De nada valieron los 13 guardaespaldas que tenía. Crónica del día que dinamitó el diálogo entre “el General” y la guerrilla peronista.
Por: Ceferino Reato
Cuando el jefe sindical José Ignacio Rucci abre la puerta de la casa tipo chorizo que le han prestado, sus trece guardaespaldas ya están en sus puestos, sentados en los cuatro autos estacionados sobre la avenida Avellaneda al 2900, en el barrio de Flores: tres lo esperan en el Torino colorado sin blindar; cuatro en un Torino gris ubicado a unos 50 metros, casi llegando a Argerich; los otros seis, en los dos coches del medio, un Dodge blanco y un Ford Falcon gris, que es el que saldrá primero, encabezando la caravana, y al que su jefe de Prensa, Osvaldo Agosto, recién se está subiendo.
Las últimas palabras que se le escuchan a Rucci son un trivial “Negro, pasate adelante y dejame tu lugar así te ocupas de la motorola”, una orden suave dirigida a Ramón Rocha, que en el apuro se había ubicado atrás, junto a Jorge Sampedro. Rocha sale del asiento trasero y está por abrir la puerta delantera cuando lo sorprenden el estruendo de un disparo de Itaka que abre un agujero en el parabrisas y una ráfaga de ametralladora.
En el primer piso de la casa de al lado a Julio Iván Roqué —“Lino” es su nombre de guerra— no se le mueve un pelo; apunta con cuidado, espera el segundo preciso e inmediatamente después de la ráfaga de ametralladora, aprieta el gatillo del FAL. Son las 12,10 y la bala penetra limpita en la cara lateral izquierda del cuello de Rucci, de un metro setenta de altura, que a los 49 años estira su mano, pero no llega nunca a tocar la manija de la puerta trasera del Torino colorado. De izquierda a derecha entra el plomo, que parte la yugular y levanta en el aire los 69 kilos del “único sindicalista que me es leal, creo”, como dijo Juan Domingo Perón la primera vez que lo vio, en Madrid. Los pies dibujan un extraño garabato en el aire y cuando vuelven a tocar la vereda el secretario general de la CGT ya está muerto. Un tiro fatal, definitivo, disimulado entre los 25 agujeritos que afean su cuerpo, abiertos por el FAL de “Lino”, pero también por la Itaka y la pistola 9 milímetros que usan “El Monra” —Marcelo Kurlat— y “Pablo Cristiano” —Horacio Arrué—.
De nada sirve que el fiel Sampedro eluda las balas y le levante la cabeza gimiendo “José, José”. Rucci está tirado en el piso, la cabeza casi rozando esa puerta trasera que no abrió, los zapatos italianos en dirección a la pared. Ya no puede oír los disparos furiosos de sus confundidos custodias, que, luego de la sorpresa, apuntan contra fantasmas ubicados en la vereda de enfrente, en las vidrieras del negocio de venta de autos usados Tebele Hermanos, que se hacen añicos, y en el colegio Maimónides, una escuela primaria y secundaria a la que asisten unos 400 chicos judíos y en cuya terraza algunos de sus culatas han creído divisar las siluetas de los atacantes. No consigue ver al joven sobrino y ahijado de su esposa Coca, Ricardo Cano, que cruza la calle como un loco, disparando con un fusil contra el colegio, pero que no logra abrir el portón que el portero ha cerrado para proteger a los alumnos, ni siquiera con la ayuda de otros dos de sus muchachos. Tampoco puede socorrer al Negro Rocha, a quien un disparo le ha abierto la cabeza, ni a Tito Muñoz, su chofer, que se arrastra con su arma hasta un garaje vecino y no alcanza a llegar al lavadero que se desmaya, todo ensangrentado por los cuatro balazos que le han agujereado la espalda, uno de los cuales le rozó el corazón. Ya es tarde para José Ignacio Rucci. Tantos “culatas” no le han servido ni siquiera para adivinar el lugar de dónde partieron los disparos asesinos.
Así murió Rucci, secretario general de la Confederación General del Trabajo y valioso alfil de Perón, aquel martes 25 de septiembre de 1973, 49 años atrás. Su asesinato enfureció al fundador del peronismo, que dos días antes había ganado los comicios presidenciales con casi el 62 por ciento, en primera vuelta, luego de un exilio que había durado casi 18 años. No tuvo tiempo de disfrutar su tercera victoria electoral; el ataque lo enfrentó con el grupo guerrillero Montoneros, que hasta hace apenas algunos meses eran su “juventud maravillosa”.
“Lino”, el matador de Rucci, ya no tenía esperanzas en Perón: las fue perdiendo con la matanza de Ezeiza, el 20 de junio, entre la izquierda y la derecha del peronismo, y con la caída del “Tío” Héctor Cámpora, un ex presidente aliado a los montoneros que había durado apenas 49 días en ese cargo. Perón se les estaba yendo a la derecha y ellos habían decidido apretarlo, “tirarle un fiambre”, el de su querido Rucci, para que los vuelva a tener en cuenta en el reparto del poder, tanto en el gobierno como en el Movimiento Nacional Justicialista.
Más allá de eso, “Lino” había esperado muy sereno la salida de su presa; tenía nervios de acero y por algo era, seguramente, el mejor cuadro militar de Montoneros. Adiestrado en Cuba, hasta sus enemigos lo elogiaban. Hacía más de un año, el 14 de abril de 1972, cuando acribilló al general Juan Carlos Sánchez, que era amo y señor de Rosario y sus alrededores y tenía fama de represor duro, el último presidente de la dictadura, el presidente Alejandro Lanusse, opinó en el velatorio: “Debe haber sido un comando argelino: en nuestro país no hay nadie capaz de tirar así desde un auto en movimiento”.
“Lino” era un revolucionario al estilo de su admirado Che Guevara, capaz de sentir un amor muy intenso por los pueblos y por sus anónimos semejantes sin que eso le impida cumplir otro requisito del Che: llenarse de “odio intransigente” por el enemigo y convertirse en “una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar”. Una complicada dialéctica de amor-odio, de ternura y dureza, el fundamento de la ética revolucionaria del Che, por la cual “Lino” abandonó hasta a sus dos hijos en su Córdoba natal. Todo, por la revolución socialista, la liberación nacional, el comunismo y el hombre nuevo tan soñados.
Perón no tenía nada que ver con el sueño revolucionario y socialista de “Lino” y los montoneros. Rucci, menos aún. El líder sindical se había convertido en una pieza clave para el General, como se lo llamaba a Perón, luego de firmar el Pacto Social, un acuerdo con empresarios y el Estado para bajar la inflación, aumentar la producción y mejorar los salarios.
Tampoco estaban de acuerdo con los métodos de las guerrillas. Perón ya no era mala palabra, había vuelto al país y acababa de ganar los comicios. Ya no era el tiempo de la lucha armada, sino de la política.
Bien temprano, “Lino” y su grupo coparon la casa vecina, que estaba en venta, y maniataron a su dueña. Al acecho, esperaron que Rucci saliera en dirección al Torino colorado de la CGT, chapa provisoria E75.885 pegada en el parabrisas y en el vidrio trasero, que estacionó frente a la casa chorizo de la avenida Avellaneda 2953, entre Nazca y Argerich, cuando ellos ya estaban en sus posiciones de tiro, detrás de las ventanas del primer piso.
Los Rucci vivían desde hacía poco más de cuatro meses en el último departamento, al fondo de un largo pasillo de mosaicos color sangre que el chofer del sindicalista, Abraham “Tito” Muñoz, recorrió con paso ligero para avisar que ya había llegado y que también estaban listos los “muchachos”, el pelotón de guardaespaldas reclutados entre los metalúrgicos que esperaban charlando en la vereda sobre fútbol, boxeo y mujeres. Rucci lo recibió en camiseta, tomando unos mates que le cebaba su esposa. Ya había ordenado al albañil que le estaba haciendo unos arreglos en el patio que se apurara porque “el domingo cumple años mi pibe y quiero hacerle un asadito”, y estaba conversando con su jefe de Prensa, Agosto, repasando el mensaje que pensaba grabar dentro de una hora en el Canal 13 para el programa de Sergio Villarroel, un famoso periodista que saltó a la pantalla grande por su cobertura del Cordobazo, la revuelta popular de mayo de 1969 contra la dictadura.
—Así está bien, tiene que ser un mensaje de conciliación, como para iniciar una nueva etapa. Tenemos que ayudar al General: dieciocho años peleando para que él vuelva y ahora estos pelotudos de los montos y de los “bichos colorados” del Ejército Revolucionario del Pueblo quieren seguir en la joda —dijo Rucci, conocido como José o “El Petiso”, con su tono exaltado de siempre.
Agosto, que fue uno de los jóvenes que en 1963 robó el sable corvo de San Martín del Museo Histórico Nacional como un golpe de efecto para reclamar contra la proscripción de Perón, escuchaba con atención y sacó un tema que no lo había dejado dormir tranquilo.
—Ayer recibimos otra amenaza en la CGT. Un dibujo de un ataúd con vos adentro. Y anoche, cuando salíamos, nos dispararon desde un auto —le contó Agosto por lo bajo, aprovechando que la esposa, Coca, se había alejado en busca de otra pava para seguir el mate.
—Yo sé que me la quieren dar esos hijos de puta, pero no me voy achicar. Por algo cantan “Rucci traidor, a vos te va a pasar lo mismo que a Vandor”. Igual, tenemos que arreglar con esos pelotudos de los Montoneros. Estos chicos están confundidos: ¡querer sustituir a Perón!, ¡pelearle la conducción al General!… Sobre las amenazas, vos sos testigo que las tomo en serio y que me cuido mucho. Más no puedo hacer.
—¿Por qué no haces que te custodie la policía? Tus muchachos de la custodia son buenos para repartir piñas en los actos, pero no son profesionales.
—¿Para qué? ¿Para que me mate la policía por la espalda? Ya voy a cambiarlos, cuando Perón asuma la presidencia… Hablando de eso, “Tito”: ¿por qué no vas al fondo a decirle a los muchachos que vengan, que se nos hace tarde?
Rucci se refería a los tres “culatas” que esa noche habían quedado de custodia en la casa: Ramón “Negro” Rocha, un ex boxeador santafesino que había peleado tres veces con el mismísimo Carlos Monzón; Jorge Sampedro, más conocido como Jorge Corea o Negro Corea, otro ex boxeador pero de Villa Lugano, y Carlos “Nito” Carrere, a quien había traído de San Nicolás. Tres muchachos de confianza, del gremio, pero que ese día estaban bastante averiados: no habían dormido bien, habían tomado bastante e incluso uno de ellos había vuelto muy tarde del cabaret, a las 7 de la mañana. Coca lo había visto cuando entró casi a los tumbos. Ella estaba por llevar a los chicos, a Aníbal y a Claudia, a la escuela cuando vio que se movía el picaporte de la puerta de entrada. Pensó que venían a matarlos y abrazó a sus hijos, pero enseguida se dio cuenta que era uno de los escoltas de su marido.
Mientras Tito Muñoz volvió al living a la cabeza de una fila adormilada, Agosto menea la cabeza y echó un vistazo a su reloj: “Uy, son casi las 12, tendríamos que ir saliendo…”.
Rucci se puso una camisa bordó y un saco marrón a cuadros, y ordenó a Muñoz, su chofer: “Tito, avisale a los muchachos que están en la puerta que se suban a los autos, que se preparen que ya salimos. Pero, que no hagan mucho lío con las armas, que no las muestren mucho. ¡A ver si se cuidan un poco!”. Y salió a la calle.
Su asesinato impidió cualquier acuerdo entre Perón y los montoneros, y ese enfrentamiento terminó ensangrentando a toda la Argentina.
* Ceferino Reato es periodista y autor de “Operación Traviata, ¿quién mató a Rucci?”, de donde fue extraído este texto.
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