Se conocieron a los 9 años en Rosario. Aunque él estaba convencido de que ella iba a ser su novia, se tuvo que ir a Barcelona. Se reencontraron años después por un motivo trágico, pero desde entonces nunca se separaron, aunque vivieran a miles de kilómetros. Hoy pasean su pasión por el mundo, como si el tiempo no hubiese pasado
Por Joaquín Sánchez Mariño
La imagen recorre el mundo entero. Es una más de tantas, ni siquiera la más famosa, ni siquiera la más recordada. La calidad de video es mala, lo tomó alguien secretamente, a través de las mesas y los invitados. Se escucha la voz de Abel Pintos entonando una de sus canciones más populares. El título bien podría dar nombre a esta historia, y es acaso el motivo por el que la eligieron: otro juramento, más secreto, más íntimo, en el que se reconocieron mutuamente que lo suyo es, como dice el tema, Sin principio ni final.
Ella, Antonela Roccuzzo. Él, Lionel Andrés Messi Cuccittini. Ambos oriundos de la ciudad de Rosario, ambos hinchas de Newell’s. Poco habitante sobre la tierra desconocerá quiénes son. Su historia no comienza con aquella escena, ni con el nacimiento de sus hijos, ni siquiera en la primera visita de ella a Barcelona.
Su historia comienza en 1996 gracias a Lucas Scaglia: también futbolista como Messi -hoy juega en el Las Vegas Lights-, también bajito -1,68 metros-, también rosarino y del ’87 -del 6 de mayo para ser precisos, un mes y 18 días mayor que su amigo-. Es él quien, a los 9 años, le presenta a su prima, Antonela. Aunque en rigor, no es que se la presente: son nenes, apenas se reúnen y juegan juntos por las calles de Rosario.
Los dos amigos militan en las inferiores de Newell’s, Antonela a veces los acompaña, a veces toman la merienda, a veces hacen travesuras que no sabemos pero podemos imaginar. Ese sería, en apariencia, el «principio». Lío la mira, empieza entonces a gustar de ella, pero no lo dice. Chiquito, tímido y preocupado por el fútbol, no lo dice. Su carrera de pronto adquiere la velocidad de un meteoro y no puede ocuparse más de querer a una chica.
Solo queda un testimonio de aquella época, una serie de cartas que nadie salvo ella vio, en las que un Messi infantil le dice cosas lindas o simpáticas para anunciarle que algún día, cuando crecieran, ella iba a ser su novia. No se equivocó. Pero solo fueron amigos hasta el año 2000, cuando el jovencísimo Lio Messi partió rumbo a Europa.
Pasó el tiempo. Antonela comenzó a estudiar Odontología. Su familia no tenía problemas económicos, todo lo contrario: eran dueños de una cadena de supermercados y ella podía estudiar lo que quisiera. Con esa misma libertad, un día dejó la carrera y empezó a estudiar Comunicación Social. También dejó. Mientras, entrenaba gimnasia deportiva. La actividad física, el deporte, parecía ser lo suyo. No lo dejó nunca, sin importar los exigentes entrenamientos.
Messi andaba en algo parecido. Vivía ya en Barcelona, había iniciado un tratamiento de hormonas que lo hicieron crecer físicamente. Jugaba -ya lo saben todos- en un club llamado Barcelona. Es historia conocida: debuta el primero de mayo de 2005 y su mito se instala en el planeta para siempre.
Desde entonces, cada vez que un pibe menudito debute con un gol y muestre cierto desparpajo, todos soñaremos con «el próximo Messi». Pero la verdad es que ninguno como él aparece todavía. Tiene por entonces 18 años. Antonela, 17. Llevan vidas alejadas hasta que una tragedia interrumpe la distancia y se reencuentran.
Una amiga de Antonela muere en un accidente. Messi se entera. Y, de visita en la Argentina, la acompaña. Aunque él ya había debutado en el Barcelona, son aún dos adolescentes. Según cuentan, Antonela sale por entonces con un joven de Rosario, pero su nombre queda en el olvido. Las cosas cambian, pero nadie se entera porque se juran silencio. Nace algo más adulto entre los dos. Recién entonces Antonela comienza su vida de estudiante y Messi de futbolista de éxito, pero ellos saben -solo ellos- que están unidos por algo más.
Dos años después de ese reencuentro, en el 2007, surge la primera confirmación: Antonela le confiesa a sus amigas el noviazgo. Se amplía el círculo de los que saben, pero sigue el secreto.
Dos años más sin que ningún medio pueda confirmarlo. ¿Qué ocupa sus días durante ese tiempo? ¿De qué hablaban? ¿Cómo? ¿Cuántos encuentros hubo sin que los medios pudieran perseguirlos?
No obstante, llega un punto en que el amor necesita pronunciarse. Ese momento exacto en esta historia llegó en 2009. Antonela viajó a Barcelona y se instaló en la mansión de Messi en Castelldefels. Cuatro pisos, pileta, una cancha de fútbol 11, pero ante todo, privacidad en su variante romántica: intimidad. Desde allí crecen los sueños de una familia.
Finalmente sí se los ve juntos, abrazados en el carnaval de Sitges, amarraditos, como dice la canción. La estrella más brillante del universo de pronto tiene novia. Se llama Antonela Roccuzzo y las revistas comienzan a imprimir ese nombre a destajo.
Tres años después una pelota de fútbol será quien lleve el mensaje al resto del mundo: es 2 de junio de 2012 y la Argentina se enfrenta a Ecuador en el estadio Monumental. Quienes vivieron de cerca ese partido saben la desesperación que tenía Messi por meter un gol -desesperación, por otro lado, que tenía en todos lo partidos de su vida-. Lo hizo, por supuesto: Argentina 4, Ecuador 0. Y en su gol, en su estallido, balón dentro de la camiseta ensanchando su panza y anuncio de embarazo: Thiago estaba en camino y Messi lo contaba con su festejo, a su manera.
Nació el 2 de noviembre de ese mismo 2012. «¡Hoy soy el hombre más feliz del mundo, mi hijo nació y gracias a Dios por este regalo!», escribió en su página de Facebook. Tiempo después se tatuaría el nombre de Thiago en el gemelo izquierdo. Era todavía un Messi esquivo de las palabras. No le gustaba hablar demasiado, lo acompañaba siempre el perfil bajo, apenas si se enojaba. Pero ese día el hombre que había logrado las cosas más insólitas, el más adorado sobre la tierra, se convertía además en el más feliz del mundo. No por su talento, no por su fama, por su familia.
Siguieron creciendo, los Messi: el 11 de septiembre de 2015 nació Mateo, y el 10 de marzo de 2018, Ciro. Cuatro hombres y una mujer, tal es la forma que el destino dibujó para su familia. Lio (32), Antonela (31), Thiago (7), Mateo (3) y Ciro (1). Las tapas de revistas y medios digitales ya no tienen una pareja sino un quinteto.
El mismo que fue furor durante el último receso europeo, cuando aparecieron sus fotos en las playas paradisíacas del caribe, en Antigua y Barbuda.
No fueron sino acompañados de la familia de Luis Suárez, el mejor amigo de Lío, cuya esposa –Sofía Balbi– es íntima de Antonela.
Las vacaciones siguieron en Ibiza. Gran yate, pieles bronceadas, abrazos al sol. Amor, pasión y verano en estado puro. Y de pronto un video se transformó en viral: Messi, muy mimoso con su esposo, hace acaricia subida de tono mientras disfrutaban de la fiesta junto a sus amigos. La pasión entre ellos, a pesar de los años transcurridos, cada día parece crecer más…
Si el amor es, como dice Octavio Paz, «la aceptación voluntaria de una fatalidad», no hay nada más absurdo que poner una fecha de comienzo a algo que iba a suceder de todos modos.
De todas formas, esa primera imagen con que comienza esta nota pueda ser, acaso, una fecha de referencia. ¿Si todos añoramos el día en que Lio levante cierta copa, por qué no recordar la noche en que sostuvo por primera vez el anillo? Viernes 30 de junio de 2017 en el Hotel Casino City Center. No más de 280 invitados pero más de 300 efectivos de seguridad. Testigos: los tres hermanos de Lionel por un lado (Rodrigo, María Sol, y Matías); las hermanas de Antonela por el otro (Paula y Carla). Además, los padres de ambos: Jorge Messi y Celia María Cuccittini, y José Roccuzzo y Patricia Blanco.
Fue ese día, esa noche, cuando se dieron el sí oficial. Abel Pintos cantó Sin principio ni final acompañado de un piano. Su voz rasposa -la preferida de Antonela- quedó para siempre grabada en esta historia de amor. Lio la abrazó de atrás. Ella, de blanco, hermosísima, se limpió las lágrimas con los dedos. Fue en 2017, pero qué importa, al parecer no hay principio, al parecer no hay final.
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