Tenía 36 años y era la mujer más deseada de la historia de la humanidad, pero estaba completamente sola.
Por: Mercedes Funes
Todavía era Norma Jeane. Había crecido en orfanatos y hogares adoptivos, sin conocer jamás a su padre, y con una madre esquizofrénica que entraba y salía de clínicas psiquiátricas, cuando le tocó mudarse por tercera vez con una amiga de la familia, Grace Goddard, que era su tutora legal pese a que su marido había abusado de ella en forma repetida. Vivían en Van Nuys, en Los Ángeles, pero el hombre iba a ser transferido por trabajo y la ley de California prohibía que llevaran a la menor a otro estado, por lo que la chica que iba a convertirse en el mayor símbolo sexual de todos los tiempos debía volver al hospicio. La solución que encontró entonces fue casarse con su vecino.
La morocha de rulos que sería Marilyn Monroe se casó con James Dougherty el 19 de junio de 1942, apenas dos semanas después de cumplir 16 años. Él era policía y ex capitán del equipo de fútbol de la secundaria, y le llevaba cinco años. Ella le decía “papito” y dejó el colegio para cumplir con sus deberes maritales. En las cartas, textos personales y poemas que le legaría a la figura paterna más definitiva en su vida, su maestro de teatro, Lee Strasberg, y que componen el libro Fragmentos (2010), dice que Dougherty era uno de los pocos chicos que no le daban “asco sexual”, y que se aferró a él menos por amor que por soledad y por la necesidad de ser rescatada.
Dougherty también compró el papel del salvador de la pobre damisela abandonada, pero la ilusión duró poco, y Norma se sintió rápidamente rechazada: “Mi primer impulso fue de sometimiento total, de humillación, de confinamiento ante el homólogo masculino”, escribe sobre él en sus diarios.
En 1944, Jim fue enviado al Pacífico y estuvo ahí hasta después del final de la Segunda Guerra Mundial. En su ausencia y contra su voluntad, ella había empezado a modelar como pin-up y se había teñido el pelo de rubio. Se divorciaron en septiembre de 1946, a un mes de que ella firmara su primer contrato como actriz de los estudios 20th Century Fox como Marilyn Monroe –el apellido de soltera de su madre, Gladys, y un nombre elegido por un productor ejecutivo por su parecido con la estrella de Broadway Marilyn Miller–. Jim no toleraba la idea de que su mujer no fuera ama de casa, ni mucho menos que pretendiera tener una carrera cinematográfica.
Esa experiencia fue para Marilyn un disparador punzante de su vulnerabilidad frente a los varones, y la herida abierta de la destrucción del amor romántico e idealista: “Ahora lo que hago es engañarme, porque si tuviera un último acto, retrataría a una heroína sufriendo valerosamente en su intento de ponerlo todo a un lado apelando a la protección de un hombre desconocido”. Muchos años después, Dougherty confesaría que nunca dejó de quererla ni de seguir la carrera a la que se había opuesto antes de que comenzara. Había otra verdad de fondo para que la pareja se disolviera: no era conveniente que una belleza ascendente en Hollywood estuviera casada. Con Dougherty, Norma Jeane nunca hubiera sido Marilyn.
Una suerte similar corrió su romance con el periodista y luego guionista Robert Slatzer, a quien conoció después de su separación. Slatzer aseguraría en su libro de memorias junto a la diva –The Life and Curious Death of Marilyn Monroe (1974)– que se habían casado en Tijuana, Mexico, en 1952, pero los estudios objetaron el matrimonio y obligaron a Marilyn a pedir la anulación. No quedaron registros de la unión que ella jamás confirmó en público, pese a que Slatzer insistió hasta el final de sus días en que, al menos durante una semana, había sido el marido de la mujer más deseada de la historia.
En los papeles, sin embargo, su segundo marido oficial para el público y la prensa fue Joe DiMaggio. Marilyn conoció a principios de los 50 al que entonces era el campeón de baseball más popular del momento y él se rindió enseguida ante sus encantos. Había pedido que le arreglaran una comida con la actriz después de verla en el thriller de clase B Don’t bother to knock (1952), y aunque estaba casado, dejó a su mujer por ella sin muchos preámbulos. Su boda, el 14 de enero de 1954, sí tenía sentido publicitario y fue aceptada y hasta fogoneada por los estudios: juntos cumplían el sueño americano de unir al ídolo de los Yankees con la bomba platinada de Hollywood.
Causaban fascinación, pero, otra vez, el hechizo se desvaneció muy pronto: DiMaggio era un hombre bastante simple y muy conservador, y no se acostumbraba a estar con una estrella adorada en todo el planeta a la que ningún hombre se resistía. Se dice que abusó física y psicológicamente de ella y se sabe que tuvo arranques de celos épicos, como cuando irrumpió en pleno set durante la escena legendaria de La comezón del séptimo año (1955) en la que el vestido blanco y vaporoso de Marilyn vuela sobre una boca del metro neoyorquino.
Como Dougherty, DiMaggio quería que dejara el mundo del espectáculo y reservara toda su sensualidad para él. Se divorciaron apenas nueve meses después del casamiento en el City Hall de San Francisco, pero nunca dejaron de verse. Y es que, de un modo quizá torpe y posesivo, fue uno de los pocos hombres que la cuidaron. Fue DiMaggio el que la rescató de la clínica psiquiátrica Payne West de Nueva York en febrero de 1961 contra las indicaciones de todos los médicos y bajo su propia responsabilidad cuando Marilyn se quejó de los tratos inhumanos que recibía tras ser admitida como una paciente psicótica. En la Navidad siguiente tuvieron algo parecido a una reconciliación después de que él le mandó un enorme ramo de flores.
Jane Russell, íntima de la actriz con quien compartió cartel en Los caballeros las prefieren rubias (1953), confirmaría tras el suicidio de Marilyn que planeaban volver a casarse y no caben dudas de que el astro deportivo la amó incluso después de la muerte: fue el único de los tres maridos de la diva que voló a Los Ángeles el 5 de agosto de 1962 cuando se conoció la noticia. También quien se ocupó del funeral y le prohibió la entrada a casi todos los directores, productores y actores de los estudios a los que culpaba de la tragedia. La crónica de The New York Times de aquel día dice que antes de dejar el cementerio, se inclinó sobre el féretro y le repitió tres veces que la amaba. Durante los veinte años que siguieron, envió –por medio de La Parisien Florist, de Hollywood– flores a su tumba tres veces por semana.
Pero si DiMaggio fue quien más la quiso, el escritor y dramaturgo Arthur Miller fue en cambio el gran amor de la diva. Y el hombre por el que más sufrió. Lo conoció por medio de Elia Kazan, con quien también tuvo un intenso romance, como el propio director de Un tranvía llamado deseo (1951) confiesa en las cartas a su esposa: “La vi por primera vez en el set de Harmon Jones (el cineasta que la dirigió en As young as you feel, en 1950). Su novio –o su guardián– acababa de morir y la familia no le había permitido ver el cuerpo ni volver a entrar a la casa que compartían. (…) Estaba llorando y Harmon, que la consideraba ridícula, se burlaba de ella. La invité a comer porque me pareció como una nena abandonada. No estaba ‘interesado en ella’, eso vino después. Llegué a conocerla y le presenté a Arthur Miller, que también quedó conmovido. No podías evitar que te movilizara. Era talentosa, graciosa, vulnerable, indefensa y con un dolor espantoso, sin esperanza. No mentía, no tenía vicios ni malicia y sí una historia de orfandad que te mataba al escucharla. Era como todas las heroínas de Charlie Chaplin en una”.
Kazan no lo menciona, pero Marilyn tuvo un amorío con Charlie Chaplin Jr –hijo del mito de la comedia–, que dice en sus memorias que la dejó cuando la encontró en la cama con su hermano Sydney. El director, que en esas cartas a su mujer juraba haberse arrepentido de haberla herido, pero jamás de su romance, también le presentó a Strasberg, en quien Marilyn encontró la imagen de padre que siempre había buscado. Ella misma lo cuenta en una nota para su último psiquiatra, Ralph Greenson: “Kazan dice que soy la chica más alegre que haya conocido y, créame, ha conocido muchas. Pero me amó por un año y una noche en que estaba muy angustiada me acunó para que me durmiera. También me sugirió que hiciera terapia y que trabajara con su maestro, Lee Strasberg.”
Con Miller se reencontró en 1956 en casa del productor de La comezón del séptimo año, cuando el dramaturgo todavía estaba casado con su primera mujer. Él le llevaba once años y el flechazo fue inmediato. Como antes DiMaggio, Miller se divorció de su esposa por ella. Se casaron el 29 de junio de ese año, dos días después de que ella se convirtiera al judaísmo en una ceremonia en la que Strasberg cumplió formalmente el rol de padre.
Desde el primer momento, la actriz se sintió a prueba frente a ese hombre que le provocaba más admiración que ningún otro, porque el miedo a decepcionarlo era infinito. Marilyn, que en sueños imaginaba a Strasberg como un cirujano dispuesto a “cortarla y abrirla al medio” para descubrir que “adentro no había nada”, temía que Miller también la viera como el cliché de la rubia tonta que la industria había explotado como una mina de oro.
En los primeros años, fueron felices. Se mudaron al departamento de Marilyn en Nueva York, y ella se hizo amiga de Truman Capote y entró en un círculo al que siempre había querido pertenecer: el de sus ídolos literarios. Lectora de Joyce, Dostoievski, Hemingway, Korouac y Beckett, encontró en Miller y en sus amistades, que quedaban encantados ante la presencia de la diva, una fuente permanente de recomendaciones culturales que por fin la alejaban del estereotipo, aunque los medios solo vieran en esa pareja una versión glamorosa de la bella y la bestia, y se burlaran abiertamente de su foto leyendo el Ulises.
“Me preocupa tanto proteger a Arthur, lo amo tanto y es la única persona que haya conocido que no solo amo como hombre sino que me atrae fuera de todos mis sentidos. Porque es la única persona en la que confío tanto como en mí, porque cuando logro confiar en mí (sobre ciertas cosas), lo hago totalmente”, escribe la diva en su diario. Tal vez por eso, cuando ella entró en un espiral de culpa por las sucesivas pérdidas de embarazos que la llevaron a abusar cada vez más del alcohol y las pastillas, y descubrió en medio de esa tensión que él la engañaba con una archivista de fotografía en el rodaje de The Misfits –para la que Miller había escrito un guión basado en Marilyn–, la traición dolió el doble. Sobre todo cuando él le dijo que estaba enamorado de esa otra mujer, con la que luego se casaría.
Monroe volvió de esa filmación en el desierto de Nevada para anunciar su separación del hombre de su vida, y tres meses más tarde, en febrero de 1961 fue internada en la clínica psiquiátrica de la que sólo la rescataría DiMaggio.
Unos meses antes de su fatal desenlace, Marilyn le había escrito a Marlon Brando una carta desesperada en un papel con membrete del Instituto de Psicoanálisis de Los Ángeles, en la que le pedía que convenciera al creador de El Método –también maestro del actor– para que se mudara de Nueva York a Los Ángeles y crearan juntos una nueva compañía de teatro. Se habían conocido en la era dorada del Actor’s Studio, antes de ser las estrellas más brillantes de la gran pantalla. Brando cuenta en sus memorias que se chocaron –literalmente– en una fiesta después de que él terminó de rodar Un tranvía llamado deseo: ella tocaba el piano en un rincón y sin querer le golpeó un hombro; él se dio vuelta con la brusquedad de un reflejo y le dio con el codo en la cara. Cuando le pidió perdón, aduciendo que había sido un accidente, ella le respondió con gracia: “Los accidentes no existen”.
Se hicieron amigos al instante, hasta una noche en la que ella lo invitó a su departamento y él “cumplió todos los sueños de un soldado”, como describiría. Pero, a través de los años, siempre fue para Marilyn más un amigo que un amante. Y también uno de sus mayores defensores cuando los ataques de Hollywood aumentaban sus inseguridades.
También Tony Curtis, con quien compartió el set de Una Eva y dos adanes (1959) escribió en su biografía que habían tenido una relación, e incluso que uno de los embarazos de Marilyn durante su matrimonio con Miller era en realidad producto de un encuentro con él. Entonces estaba casado con la actriz Janeth Leigh y, lejos de hablar de amor en sus memorias, sólo la menciona como una aventura.
Los rumores de la época también la vincularon con Frank Sinatra, e incluso hay informes del FBI que señalan la existencia de orgías entre ellos junto a Sammy Davis Jr y los hermanos John y Bobby Kennedy. Se decía que se había involucrado con Bob sólo para vengarse de Jack –tras una noche breve y fallida o después de que JFK la desairase para casarse con Jackie, las versiones se cruzan– y hasta que fue él quien la mató para que no revelara detalles del romance casi incestuso que mantenía a la vez con él y con su hermano Presidente al que acababa de cantarle el Happy Birthday entre susurros en el Madison Square Garden.
Es la teoría del reciente documental de Netflix The Mystery of Marilyn Monroe: The Unheard Tapes (2022), que entre otras revelaciones sorprendentes, sostiene que la diva tenía fantasías sexuales con el padre ausente. “Decía que quería ponerse una peluca negra, levantar a su padre en un bar y llevárselo para que le hiciera el amor –recuerda su amigo Henry Rosenfeld en el documental– Y entonces, ella le diría: ‘Bueno, ¿cómo se siente tener una hija a la que le hiciste el amor?’”
El obituario del lunes 6 de agosto de 1962 en Los Angeles Times describe a Marilyn Monroe como “una belleza perturbada que no logró encontrar la felicidad como la estrella más brillante de Hollywood”. La habían hallado muerta la madrugada anterior en su casa de Brentwood, desnuda y boca abajo sobre su cama, con el auricular del teléfono en la mano y apenas tapada con una sábana blanca y una manta color champagne.
Tenía 36 años y, pese a ser el emblema más acabado de la belleza femenina, había sido víctima del abandono y del abuso de todos los hombres que amó, desde aquel padre al que nunca conoció hasta el que de algún modo buscó en Miller junto con su aprobación. Como ella misma concluye en uno de sus cuadernos: “¡Sola! Estoy sola y siempre voy a estar sola, no importa lo que pase”.
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