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Tini y De Paul en el país de “los fieles” a meses del Mundial

Y claro, si de un lado está la familia argentina de Instagram; del otro está también el repudio corporativo a quien ose quebrar esa paz posada, para que la fantasía de la fidelidad y la monogamia se sostengan.
Volvió la dicotomía y es en clave femenina. ¿Team Wanda o Team China?, ¿Team Cami Homs o Tini Stoessel? De un lado, la madre, la hermana, la oficial, la compañera, la “jermu”, la puérpera. Del otro, la zorra, la rompehogares, la robamaridos, la otra, la culpable, la tercera en discordia. Los tipos no entran en el debate: están cumpliendo su tarea de varones, jugando a la pelota.

Lo hacía Maradona hace cuarenta años y lo hace Rodrigo De Paul ahora. Se supone que en el medio pasaron muchas cosas, pero es raro: la mirada social no parece haber evolucionado demasiado. No importa ni su derecho a enamorarse de otra persona, ni el acuerdo que haya tenido con la madre de sus hijos, ni el hecho de que todos los que intervienen en el escándalo de la semana son adultos responsables; de pronto De Paul y su familia deben erigirse en el sostén nacional de los valores morales.

Y claro, si de un lado está la familia argentina de Instagram, Wanda Nara y Mauro Icardi vestidos de blanco frente a la Torre Eiffel como prueba de que no hay tormenta ni sangre japonesa capaz de romper lo que une un buen “filtro París”; del otro está también el repudio corporativo a quien ose quebrar esa paz posada y una fila de señoras de futbolistas dispuestas a sostener con likes a la agraviada de turno para que la fantasía de la fidelidad y la monogamia se sostengan. Por lo menos hasta el Mundial.

Y el Mundial es otra metáfora. Porque al menos en el universo de los que ya doblaron la curva de los treinta y cinco, detrás de cada partido y de cada familia mundialista hay un grupo de amigos argentinos que se reúnen frente a un televisor con sus mujeres y sus hijos como satélites incómodos, y mientras ellos miran la pantalla sin que nadie los distraiga, ellas cumplen su rol de ir y volver con la picada, o cortan la cebolla para las ensaladas y eligen si son de Tini o de Cami o de la China o de Wanda. O de Sinagra o de Claudia, como hace cuarenta años. Y aquí no ha pasado nada ni aunque ahora hayamos escuchado el horror de lo que había detrás del supuesto glamour del champagne Crystal de Mariana Nannis.

Creo que el comentario que más me impresionó esta semana entre los muchos de los que siguen tranquilamente la discusión desde su casa como si nunca hubieran metido un cuerno o como si fueran perfectos o en sus vidas pudieran manejar absolutamente todo con la certeza del blanco y el negro, fue precisamente la preocupación por el Mundial. En líneas generales, el razonamiento es que, “por culpa de Tini”, el rendimiento “del pibe de Paul” en Qatar podría a bajar y que incluso también “puede complicar a Messi” ahora que Antonella Roccuzzo, su mujer, apoyó públicamente a la ex del jugador, Camila Homs.

Tengo mucho para decir sobre esto. Pero lo primero, aunque sea obvio, es que me da pena ver hasta qué punto los futbolistas están casi tan cosificados como las mujeres y los niños. Y aún así, siendo considerados objetos que pueden ser robados como trofeos millonarios incluso si sus nuevas novias –hoy Tini, como ayer Shakira para Piqué, o como pudo ser la China Suárez con Icardi– tienen carreras tanto o más importantes que las de ellos (porque en ese sentido está claro también que las nuestras nunca son relevantes, no importa lo que hagamos, como se ve en el caso de Tini), todavía tienen un lugar de privilegio.

De Paul estaba afuera jugando cuando nació su hijo, y ahora mientras rehace su vida, la madre se ocupa del bebito, algo que refleja una historia que es común a muchísimas mujeres: en las generales, de la responsabilidad de ser padres todos los días –más allá de la cuota de alimentos, en los casos más afortunados– escapan sólo ellos, y al centrocampista del Atlético Madrid nadie le exige eso.

Al jugador parece haberle venido bien mantener a su familia feliz a la vista del público y también deshacer eso para parecer más prolijo cuando quiso blanquear su noviazgo con la cantante. Y es razonable también: todos hacemos lo que podemos. Tenemos además en el fútbol ídolos con prontuarios mucho más espesos; es lógico que no lo señalemos a él especialmente. Pero, ¿por qué señalar a su novia? ¿Porque es rica, porque es exitosa, porque del otro lado hay una puérpera, como leí y escuché muchas veces esta semana? ¿Eso es culpa de la mujer que está del otro lado?

Conocí un hombre casado que, para seducir, mandaba fotos con su bebito en brazos, y a mujeres que lo encontraban atractivo y “padrazo”. Nadie es culpable de enamorarse. Tampoco de ser mujer y tener una carrera. Los designios de la atracción son insondables. Las parejas felices también son infieles y hay una realidad escrita por el patriarcado: no existen palabras para denigrar a los hombres no monógamos. Históricamente a ellos se les permitió casarse con más de una mujer, tener amantes oficiales y segundas –y terceras y cuartas, y también clasificarlas en material para esposa y para una sola noche, al mejor estilo de El cuento de la criada–, y engañar con relativa impunidad.

Nosotras lo sabemos porque hasta hemos ayudado a nuestros amigos y jefes a hacerlo con más elegancia. Los infieles eran graciosos y galanes y sementales hasta hace muy poco; que los señores no sean monógamos estaba y sigue estando aceptado. Por eso, que De Paul o Icardi o Maradona fueran infieles no era un problema. El problema es que quieran caminar de la mano con “la otra” por Ibiza, o peor: que pierdan mundiales por la presión de sus esposas “oficiales”. La rueda del machismo es grande y no se sostiene sola. La empujamos entre todos.

Hay una serie inglesa ahora entre las más vistas de Netflix, Anatomía de un escándalo, en donde Sienna Miller, oficial y hermosa, enfrenta el engaño de su marido. La historia habla también del poder y del consentimiento, pero a mí me interesa pensar por qué la fidelidad vuelve a ser un tema cuando hasta hace pocos años el poliamor se debatía en la sobremesa, la misma de los amigos y la picada. ¿Por qué después de toda el agua que pasó bajo el puente, de todo lo que caminamos las mujeres, estamos otra vez, y por decisión nuestra discutiendo entre nosotras a ver quién se queda con un señor que juega a la pelota; señalando “rompehogares” y “busconas” como si la institución de la familia se hubiese mantenido inalterable y sagrada o fuese algo plausible de ser arruinado, como dijo Homs, en vez de una estructura en constante movimiento, laxa, cambiante, en donde entran tantas formas como personas posibles?

Esta semana también me llamó la atención la sorpresa de muchos por la presencia de la ex mujer de Jorge Lanata, Sara “Kiwita” Stewart Brown, en su casamiento. Como si fuera una rareza que la madre de su hija, que además le donó un riñón, pudiera llevarse bien con quien fue su pareja. Llevamos décadas de otras formas de familias para seguir bajando línea, aunque sea para bien, sobre lo ensamblado, o lo distinto. Y es que sí, no hay dos familias iguales, ni siquiera en Instagram y con mil filtros. De nuevo, ¿qué más podía hacer Kiwi por el padre de su hija aparte de donarle un órgano? Pero, como con Cami y Tini, para las redes lo importante fue comparar los looks de “la actual” y “la anterior”.

Caímos otra vez en una trampa: la infidelidad de los varones volvió a aceptarse y perdonarse, en parte porque aquello de la responsabilidad afectiva y codificar el amor resultaba demasiado pesado y deshonesto hasta para las mejores feministas –¿quién puede decir sin mentir que es responsable afectivamente siquiera consigo mismo?–, pero, en cambio, las mujeres volvimos a ser condenadas. Porque de la imagen de la puérpera engañada y las botineras asociadas que la defienden –porque no sea cosa que prenda la mala idea–, se desprende que las buenas mujeres somos monógamas por naturaleza, como mandaba el patriarcado. Y entonces el adulterio en nosotras “es mucho menos perdonable que en el hombre”, como escribió el filósofo alemán Arthur Schopenhauer en 1850.

Tres siglos después, Wanda le pone otro filtro a la realidad, otra capa de sentido que la aleja de la chica que posaba para la tapa de Paparazzi y especulaba con su virginidad. Cumplir con las expectativas del patriarcado –ser “naturalmente” virgen, fiel, maternal y monógama– tiene sus recompensas, dicen su like y el de Antonella Rocuzzo, como el de muchas señoras que opinan desde su casa sin el peso del juicio público.

Ese es el verdadero partido que se juega en el Team Cami o Team Tini y es mucho más importante que Qatar, no sólo para ellas. Porque la monogamia obligatoria y esta vuelta a la idea de la familia tipo como salvaguarda de la sociedad nos priva –sobre todo a las mujeres y a las disidencias– del derecho fundamental a decidir ya no sólo sobre nuestros cuerpos sino sobre nuestras vidas.

La monogamia taxativa es por definición posesiva, aún está cargada de prejuicios, y –como vemos todos los días– es potencialmente mortal, basta con preguntarse cuántos violentos dicen que matan por “una infidelidad”. Su fin histórico ha sido controlar nuestra vida amorosa y nuestra sexualidad: por eso parece una locura que la salida social que encontramos hoy para una infidelidad masculina sea estimular la competencia entre nosotras. Pero también es cierto que, igual que con la picada en la reunión de amigos, a veces la dejamos servida.

Mercedes Funes

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