La comezón del séptimo año se convirtió en toda una sensación en Broadway desde su estreno, en noviembre de 1952.
«Todo un fin de semana de lujuria» fue la frase con la que el Hollywood Reporter sintetizó el espíritu de aquella comedia teatral sobre el adulterio, escrita con astucia y sentido de época por el dramaturgo George Axelrod.
La obra, bajo el paraguas del tono burlón sobre el matrimonio y la infidelidad, ejercía una corrosiva crítica al ‘american way of life’ tan celebrado en los 50, desde el confort vendido en la publicidad hasta el matrimonio feliz sellado por el modelo de familia que había dejado la posguerra. El ingenio y el oportunismo de Axelrod no pasaron inadvertidos para Billy Wilder, uno de los directores ejemplares de ese nuevo Hollywood que inmigrantes y desencantados forjaban con el oscuro humor de los outsiders . Su contrato con la Paramount había terminado y la historia de Axelrod le ofrecía una inmejorable oportunidad de probar suerte en otro estudio, perseguir sus ideales de autonomía e independencia, y conseguir sumar a su proyecto a una de las grandes estrellas del momento: Marilyn Monroe .
La tarea no era sencilla. Varios estudios se interesaron en el texto de Axelrod a raíz del éxito teatral, pero las exigencias del código de censura que regía en el cine los desalentaron. No era para menos. La comezón del séptimo año era la historia de Richard Sherman, un publicista neoyorkino que pasaba un caluroso verano en la ciudad sin su familia y se veía tentado por la aparición de su vecina de arriba. El sexo, el adulterio y las fantasías eróticas eran claves en la pieza teatral, elementos que el cine todavía regulaba con mayor vehemencia . Pero Wilder no se rindió fácilmente: se contactó con Charlie Feldman, agente de Marilyn Monroe y productor ocasional, y ambos encararon la compra de los derechos de la obra y la venta de la distribución a la Fox.
Como era habitual para Wilder, la concreción del guion requería de un colaborador, no podía hacerlo solo. Los años con Charles Brackett, su compañero en los inicios en la Paramount, habían quedado atrás y el encuentro con I.A.L. Diamond, que depararía logros como Una Eva y dos Adanes o Piso de soltero , todavía le aguardaba en el futuro. Así que el mismísimo Axerold fue el elegido, y director y guionista pusieron manos a la obra para sortear en los gags y las atrevidas sugerencias sobre el sexo y la moral la atenta mirada de la censura de la época.
«Wilder y Feldman viajaron a Nueva York en mayo de 1954 para buscar locaciones y entrevistar actores», escribe Ed Sikov en su libro Billy Wilder. Vida y obra de un cineasta . «La elección del reparto todavía estaba en el aire, sobre todo la del protagonista masculino. Wilder, que dudaba de la capacidad de Ewell de hacer frente a Monroe en la pantalla, quería a un actor más conocido». Tom Ewell era el actor que daba vida a Richard Sherman en el teatro; con su aspecto endeble y desgarbado, tartamudeando en cada encuentro con la rubia que lo visitaba de improviso y le pedía hielo para atemperar su ardor, resultaba el mejor exponente del americano regido por represiones sociales, tentado por el adulterio como forma de liberación. Pero para el público del cine era un desconocido, y la presencia de Marilyn Monroe como «La Chica», figura que Axerold no se había atrevido a nombrar en su escritura, resultaba demasiado intimidante.
Se hicieron pruebas a un Gary Cooper ya maduro, que Wilder conocía en su versión torpe e introvertida desde el rodaje de Bola de fueg o (1941), de Howard Hawks, en la que fue guionista, y también a William Holden, quien resultaba demasiado confiado y con apostura de galán. Se corrió el rumor de Jack Lemmon, que no pasó de ser un deseo de la prensa pero que podría haber sido un buen candidato, y también se deslizó el nombre de Walter Matthau, que convenció a Wilder pero fue vetado por Darryl F. Zanuck, el mandamás de la Fox. Así, Ewell ganó su papel, con esa mueca de asombro que originaban sus sueños de amores imposibles, sus fantasías de galán irresistible, de inmejorable representante de ese hombre que ve su vida asomarse sin remedio al abismo de un deseo prohibido.
El rodaje comenzó el 1° de septiembre en el Yankee Stadium del Bronx, donde se filmó una escena que finalmente no quedó en el montaje definitivo. Wilder, que no filmaba en Nueva York desde Días sin huella , sintió que ese ambiente era indispensable para la película: la textura de una ciudad dominada por el ajetreo urbano, por el calor del verano, por el aire que se agita a cielo abierto. Pero también fue todo un riesgo, sobre todo cuando el jefe de publicidad de la Fox informó a toda el área metropolitana de Nueva York la llegada de Marilyn Monroe el 9 de septiembre. «Fue un gran golpe publicitario», reconoce Sikov. «Pero cuando cientos de personas se presentaron en el rodaje, la película corrió peligro. No se trataba de que uno o dos transeúntes perdidos reconocieran a una estrella de cine maquillada y transformada, como había sucedido en Días sin huella . Era un verdadero pandemónium».
La locura que despertó la presencia de Marilyn se sumó al contenido de la escena que se filmaba: su personaje se paraba en la rejilla del subte y la falda del vestido se levantaba en aquel gesto inmortalizado en cientos de imágenes. Así describe Wilder la escena en una de las entrevistas con el crítico francés Michel Ciment: «Estábamos filmando en el cruce de la calle 54 y Madison Avenue. Habría unas cinco mil personas esperando para ver las piernas de Marilyn. Y bajo la rejilla, los técnicos que operaban los ventiladores se dejaban sobornar con jarras de vino por los mirones que querían ver a Marilyn desde abajo. Volvimos a filmar la escena varias veces y era imposible. Los espectadores estaban agitados, pedían autógrafos a los gritos. Aquello se volvía cada vez más embarazoso y a Joe Di Maggio, el marido de Marilyn por entonces, que estaba presente, no parecía gustarle el espectáculo. Yo no controlaba nada. Así que regresamos a la Fox y reconstruimos una esquina de la calle en el estudio. La escena quedó perfecta».
Después de la caótica experiencia en exteriores, el rodaje continuó en Hollywood durante los meses de septiembre y octubre. Una de las constantes preocupaciones de Zanuck, el productor de la Fox, era que el guion no estuviera terminado, incluso ya avanzado el rodaje. Ese ya había sido un problema que Wilder debió afrontar en la producción de Sabrina un año antes, y tenía que ver con su ejercicio de colaboración en la escritura. Wilder, desde sus comienzos, había trabajado a partir de la constante reescritura, reflexionando junto a su guionista de turno sobre la mejor solución para cada escena.
Pese a trabajar con el autor de la obra de teatro, eliminó varias escenas demasiado dialogadas de la pieza teatral y profundizó el universo onírico que emergía del interior del atribulado Sherman. Las fantasías de ese hombre de familia se modelaban sobre la cultura y la publicidad de los años 50, imaginario en el que Marilyn Monroe resultaba la última representación de la sexualidad femenina . Sus deseos estaban extraídos de películas como De aquí a la eternidad (1953), de Fred Zinnemann, con los cuerpos desnudos sobre la playa y al calor del verano, o del uso del Segundo concierto para piano de Rachmaninoff en la notable Breve encuentro (1945), de David Lean, señuelos que Sherman solo alojaba en el fondo de su febril fantasía. Wilder ofrecía en cada sueño de su personaje no solo un pasaje cómico que debía sortear con inteligencia la aprobación de los censores, sino una crítica subterránea a ese imaginario del que Hollywood resultaba el mejor representante.
A mediados de octubre, la película llevaba nueve días de retraso en relación al calendario previsto. Wilder se había rodeado de técnicos profesionales, que ejecutaban su labor sin estridencias. Doan Harrison, el asistente de producción, se convirtió en una pieza clave para pensar los planos en relación al montaje en Cinemascope, que siempre requería mayores precisiones. La comezón del séptimo año era la segunda película en colores para Wilder, luego de El vals del emperador (1948), y la primera en pantalla ancha, por lo que suponía un constante desafío. Contaba con Milton Krasner como director de fotografía, que venía de trabajar en La fuente del deseo (1954), de Jean Negulesco, filmada en Technicolor, y con George Davis en la dirección de arte.
«Hice algunos esbozos de los decorados, se los mostré y dijo que le parecían bien al instante, así que seguí adelante y me puse a construirlos. Fue un trabajo constante, sobre la marcha, pero sin complicaciones», recuerda Davis en una entrevista con Sikov. Zanuck, sin embargo, se quejaba de la imagen de Ewell en el Cinemascope. Parecía convencido de que era el actor adecuado, pero imaginaba que su rostro deformado en los inmensos primeros planos causaría inquietud en el espectador, una especie de identificación intimidante. Algo de eso era lo que buscaba Wilder, convertir la imponente imagen en colores de los sueños en primera persona de Ewell en una provocadora alucinación que se agitaba bajo la tranquila superficie de la vida citadina.
Los mayores problemas se originaron con las reiteradas tardanzas de Marilyn Monroe. La actriz atravesaba una dolorosa crisis matrimonial con DiMaggio que terminaría en divorcio unos meses después . Son legendarios los relatos de Wilder sobre aquel rodaje, las reiteradas ausencias, los olvidos de los diálogos. Sin embargo, fue uno de los directores que mejor sintonizó con el imaginario que proyectaba Marilyn desde la pantalla, explorando su inigualable talento como comediante. En sus charlas con Ciment queda en claro su forma de trabajo con la actriz: «Le costaba concentrarse, siempre había algo que le preocupaba. Dirigirla era como sacarse las muelas. Pero cuando terminabas de filmar, cuando habías sobrevivido a cuarenta o cincuenta tomas y habías aguantado sus retrasos, te encontrabas con algo único e inimitable». Ese personaje que Marilyn proyectó a lo largo de su carrera se modeló en aquellos años, quizás en ninguna película con tanta autoconsciencia como en La comezón del séptimo año . La chica que enloquecía al reprimido Sherman, esa rubia que ponía la ropa interior en el congelador y que pegaba saltitos frente al aire acondicionado, no era otra que Marilyn Monroe haciendo de Marilyn Monroe. Actriz y personaje se fundían definitivamente.
Las últimas tomas que filmó Marilyn para la película fueron en enero de 1955. El anuncio de su divorcio con DiMaggio le había hecho perder una semana de rodaje, pero luego trabajó durante quince días seguidos sin descanso. Wilder tuvo que hacer algunos recortes para la aprobación de la censura, sobre todo la mención a ciertas ‘glándulas’ en la conversación entre Sherman y su esposa en la terraza, y contrató al diseñador gráfico Saúl Bass para diseñar los créditos. Bass luego alcanzaría verdadera fama en los diseños de Vertigo (1958) y Psicosis (1960) para Alfred Hitchcock, al igual que en la planificación de la escena inicial de Amor sin barreras (1961) junto a Jerome Robbins. El contrato de Axerold exigía que la película no se estrenara en cines antes de que la obra de teatro bajara de cartel, pero la Fox logró convencer al dramaturgo de adelantar el estreno a cambio de una prima de ciento setenta mil dólares. El estreno en Nueva York se anunció para el 1° de junio de 1955, día del cumpleaños número 29 de Marilyn Monroe, quien se presentó diez minutos después del inicio de la proyección y se perdió de cortar la torta en su honor.
La película fue uno de los grandes éxitos de la carrera de Billy Wilder, exponente de su mejor período en la comedia que lo consagraría en la década siguiente. La comezón del séptimo año mostró cabalmente el estallido de la represión acumulada en la prosaica vida conyugal americana a través de la mitomanía de un burgués urbano, víctima inconsciente de sus inhibiciones morales. El personaje de Ewell emergía como un fabulador, impotente frente a sus incontrolables deseos, todos y cada uno modelados por el cine y la publicidad. Y «La Chica», que aparecía como una silueta difusa tras la puerta vidriada del edificio, que se alojaba en el departamento de arriba y le sonreía con ese desparpajo irreverente, no era otra que Marilyn Monroe, el ideal erótico de los 50, cuya icónica imagen con el vestido al viento sobre el respiradero del subte se convirtió en un recuerdo imborrable para la historia del cine.
Paula Vázquez Prieto
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