Después de atravesar varios meses con problemas de salud, murió anoche la actriz Libertad Leblanc a los 83 años, según confirmaron fuentes cercanas a LA NACION.
En marzo pasado le habían dado el alta en el Hospital Rivadavia, pero su estado era muy delicado. Su hija Leonor había viajado en ese momento al país, ya que vive en Suiza, para estar cerca de su madre y ahora, ante esta triste noticia está organizando todo a distancia y viendo si puede regresar para despedirse de ella.
En cualquier buena historia, como en la vida, la figura del antagonista es imprescindible. Incluso suele suceder que por momentos eclipsa a su contraparte y adquiere un total protagonismo. Libertad Leblanc saltó a la fama en la década del 60 como “la rival de Isabel Sarli”. La morocha y la rubia, la tímida y la atrevida, la sumisa y la rebelde, una “grieta” cinematográfica que a Libertad le venía muy bien para equipararse a su compañera, que para fines de la década le llevaba media docena de películas de ventaja y otros tantos escándalos mediáticos.
Aunque Libertad siempre relativizó esta construcción a fuerza de contrastes, lo cierto es que fue ella quien pergeñó el asunto, como campaña publicitaria para el estreno en Venezuela de la película La flor de Irupé (1962): “Como no había un centavo para la promoción se me ocurrió poner en el afiche la frase ‘Libertad Leblanc, la rival de Isabel Sarli’. A ella no le molestó, con el que sí tuve problemas fue con Armando (Bó). No lo hice por hacer daño, lo hice para imponer mi nombre, y lo logré”. La bronca fue tal, que la actriz rechazó lo que tal vez hubiera sido el proyecto más recordado de su vida: una película junto a Sarli que se iba a llamar El agua trajo la sal. Pero claro, como Bó se empecinó en dirigirla, la rubia no quiso saber nada.
Sin embargo, las similitudes -para bien y para mal- terminaban ahí. Porque si Sarli necesitó de un Armando Bó para cimentar su imagen de culto, Libertad siempre se las arregló sola, convirtiéndose en su propia manager y construyendo paso a paso su carrera, tanto en la Argentina como en Latinoamérica; pero eso sí, no perdiendo de vista que hasta el último día de su vida, dentro y fuera del set, tenía que ser una femme fatale.
Libertad María de los Ángeles Vicich Blanco nació un 24 de febrero, algunos dicen que en 1936, otros que en 1938, en la localidad rionegrina de Guardia Mitre. La alegría de su llegada se empañó menos de un año después cuando su padre fue asesinado. La actriz escribiría mucho tiempo después: “Ay padre, por que te quitaron de mi lado, no teniendo yo ni un añito aún. Nunca pude superarlo. ¿Por qué no pude disfrutar de tu abrazo y tu ternura? La vida empezó para mí castigándome. Mi madre me contó que las mujeres te perseguían y que muy frecuentemente para su llanto y angustia te dejabas alcanzar. Desde niño te llamaban ‘Cara de ángel’. Te mataron y nunca se supo quién fue”. Junto a la madre, fue su abuelo materno quién le brindó la figura paterna que nunca olvidaría: “Español, con sus maravillosos ojos oscuros, apasionados, en una cara de finos rasgos y piel muy blanca. Abuelo hiciste de padre. Te amaré siempre y nunca te olvidaré”.
En su adolescencia, Leblanc estudió magisterio por mandato familiar, aunque su verdadera pasión era el periodismo. Aunque se frustró su vocación, durante la adolescencia llegó a publicar algunas notas en un diario bonaerense llamado El Oeste. Enseguida, el primer premio del concurso de belleza Miss Citrus le abrió las puertas al modelaje y a las fotonovelas, muy populares entonces. De ahí al cine había un paso muy chiquito, pero no sucedió acá sino en Venezuela. Así se lo contaba años después a Marta Dillon: “Conocí a un periodista de ese país en el Instituto de Cine, yo siempre andaba por ahí buscando trabajo. Me vio hermosa, tan blanca, y dijo que había que llevarme al festival porque se necesitaba gente nueva. Las estrellas eran Graciela Borges, Gilda Lousek y Elsa Daniel, todas mujeres lindas y con aspecto de ingenuas. Pensé bastante qué hacer en ese festival y se me ocurrió ponerme un bikini rojo chiquitito a lunares blancos, y mientras le hacían notas a Graciela al lado de la piscina me saqué el vestido como si fuera a tomar un baño. ¡Para qué! ¡Fue un escándalo! Se me vinieron todos los periodistas al humo, los productores pedían películas mías, no podían creer que nunca hubiera filmado”. La anécdota sucedió en el hotel Tamanaco de Caracas.
Luego de papeles menores en dos producciones a las órdenes de Enrique Carreras (El primer beso, 1958) y Enrique Cahen Salaberry (El bote, el río y la gente, 1960), llega a la vida de Libertad Leblanc su primer protagónico y su primer desnudo, en la ya mencionada La flor del Irupé, de 1962. El éxito fue inesperado y para la rubia rionegrina un pasaporte directo al estrellato. Un año después filmó Acosada (aunque se estrenó recién en septiembre de 1964), coproducción con Venezuela que marca su primera escena de sexo en el cine. Contra todo pronóstico, la película fue un éxito tanto en la Argentina como en el exterior, llegando a estrenarse en los Estados Unidos con el título de The Pink Pussy, Where Sin Lives. Incluso la leyenda dice que recaudó más que El Cid, el clásico de Charlton Heston y Sophia Loren.
Sex symbol
Así comenzó una carrera en la pantalla grande que atesora una treintena de títulos, pivoteando entre Argentina, México, Venezuela, Puerto Rico y Perú, que se caracterizaron por reforzar su imagen de sex symbol a pura seducción, escotes y pasión. Algunos de esos títulos también se destacaron dentro de la cinematografía argentina por diferentes razones, artísticas y no tanto. Como Testigo para un crimen (1963), que marcó la primera aparición de una persona trans en el cine nacional; María M. (1964), que estuvo a punto de no hacerse a raíz del trágico final de matiz religioso imaginado por el director Emilio Vieyra que generó un conflicto en el Instituto de Cine y terminó modificándose; Fuego en la sangre (1965), la única ocasión en la que se pudo ver a una Libertad Leblanc morocha; Psexoanálisis (1968), el psicodélico debut en la dirección de cine de Héctor Olivera; o Furia en la isla (1976), que contó con una edición en VHS con escenas eróticas que nunca se vieron en pantalla grande.
Por temática y actitud, las películas de Leblanc siempre estuvieron en la lupa de la censura ejercida por Miguel Paulino Tato. Ella recordaba: “Él cortaba los desnudos, los pegaba y se los llevaba a su casa. Por lo menos, Isabel tenía a un Armando Bó que la defendía. Yo estaba sola. Sufrí mucho la censura. Lo agarré al miserable de Tato una vez, y lo arañé todo. ‘Sáquenme esta loca’, decía”.
Sarli lo tenía a Armando, pero Libertad era su propia manager, productora en varios de sus films, y hasta distribuidora. Nadie la iba a entender mejor que ella misma, y por eso de muy joven decidió que de su carrera no se ocuparía nadie más. Y así fue, porque en la vida de “la diosa blanca”, los hombres estaban para otra cosa.
“El tiempo no lo perdí, lo pasé fenómeno”
De una familia católica y conservadora, el deseo de su madre era que su hija se casara con un alférez de la Marina. Pero Libertad nació libre, y por lo tanto renegó del mandato. Con 18 años, sueños de modelo y recién llegada a Buenos Aires, Leblanc comenzó a explotar sus dotes físicas en fotonovelas, así conoció al empresario Leonardo Barujel. Se casaron en 1954, un mes y medio después de verse por primera vez, y también así de rápido se separaron. En una entrevista con Kado Kotzer, la actriz describía esa época agridulce de su vida: “Barujel -entonces empresario de la mayoría de los shows más importantes: Marabú, Tabaris, Embassy- me introdujo en el mundo de la noche, que me fascinó. En los camarines del Maipo vi por primera vez chicas semidesnudas. Con Barujel conocí muchas cosas y me inicié sexualmente. Pero nuestra vida en común se hacía cada vez más insoportable”. Las peleas eran frecuentes, y junto a cada disculpa recibía del productor una joya costosa.
En plena crisis de pareja y con su hija Leonor recién nacida (hoy vive en Suiza), Libertad recibió una oferta para irse a trabajar a Hollywood. “Pero tenía que irme con la beba y necesitaba la firma de Barujel. Nosotros ya estábamos mal pero quería que volviera con él. Le dije que me quedaba, pero con él no volvería nunca más”.
A la estrella nunca se le volvió a conocer una pareja estable, pero sí “pretendientes” que desfilaron, uno tras otro, a lo largo de los años: “El tiempo no lo perdí, lo pasé fenómeno”. A pesar de la discreción que siempre ostentó, se conocieron algunas historias, como la del venezolano dueño de la cerveza Polar que le propuso casamiento luego de tenerla como protagonista de una campaña o un cardiólogo estadounidense que se enamoró de ella en la primera mitad de la década del 90. Y aunque nunca negó su cercanía con el poder, civil o militar de turno, el romance prohibido que más llamó la atención fue el que mantuvo durante cuatro años con el cantante de ópera Plácido Domingo, estando él casado. Invitada al programa Incorrectas, en febrero de este año, Leblanc no quiso dar mayores detalles pero aseguró: “No sabía si estaba comprometido. Fue una cosa que pasó, y cuando me enteré de la situación me alejé de él. Porque yo soy posesiva con el hombre, lo que es mío es mío”.
Guillermo Courau