La Vicepresidenta acusó a EE.UU. de querer proscribirla mientras Fernández entraba a la Casa Blanca. El bloqueo kirchnerista y la economía destrozada de un Presidente sin política exterior
Por: Fernando González
No podía terminar bien. Alberto Fernández creía haber preparado todo hasta el más mínimo detalle. La cumbre con Joe Biden en la Casa Blanca era la frutilla del postre para una gestión que no había conseguido un solo mérito. Hacía tres años que el embajador argentino en Washington, Jorge Arguello, trabajaba para concretar el encuentro. Cada contrapunto con EE.UU. era un paso atrás y debía volver a empezar. Pero parecía que ahora todo se encaminaba. Después de pasar por el FMI, iba a estar Sergio Massa para pedir los dólares que la Argentina necesitaba y responder las dudas sobre China. Iba a estar Aníbal Fernández para prometer que el país inseguro no se iba a convertir en un narco estado. Estaba todo listo. Todo, menos Cristina.
Atenta a las noticias como lo ha estado a lo largo de toda su carrera política, Cristina encontró lo que buscaba unas horas antes de la reunión entre Biden y Alberto. Una declaración del senador estadounidense, Ted Cruz, pidiendo que se investigue a la Vicepresidenta por su condena por fraude al Estado en la causa Vialidad. No es un senador cualquiera. Es un dirigente republicano por el estado de Texas, amigo de Donald Trump y con intereses en la industria petrolera. Bingo. El enemigo perfecto para Cristina, que no dudó un instante y preparó el contrataque. A las 15.09 de Argentina, 21 minutos antes del comienzo de la cumbre en la Casa Blanca, escribió cuatro tuits que conmovieron al Gobierno. Directo al mentón de Alberto.
“Tal cual lo dije: proscripción. Le llegan refuerzos al Poder Judicial y a Comodoro Py. Dale…”, escribió en el primer mensaje de los cuatro, con ese estilo que utilizan los adolescentes en las redes sociales. La Vicepresidenta, que cumplió 70 años en febrero, interpretó a su aire el pedido del senador texano para adjudicarle a los Estados Unidos el padrinazgo de su condena judicial a seis años de prisión por corrupción con la obra pública.
En realidad, Ted Cruz, un hijo de padre cubano nacido en Calgary (Canadá), criado en Houston y recibido de abogado en Princeton, pidió que se investigue a Cristina por su condena judicial, lo mismo que al diputado Máximo Kirchner, al Procurador del Tesoro, Carlos Zannini; al viceministro de Justicia, Juan Martín Menna, y al senador Oscar Parrilli. Para todos ellos pide que se les cancele la visa y se les prohíba ingresar a los Estados Unidos.
Sería un castigo similar al que sufrieron el ex presidente ecuatoriano, Abdalá Bucaram Ortiz, y el vicepresidente paraguayo Hugo Velázquez. Bucaram había sido investigado en Ecuador y destituído a fines de los ‘90 por “insanía mental”. Incluso llegó a contratar a Domingo Cavallo para aplicar un remedo del Plan de Convertibilidad. El año pasado, EE.UU. los acusó de corrupción y les prohibió a Bucaram, a Velázquez y a sus familiares, el ingreso al país. Y el Tesoro evalúa también el eventual congelamiento de sus cuentas en los bancos estadounidenses. Esa es la sanción que el tejano Ted Cruz propone para Cristina Kirchner, para su hijo y para tres de quienes son los principales aliados políticos de la Vicepresidenta.
Una vez más, Cristina encontró la manera de bombardear los vínculos que Alberto Fernández intentó (sin éxito) establecer con EE.UU. para marcar algún tipo de diferenciación con quien lo inventó candidato. La primera vez fue cuando destruyó la gestión de Martín Guzmán como ministro de Economía. Lo elogió, y hasta lo recibía en el Senado al principio, pero terminó acusándolo de ser el topo del FMI en el “gobierno popular”.
Nada se compara, de todos modos, con el atentado legislativo al acuerdo con el Fondo Monetario. Por orden de Cristina, Máximo Kirchner y otros 28 diputados kirchneristas votaron en contra del acuerdo impulsado por Alberto Fernández y Guzmán. Intentaron conservar así el acné de la rebeldía y condicionar a su propio gobierno. Fue en la madrugada camporista del 11 de marzo de 2022, hace poco más de un año. Por esas deformaciones psicológicas de la Argentina, los acompañaron en el rechazo Javier Milei y Ricardo López Murphy. En el Departamento de Estado creen que es más fácil entender a Corea del Norte.
Esta semana, en una entrevista que el periodista Nacho Girón le hizo a Wado de Pedro en CNN Radio, el ministro explicó que el fracaso del gobierno que integra se debe básicamente a los “palos en la rueda” que Mauricio Macri les dejó hace cuarenta meses. Aquel 11 de marzo en que sus amigos diputados votaron en contra del acuerdo con el FMI debió haber estado mirando videos de Cámpora y de Perón, 49 días antes de que el viejo líder lo echara a patadas del poder y se reinstalara junto a Isabelita.
La cuestión es que Alberto se enteró de los tuits de Cristina mientras intentaba calmar sus nervios antes de entrar a la Casa Blanca. Por fin conseguía la Cumbre que la Vicepresidenta nunca había podido tener con Barack Obama. La verdad es que, antes de que estallaran los mensajes de Cristina contra EE.UU., ya sabía que su misión no tenía chance alguna de éxito. Con suerte y con la foto del encuentro, podría mantener algunas semanas el unicornio azul de la reelección. No era poco para estos tiempos.
Junto a Sergio Massa, el Presidente debía pedir una última línea de financiamiento para lograr que las reservas monetarias del Banco Central lleguen en un nivel mínimo al 10 de diciembre.
Enfrente, Biden lo esperó con la única razón por la que le otorgó la reunión. Estados Unidos necesita frenar el protagonismo y los negocios que China desarrolla desde hace varios años en América Latina. La lista era tan simple como contundente. Argentina no debería comprar los aviones caza FJ17 que gestionó en Beijing el exótico embajador Sabino Vaca Narvaja; debería congelar los avances chinos en la Hidrovía, en las inversiones de litio y en la concesión del 5G a la telefónica Wawei. Difícil. Detrás de todas esas cuestiones está la mano invisible de Cristina.
Biden le concedió la cumbre a Alberto Fernández como un gesto hacia América Latina. Lo cierto es que, en los últimos años, EE.UU. (con Obama, con Trump y con la administración actual) le prestó poca atención a la región favoreciendo el avance de China, y también de Rusia, que entraron de la mano de las dictaduras autocráticas (Venezuela, Cuba, Nicaragua) y ganaron espacio con los gobiernos de la izquierda populista: Lula en Brasil; Correa en Ecuador; Evo Morales en Bolivia y Cristina en Argentina. Alberto soñaba un imposible. Se percibía de izquierda con los caudillejos sudamericanos y simulaba moderación para poder llegar a la Casa Blanca. Su problema siempre fue Cristina y los tuits del miércoles lo estrellaron contra la realidad.
Hay anédotas que ilustran como la inoperancia en la gestión y la dependencia de Cristina fueron arrinconando a Alberto, y demoliendo una a una sus oportunidades de construir un perfil propio. En los últimos meses del año pasado, el gobierno socialista de España intentó aprovechar una circunstancia especial para revitalizar la relación entre la Unión Europea y América Latina, preocupados por el aislamiento latinoamericano.
Era la posibilidad de que Fernández siguiera presidiendo la Celac (Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños) también este año, coincidiendo justamente con el presidente español Pedro Sánchez, quien presidirá la comunidad europea a partir del 1º de julio próximo. Para España, Alberto lucía como un presidente más amigable que Lula o que el áspero mexicano Antonio Manuel López Obrador. Tal vez, lo sobreestimaban.
Incluso, en un encuentro diplomático en Madrid, el propio Rey Felipe VI se acercó al embajador argentino, Ricardo Alfonsín, para consultarle como estaba esa posibilidad. Alberto Fernández tenía que negociar con sus amigos Lula, López Obrador y el colombiano Gustavo Petro para extender un año más la presidencia de la Celac, organismo que jamás había servido para nada y que ahora podía tener un protagonismo impensable.
Alberto Fernández presidió la Celac en Buenos Aires el pasado 23 de enero, y se anticipó destacando la importancia del organismo en una entrevista con el diario brasileño Folha de San Pablo, pero la negativa de sus amigos regionales lo terminó marginando de la presidencia. Para colmo, debió entregarle el cargo al ignoto Ralph Everald Gonsalvez, primer ministro de San Vicente y las Granadinas, un archipiélago en el Caribe Sur que integra la Comunidad Británica de Naciones y reúne a 109.000 habitantes. La noticia, previsiblemente, no cayó bien en La Moncloa.
“Ni siquiera nos avisaron; nos enteramos por los diarios que Alberto ya no presidía la Celac y que no nos iba a poder apoyar para aprovechar la oportunidad de que España iba a presidir la Unión Europea”, se lamenta todavía un diplomático español. “San Vicente y las Granadinas, joder…”, decía incrédulo mientras tomaba una caña para poder digerir las contradicciones del país de Messi y del Papa Francisco. El país de Alberto y de Cristina.
España también está preocupada por el avance del relato ruso entre los países de América Latina. Por eso, Pedro Sánchez y el Rey Felipe VI aprovecharon la Cumbre Iberoamericana de la semana pasada para tratar de convencer a los presidentes sobre el daño que la invasión rusa a Ucrania le está provocando a la economía mundial. El despropósito de Vladimir Putin, y su caída en los brazos de Xi Jimping, han trazado una línea divisoria entre democracias y autocracias que conforma el nuevo escenario global. Y que empuja a Europa y a Estados Unidos a un nivel de acercamiento que no se registraba desde que el eje fascista de Alemania, Italia y Japón desató la Segunda Guerra Mundial.
Apesadumbrado por los tuits de Cristina, Alberto Fernández pasó por la Casa Blanca con la certeza de que el encuentro con Biden será el último chispazo de una gestión que jamás encendió el fuego. “Estoy contento porque estoy convencido de que se han abierto las puertas para un trabajo estratégico en conjunto con los Estados Unidos”, intentó entusiasmarse un rato después, cuando ya estaba en la embajada argentina en Washington.
Pero en los Estados Unidos, como en la Argentina y en la mayoría de los países que aún nos observan tratando de entender nuestro afán por la decadencia, saben perfectamente que cualquier atisbo de recuperación no sucederá con este gobierno. Que el 102,5% de inflación anual; que la pobreza infantil del 52% y que la implosión socio económica que atraviesa a la Argentina no se resuelve pidiéndole plata al mismo país al que se acusa de querer proscribir las chances electorales de sus gobernantes.
Para pedirle dinero a la primera potencia del planeta hay que hacer algo más convincente que dormir en el mejor hotel de Nueva York, a cuenta de los contribuyentes. Quizás primero ahorrar, y gastar algo menos de lo que se puede producir.
Por eso es que las conversaciones, para prometer una vez más que vamos a cambiar y a hacer las cosas un poco mejor, van a ser con aquellos a los que en diciembre les toque gobernar. Esos entusiastas que queden a cargo del país que todos los días perfecciona el misterio de la autodestrucción.
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