sus funcionarios sino de una crisis en el modelo de convivencia, por culpa del odio político y la mala fe de los opositores. Juliana Di Tullio, otra incondicional cristinista, alimentó ayer esa idea mientras en Luján se celebraba la “misa por la paz” convocada por el oficialismo: “El fundamentalismo siempre tiene pertenencia y financiamiento. No hay lobos sueltos. Un grupo de neonazis vendiendo algodones de azúcar parece una cargada”. La Justicia no tiene por el momento ningún indicio de que pueda haber una mente maestra detrás de Sabag Montiel y su novia. Pero la sola alusión a una sospecha robustece el relato persecutorio.
Aunque acompañan con obediencia, son muchos los referentes peronistas que desconfían de extremar la deriva divisiva. “¿A dónde nos conduce esto?”, se pregunta un gobernador que acepta a regañadientes la disciplina momentánea de correr detrás de Cristina. “¿Cuál es la prioridad: la construcción de una opción política o la defensa judicial de ella?”, añade a la lista de dudas retóricas.
En las provincias hay alarma por los recortes de fondos y por el eventual golpe al empleo y la actividad que puede implicar el cepo de las importaciones extendido hasta fin de año.
La CGT también subsiste en ebullición, ante el deterioro insalvable del salario real y la presión de las bases. Se postergó el paro y la movilización que después del ataque a Cristina promovieron Sergio Palazzo y Pablo Moyano, que están indignados con Héctor Daer, Carlos Acuña y Gerardo Martínez, entre otros impulsores de una estrategia menos dependiente de los intereses kirchneristas.
Alberto Fernández asiste como un actor secundario a la dramática deriva de su propio gobierno. Es un presidente sin agenda ni objetivos, que cedió la gestión a Massa y ata su destino a no irritar a Cristina.
Fue él quien verbalizó primero, como un acto reflejo, la acusación a los políticos, periodistas y jueces como promotores del “odio” que movió la mano de Sabag Montiel. En paralelo, validó la convocatoria oficialista a Luján y celebró la iniciativa dialoguista del ministro De Pedro, que vendió como un Pacto de la Moncloa criollo el puñado de llamados infructuosos que hizo a dirigentes del radicalismo.
Entrampados
La oposición intuye desde kilómetros de distancia la trampa para dividirlos. No solo por la sinceridad de la convocatoria sino por las propias lógicas internas que dificultan cualquier intento de desescalar la polarización. Juntos por el Cambio navega con ansiedad hacia 2023, en un viaje que se hace eterno hasta el momento en que finalmente pueda definir liderazgos.
Quien más cómodo se mueve en este terreno pantanoso es Mauricio Macri. Sin anticipar si querrá o no buscar una segunda oportunidad como presidente, prepara el lanzamiento de su nuevo libro (“¿Para qué?”) que saldrá antes del Mundial de fútbol y le permitirá salir de campaña encubierta por el país; un formato al que tanto jugó le sacó Cristina Kirchner en 2019 cuando editó “Sinceramente”.
Macri avanza en la conquista ideológica de la coalición opositora, como paso previo a lo que será la definición de candidatos. Su avance incomoda a Horacio Rodríguez Larreta y a Patricia Bullrich -más enfrentados que nunca entre sí- y desconcierta a los radicales.
Con Cristina Kirchner y Macri marcando los tiempos de las dos coaliciones principales, la posibilidad de acuerdos políticos se limita a un jugueteo inconducente. El atentado contra la vicepresidenta dejó en evidencia a un sistema político en el que la teatralización de las diferencias no tiene un espacio seguro donde refugiarse en las emergencias.
La pregunta que eriza la piel de opositores y oficialistas en estas horas es ¿qué hubiera pasado si Sabag Montiel hubiera acertado a disparar en la cara de la vicepresidenta?
La cercanía de una tragedia que pudo desatar un estallido violencia política no alcanzó siquiera para que el Gobierno replanteara de manera inmediata el fallido esquema de seguridad que puso en peligro a una de las principales figuras institucionales del país. Nada de lo ocurrido en los nueve días que sucedieron al ataque exhibe una transformación en curso de la dinámica política que llevó las cosas hasta acá.
El diagnóstico simplista de los “discursos del odio” y el sueño de criminalizar la crítica acentúan el vértigo de un país sometido a permanentes turbulencias. Como si la paz social de la Argentina pudiera dejarse a merced de la acción imprevisible de una mente desquiciada.
Martín Rodríguez Yebra
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