Cuando los clubes, los gobiernos o las empresas incorporan a alguien valioso a sus equipos, no lo ocultan ni lo esconden. Al contrario, en general lo comunican como una buena noticia. Habrá que deducir entonces que el gobierno bonaerense no considera que haya hecho una gran incorporación con el flamante nombramiento, en un “cargo fantasma” del Banco Provincia, del exgobernador de Chaco Jorge “Coqui” Capitanich.
Lo han mantenido casi en secreto, pero la designación empieza a hacer ruido por varios detalles que son al menos curiosos: para darle trabajo a “un amigo”, la administración de Kicillof exhumó un área que estaba inactiva desde hacía más de veinte años. Y le habría asignado, según trascendidos extraoficiales, un salario mensual de 15 millones de pesos, aunque oficialmente el Banco asegura que es siete veces menos: 2 millones más IVA en concepto de honorarios. Pero es curioso, además, porque nadie tiene noticias de que Capitanich se haya mudado a la provincia de Buenos Aires. Para los estatutos laborales de Kicillof, el “trabajo remoto” no tiene fronteras; se lo interpreta, en realidad, con una ligera variación: parece un concepto remoto del trabajo.
El asunto, sin embargo, no admite humoradas ni ironías: de manera sigilosa, Capitanich fue nombrado al frente del denominado Centro de Estudios Federales del Banco Provincia, la entidad financiera del Estado bonaerense. Sus funciones son difusas, pero en la Gobernación lo explican sin ruborizarse: “es parte del armado político de Axel en las provincias del norte”, reconocen off the record.
Lo de Capitanich es algo más que “una beca” o un “conchabo vip”. Refleja una cultura política cada vez más enviciada, en la que el uso del Estado al servicio de los intereses personales tiende a naturalizarse. Sería tranquilizador suponer que se trata de una concepción exclusiva del kirchnerismo. Es cierto que esa facción la exacerbó y la llevó a extremos cada vez más groseros, con un auténtico copamiento de organismos estratégicos en la Nación y las provincias. Pero, como acaba de verse con el caso del senador libertario Bartolomé Abdala, la idea que concibe a una banca como “una pyme”, o a cualquier entidad pública como una “cueva” para acomodar amigos, militantes o parientes, es una idea que trasciende las fronteras partidarias para funcionar como un “sistema transversal”.
Lo de Abdala, de todos modos, adquiere una gravedad simbólica especialmente chocante: es el presidente provisional del Senado y está en la línea sucesoria. Se trata, entonces, de uno de los más encumbrados exponentes de una fuerza que llegó al poder con una promesa casi excluyente: combatir los vicios de “la casta”. Ha confesado, como si tal cosa, que tiene unos 15 asesores que le cuestan al Estado 25 millones de pesos por mes, pero que no trabajan en ni para el Senado, sino que lo ayudan a hacer política en San Luis para aspirar a la gobernación de esa provincia. Las fuerzas del cielo no se han escandalizado. Parece que cuando son en beneficio propio, los “vicios de la casta” se digieren sin demasiados pruritos.
El caso de Capitanich y el del senador de La Libertad Avanza son parte de la misma idea: el Estado está para aprovecharlo. El de Abdala, sin embargo, insinúa una nueva hipocresía, como si la impostura también fuera una deformación contagiosa: algunos de los que levantan el dedo contra “la casta” se dan vuelta y actúan sin remordimiento con los mismos métodos que dicen aborrecer.
Para descifrar la última incorporación al gobierno bonaerense tal vez sea útil poner una lupa sobre el Banco Provincia, donde asoma otra muestra de llamativa “transversalidad”. Allí nadie parece haber puesto el grito en el cielo por el nombramiento de Capitanich, a pesar de que la oposición tiene sillas aseguradas en el directorio de la entidad. Los silencios opositores se han convertido en un dato central de la vida institucional de la provincia. Ya fueron evidentes en el caso Chocolate y le han permitido a Kicillof avanzar con impuestazos discrecionales sin encontrar obstáculos en la Legislatura. Los organismos de control se parecen más a escribanías que a fiscalizadores implacables de la gestión gubernamental.
El directorio del Banco Provincia es una especie de “loteo” en el que conviven, sin aparentes desacuerdos, representantes de La Cámpora, de los barones del conurbano, del massismo, de Pro y del larretismo. Ocupar una silla en ese directorio es una especie de “beca dorada” en los códigos de la política. Los sueldos pueden imaginarse si se toma como parámetro el del empleado que fue importado de Chaco. Deberían ser cargos bien remunerados, por supuesto, pero también deberían estar ocupados por personas de reconocida solvencia técnica, trayectoria en el sector bancario y comprobable dedicación. ¿Se cumplen esos requisitos? La respuesta remite a los brumosos códigos de la política, donde el acomodo, el pago de favores, los cargos para comprar voluntades o silencios y el uso partidario de los cargos públicos forman parte de metodologías aceptadas y utilizadas con creciente obscenidad.
Más que una integración equilibrada y diversa, en la que la oposición garantice una gestión controlada, algunos nombres del directorio parecen representar una lógica de “trenza” o “rosca” política más emparentada con pactos subterráneos que con una virtuosa convivencia entre oficialismo y oposición que asegure contrapesos. Allí se sientan, por ejemplo, el exministro porteño Bruno Screnci, a quien siempre se asoció con los manejos menos visibles y menos expuestos de la gestión de Rodríguez Larreta en la ciudad de Buenos Aires. Se suele aludir a Screnci como “un hombre de Santilli” y parece un especialista en “grandes becas de la política”. Antes de aterrizar en la Provincia ocupó un lugar en otro nicho apetecible: la Corporación Puerto Madero. Otro sillón del directorio del Banco Provincia lo ocupa Sebastián Galmarini, el cuñado de Sergio Massa, cuyos antecedentes bancarios, al igual que los de Screnci, habría que rastrearlos con un microscopio. También integraba el ecléctico directorio un exconcejal de La Matanza que respondía a Fernando Espinoza. Ahora su lugar está vacante, porque falleció hace pocos meses. Lo completa Laura González, una militante camporista. Cuando se pregunta por sus antecedentes, se responde con “código bonaerense”: “Es de Mayra Mendoza”.
En ese directorio, la designación de Capitanich difícilmente haya generado incomodidad. En una provincia donde ser nombrado y trabajar son, para el Estado, cosas completamente diferentes, que viva en la otra punta del país no debe ser un obstáculo. Quizás haya alegado, como buen cacique feudal o barón del conurbano, un domicilio en Puerto Madero, y en todo caso, hasta se le podría agradecer el ahorro del plus por desarraigo. Fue Juan Cuatrommo, un fiel soldado de Kicillof, el que firmó su nombramiento como presidente del banco.
Pero tal vez valga la pena ir más allá del caso particular para descifrar el verdadero significado de esta ruidosa designación. El problema no se llama Capitanich, o no se llama solo Capitancich. Detrás de ese nombramiento se esconden cosas de fondo: por un lado, la convicción de que, para un amigo, un aliado o un pariente, siempre hay un cargo en el Estado. No importan la idoneidad ni la solvencia, sino la lealtad y la conveniencia. Los cargos públicos se definen en oscuros canjes de favores: “Hoy por ti, mañana por mí”.
Lo de Capitanich también expone la idea de que el Estado es un lugar para quedarse. Ningún funcionario quiere volver al llano. Quedar “afuera” equivale, en la psicología de la política, a una especie de destierro. El que no puede perpetuarse busca reciclarse y reubicarse. Son todos verbos habituales en la cultura política. Eso habla de la degradación de la dirigencia, pero también del país. En cualquier economía próspera, las mejores oportunidades no están en el Estado, sino en el sector privado. En la Argentina parece ser al revés: el burócrata gana más que el productor. Un caso, entre tantos otros, es el del ubicuo Daniel Scioli, que lleva casi cuarenta años sin sacarse el traje de funcionario.
Las consecuencias de estas deformaciones han quedado a la vista en los últimos veinte años: un Estado cada vez más inoperante e ineficiente, donde no están los mejores, sino los más leales, y a la vez más caro y más demandante de los recursos que producen los privados. Los sueldos de los Capitanich se pagan con emisión o con impuestos.
El “conchabo vip” desnuda otro dato de fondo: la falta de transparencia. Es un rasgo que también se ha naturalizado en la gestión del Estado y que ahora parece avalar el gobierno libertario con el decreto que limita el acceso a la información pública. La designación de Capitanich no figura en la página web del banco ni tampoco en las nóminas de personal. La opacidad se ha hecho inherente a la acción gubernamental.
Capitanich, al dejar en diciembre pasado la gobernación de Chaco, anunció en una entrevista que cerraba su carrera pública y que empezaba a buscar trabajo. Parece que no cumplió con su palabra ni tampoco dio el ejemplo, otros rasgos de los que la política ha abusado hasta el hartazgo. Aun a riesgo de exagerar, podría decirse que su nombramiento en la provincia de Buenos Aires condensa todos los vicios de una cultura que dinamitó al Estado. La mayor parte de la sociedad dijo basta a esa forma de concebir la política, pero los vicios están ahí, de un lado y del otro del espectro partidario. Como si detrás de bambalinas no hubiera cambiado nada.
Luciano Román
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