—¿Hay algo más Alberto? ¿Hay algo que tenga que saber? En serio te lo pregunto.
—No. Te juro que no.
Al Presidente empiezan a acosarlo preguntas demasiado incómodas. Ya no del periodismo, ya no de usuarios de Twitter, ya no de la oposición. Como en este caso, son formuladas por viejos amigos que le transmiten sus miedos con buena intención. Ese círculo íntimo pretende anticiparse a los próximos capítulos del escándalo por las celebraciones en la Quinta de Olivos hasta altas horas de la madrugada, el año pasado, en el momento de mayor incertidumbre por la pandemia y cuando el Presidente prometía mano de acero con los que se rebelaran al confinamiento.
¿Y si esto no termina acá? ¿Y si aparece algún video con Fabiola Yáñez cantando el feliz cumpleaños? ¿Y si hay más fotos de otros encuentros que constan en las planillas de ingresos? Por ejemplo: ¿No hubo fotos en el cumpleaños de Alberto, donde también se supone que participaron muchas personas? ¿Y si empiezan a contar qué pasaba en la residencia los visitantes, desde los amigos de Fabiola hasta los estilistas, veterinarios y preparadores físicos?
Son fantasmas que merodean la Casa Rosada y que transitan por la mente de quienes tienen sus nombres estampados en las listas. Luces rojas se instalaron desde el jueves en los comandos de campaña. Los principales candidatos debieron suspender las entrevistas. Sus estrategas se preguntaban: ¿cuánto impactará el affaire en la intención de voto? ¿Hasta cuándo se hablará del tema en los medios? Ven por delante una carrera dramática. En cuatro domingos se vota.
Alberto intentó tranquilizar a sus interlocutores en distintas conversaciones, previas a su exposición pública en el acto de Olavarría. Sucedió en las horas que siguieron a la aparición de la segunda foto, que tumbó el descargo que él y Santiago Cafiero habían hecho cuando apareció la primera, menos nítida. Ambos habían atribuido todas las reuniones a cuestiones de trabajo.
Como luego lo haría en el acto, Fernández buscó circunscribir el tema al cumpleaños de Fabiola, pasando por alto otros festejos sociales y las recurrentes presencias de personas que se dedicaban al cuidado de Dylan y a la imagen y a la estética de la pareja presidencial. También prefirió eludir las reiteradas entradas del taiwanés Chien Chia Hong, que se llevó varios contratos después de permanecer una noche en Olivos hasta las 2.58 de la madrugada.
Un habitué de las conversaciones en la Rosada le dijo a Alberto que no podía entender lo que había hecho, que el festejo de Fabiola parecía sacado de una serie. El Presidente le respondió: “Yo venía de trabajar y no me di cuenta. Me sumé”. Más tarde, frente a los cuestionamientos que provocó su descargo en Olavarría, cambió la postura. “Toda la culpa es mía”, le dijo a su equipo.
Aun los que quieren creer en su palabra se toman hoy un tiempo para desconfiar. Ni hablar los asesores externos y ciertos integrantes del Gabinete que no necesitaban más muestras para pedir cambios en el entorno presidencial. “Ni Alberto se cuida ni lo cuidan los que están al lado. ¿Nadie ve nada de lo que hace o les parece bien?”, se preguntan.
A los voceros de los ministros les habían asegurado que la primera foto que trascendió en las redes era apócrifa. Les transmitieron que eso había que responder cuando llamaran los periodistas. Por eso, desde las últimas horas hay menos colaboradores dispuestos a seguir tragando sapos. Y muchos desencantados están más abiertos a responder qué es lo que ocurrió y lo que está ocurriendo en el poder.
La segunda foto alteró los celulares el jueves a las 13.23, cuando la periodista Guadalupe Vázquez la reveló en el canal LN+. El Gobierno, otra vez, amagó con negar las evidencias. Hubo llamados a altas autoridades del canal mientras el programa estaba al aire: “Se están comiendo una fake news”, decían. Duró segundos.
Cuando la foto llegó a los teléfonos de los ministros hubo momentos de furia. Se sentían doblemente traicionados. “No lo podíamos creer. Primero por el hecho y luego porque nos habían dicho que la foto era falsa”, contó uno de ellos. No todos estaban asombrados, claro. Algunos siempre supieron la verdad.
El enojo de los funcionarios era espontáneo. A varios de ellos, por no decir a todos, les pasó lo mismo que al resto de los argentinos durante el aislamiento: se privaron de cumpleaños, de ver a sus padres y hasta de despedir a familiares muertos. Un ministro contaba el día del escándalo que su hijo estuvo casi un año sin ver a la novia y que el impedimento fue parte de un conflicto familiar.
El malestar de Cristina es mayúsculo. La foto no la tomó por sorpresa, sin embargo. Adquiere relevancia ahora una escena de febrero de 2020, que en su momento contó un hombre clave del Frente de Todos. Alberto llevaba casi tres meses a cargo. El Gobierno aún desconfiaba de que el coronavirus que arrasaba en algunos países llegaría con fuerza al país. El primer mandatario todavía confiaba en que podría cumplir su promesa de llenar la heladera de los argentinos y la convivencia en la alianza oficialista transitaba en paz. Esa presunta calma comenzó a resquebrajarse cuando Cristina vio algo que no le gustó.
No lo vio, en verdad. Se lo contaron o vaya a saberse de qué modo obtuvo información tan precisa. “Díganle a Alberto que pare”, le pidió la vicepresidenta a un importante funcionario. Se refería a algunos hábitos de su socio. Le fastidiaban ciertos desórdenes que, según ella -y así lo planteó-, no respetaban la investidura presidencial.
Los encuentros en la casa donde viven el Presidente y la Primera Dama, como todo el mundo acaba de descubrir, no cesaron ni en la etapa más estricta del encierro. ¿Cristina también estaba al tanto de eso? A juzgar por quienes hablan con ella de estas cuestiones si no lo sabía con exactitud al menos lo sospechaba.
Las pruebas llegan en el peor momento. Argentina acumula cifras estremecedoras de desempleo, pobreza e inflación. La pandemia se desarrolla sobre márgenes demasiado sensibles. Aún es bajo el porcentaje de argentinos vacunados con dos dosis (menos de 10 millones de personas) y la variante Delta amenaza con expandirse pronto. A ese combo viene a sumarse el escándalo de Olivos. La oposición se frota las manos, aunque el peso de la responsabilidad crece. Las miradas apuntan hacia Horacio Rodríguez Larreta, el dueño casi exclusivo de la lapicera a un lado y al otro de la General Paz. Vale todo menos perder, afirman sus aliados.
No será fácil hacer campaña para el oficialismo. La calle está en ebullición. Los piqueteros opositores permanecen dispuestos a seguir marchando y los movimientos sociales que forman parte del Gobierno están presionados por sus bases. Los planes y la ayuda social aparecen en el centro de la escena. El duelo entre el Movimiento Evita y La Cámpora subyace desde hace tiempo. El Evita, de tanto en tanto, también tiene roces con el Ejecutivo, pese a que sus líderes forman parte activa de la gestión.
“Nos escuchan pero no nos ven”, suele decir Emilio Pérsico, al hacer suya una frase del sociólogo Alexandre Roig. Hace poco más de una semana, Pérsico y su compañero del Evita, Fernando Navarro, invitaron al ministro de Economía, Martín Guzmán, a caminar por Ciudad Oculta. Guzmán había agendado una visita de 20 minutos. Se quedó cerca de dos horas. Pasó por un laboratorio recuperado por los trabajadores y por una escuela secundaria. Caminó tres cuadras y aceptó ir a almorzar a un comedor popular.
El comedor, por protocolo, no puede recibir gente. Cerca de 600 vecinos pasan por día a buscar la comida y se la llevan. El ministro los vio hacer la cola a través de una puerta enrejada, mientras comía un guiso de lentejas junto a doce militantes que le contaban historias acuciantes. La que más lo impactó fue la de un joven que le dijo que había estado preso y que cuando cumplió la condena nadie le daba trabajo por sus antecedentes. Un día, ya desesperado -contó-, rompió una botella de vidrio de Coca Cola y se subió a un colectivo con esa “arma” para ir a robar de nuevo. En ese momento le sonó el celular y le ofrecieron un trabajo. “Yo no volví a robar, pero a miles de personas no les queda otra”, le dijo al ministro. Guzmán escuchó mucho y habló poco. Contó, sí, que su obsesión es ordenar la macroeconomía para generar empleo y dijo que para eso es determinante un acuerdo con el FMI.
Al finalizar el almuerzo, el ministro pidió ir a saludar a las cocineras. “No comía un guiso tan rico desde que murió mi abuela”, les agradeció. Chocó los puños de las mujeres, se colocó el barbijo y pidió que lo llevaran de regreso a su despacho.
Santiago Fioriti (Clarín)