El 1ro de julio de 1997, Diana de Gales se despertó como todos los días, aunque ese no era un día más: celebraba su cumpleaños 36. Abrió sus ojos en soledad.
Por: Susana Ceballos
Hacia ya casi un año que estaba divorciada. El 12 de julio de 1996, la oficina de prensa de la Reina de Inglaterra anunció la disolución “amistosa” de su matrimonio con Carlos de Inglaterra. Quizá Diana sonrió al recordar la definición “amistosa” e hizo suya esa definición de Groucho Marx: “Maravillosa institución, el matrimonio. Pero, ¿quién quiere vivir en una institución?”.
En sus últimos años, ella había demostrado que no deseaba vivir bajo las rígidas normas de una institución que se escandalizaba porque llevaba a sus hijos a la escuela, los abrazaba en público y ¡horror! estrechaba las manos de la gente sin usar guantes. Ya no pertenecía a la “institución monárquica” y esa noche se los volvería a demostrar. Usaría un vestido del diseñador Jacques Azagury que rompía dos rígidas reglas protocolares: era negro, color que los royals solo reservan para los funerales y su escote mostraba el comienzo de sus senos, algo que los royals consideran obsceno y de mal gusto. Sí, usaría ese vestido porque quería demostrarle a los Windsor que, aunque ya no era de la familia seguía siendo una reina y sobre todo, quería que Hasnat Khan, el hombre que amaba, la viera radiante y quizá, solo quizá volviera a amarla tal como ella era.
Durante los 15 años que duró su matrimonio con Carlos, la princesa buscó el amor que no encontraba en su marido en otros hombres. A los 24 años se enamoró de Barry Mannakee, uno de sus guardaespaldas, el empleado fue despedido y a los nueve meses murió en un accidente de moto. Luego llegó James Hewitt, un oficial de caballería del ejército británico y su profesor de equitación; su transferencia a Alemania truncó el romance. Después siguieron unos pequeños affaires con Oliver Hoare, un vendedor de obras de arte, casado y con Will Carling, jugador de rugby de la selección inglesa, comprometido.
A fines de 1995, Diana conoció al que muchos señalan como su gran amor, el cirujano cardiovascular paquistaní Hasnat Khan. Fue en el Hospital Royal Brompton de Londres. El médico estaba encargado del cuidado de Joseph Toffolo, esposo de su acupunturista, quien había sufrido una hemorragia severa en medio de una cirugía cardíaca. Diana lo acompañaba en su habitación cuando el médico entró a revisarlo. La saludó apenas y dispuso toda su atención en examinar al enfermo. Diana quedó impresionada, como mujer acostumbrada a tener la atención del mundo, que alguien la ignorara no solo le resultó impactante y asombroso, sobre todo le gustó y le gustó mucho.
Durante 17 días, Diana visitó a Toffolo en el horario que coincidía con la visita médica de Khan. Buscaba llamar su atención con actitudes al límite entre adolescente enamorada y mujer intensa. “La princesa llegó a ser una especie de estudiante de cardiología. En su mesa de noche tenía un gordo ejemplar de Gray’s Anatomy y un cúmulo de reportes quirúrgicos. Empezó a ver Casualty, una serie acerca de un hospital, y su closet estaba lleno con las túnicas que usan las mujeres paquistaníes. Incluso consideró convertirse al Islam”, relató la periodista Tina Brown en su libro “The Diana Chronicles”.
Sus visitas se hicieron tan frecuentes que el dato se corrió entre los fotógrafos. Un reportero del periódico News of the World logró fotografiarla cuando a medianoche salía del hospital. Ella justificó su presencia diciendo que solo visitaba a enfermos terminales para reconfortarlos.
Como a Anna Scott, ese personaje que Julia Roberts interpreta en Un lugar llamado Notting Hill, la mega famosa se enamora de un hombre común. Porque a Diana lo que más le atraía de Khan era, precisamente, que fuera alguien normal. Khan trabajaba 90 horas a la semana, le gustaban la cerveza y el jazz, y vivía no en un palacio sino en un modesto dos ambientes. Las tareas domésticas no se la realizaban una legión de mayordomos sino que las resolvía él. Poco y nada sabía de eventos sociales, protocolos y monarquías pero sí y mucho sabía de salvar vidas. A veces, cuando salía del hospital, llegaba a visitarla a Kensington con una orden para dos de Kentucky Fried Chicken. Para Diana, todo eso era un mundo tan desconocido como fascinante. “En él encontré la paz. Me da todo lo que necesito”, dicen que le decía Diana a sus confidentes.
Según Brown, Khan rechazaba sus ostentosos regalos y en cambio quedaba encantado/asombrado cuando ella se convertía en ama de casa y se divertía haciendo tareas tan inusuales para ella como eran barrer, cocinar, planchar u ordenar su desordenado departamento. Entre las leyendas urbanas que circulan sobre la princesa y el doctor se dice que la noche en que Diana cumplía 34 años, decidió sorprenderlo. Llegó a su casa cubierta con un abrigo, sin ropa debajo y solo luciendo unos costosos aros de diamantes. Era tal su devoción por Khan, que viajó varias veces a Pakistán para conocer su cultura y hasta le pidió a su mayordomo, Paul Burrel que averiguara cómo podía casarse en secreto. Khan, por su parte, empezaba a sentirse asfixiado por su novia, sobre todo cuando ella le decía que le gustaría tener una niña morena a la que pondría Allegra o cuando lo llamaba en medio de sus rondas médicas para conversar sobre nimiedades.
Los rumores del romance comenzaron a circular. Khan cada vez se sentía más agobiado por la presión mediática. Para calmarlo, conocedora como pocas del juego de los medios, Diana se encargaba de negar la relación, pero nadie le creía. Quizá por eso una segunda actitud la enamoraba del médico: “Es la única persona que nunca me vendería por un titular”.
Solo en Kensington Palace se sentían a salvo de los paparazzi. Salir a la calle, caminar juntos o cenar en un restaurante común, como gente, común era imposible. Las pocas veces que se arriesgaron a salir, Diana se ponía una peluca y lentes de sol para que no la reconocieran. A ella, esto le parecía divertido y en cierto punto, normal. Para Khan era asombroso pero sobre todo, intimidante.
Khan no estaba listo para la presión de Diana ni la de los medios: temía que, por más que lo intentaran, fuera imposible vivir tranquilos y decidió alejarse. Fue su padre, Rashid Khan, quien se encargó de darle la estocada final a la princesa cuando en el diario Express aseguró tajante que “ellos no van a casarse. Estamos buscando una novia adecuada para él que pertenezca a una respetable familia Patán, o al menos musulmana paquistaní”.
La mañana del 1ro de julio, cuando cumplía 36 años, Diana salió de su cuarto y en el recibidor se encontró con 90 ramos de flores. Miró uno por uno. Había hasta uno de Donald Trump, desde su divorcio el millonario la rondaba, pero entre tantos nombres no estaba el nombre ni el hombre que ella esperaba. Por teléfono, sus hijos, Guillermo y Harry, le cantaron el Happy Birthay acompañadas por varios compañeros del colegio donde eran pupilos. Fue una de las dos llamadas que más anhelaba, la otra no sucedió.
Los que la conocieron aseguran que Diana solía decir que prefería los cumpleaños de los demás al propio. Por un lado tantas muestras de afecto le implicaban horas de trabajo extra para mandar las notas de agradecimiento. Pero por otro, la remitían a una infancia solitaria donde luego del complejo divorcio de sus padres, no los tenía a ambos para celebrar.
Después de su matrimonio con el príncipe Carlos, y sobre todo con la llegada de sus hijos, Diana disfrutaba celebrar sus cumpleaños en familia, “Iba a buscar a los chicos al colegio, y pasaba la tarde con ellos. También solía almorzar con su padre y con su hermana mayor, Sarah”, contó Roberto Devorik en la revista Hello! Ya separada podía invitar a algún amigo al Palacio de Kensignton o a comer en algún restaurante, pero todos debían cumplir una consigna: ni torta ni regalos.
Por todas estas razones, para su cumpleaños 36 decidió que la mejor forma de celebrarlo era en un evento benéfico. Cuando le llegó la invitación a la gala benéfica del Tate Gallery en Londres y vio que el evento coincidía con su cumpleaños aceptó feliz. Compartiría la cena con otros 500 invitados, entre ellos la actriz Carole Bouquet, la modelo Iman y Steve Martin. Llamó a su hermano Earl Spencer y le pidió que la acompañara. Accedió.
Eligió el vestido con mucho cuidado. Tanto su color como su escote enviaban un mensaje inequívoco: Ya no soy una Windsor pero sigo siendo una reina. Completó el look con un imponente collar de esmeraldas y diamantes que perteneció a la Reina María, abuela de Isabel II, y que tras el divorcio terminó en su joyero. Sabía que apenas llegara a la gala, todos los flashes se dispararían sobre ella, todos la mirarían pero ella solo buscaba una mirada. Por eso, antes de subir al auto le preguntó a su mayordomo Paul Burrell: “¿Crees que Hasnat me verá bonita?”.
La respuesta nunca le llegó. Esa noche Diana volvió a brillar y encandilar. Al tiempo decidió comenzar un relación con Dodi Al-Fayed, cuyo padre, Mohamed Al-Fayed, era un millonario que incentivaba la relación de su hijo con la princesa no por genuino interés sino como una buena oportunidad de negocios. Aparecieron fotos de Diana y Dodi besándose a bordo de un yate en Córcega. Las imágenes dieron la vuelta al mundo. Muchos se preguntaban cómo los fotógrafos sabían las coordenadas exactas de dónde estaba el barco. Algunos decían que era parte de la campaña de marketing pensada por Al Fayed, padre. Pero otro intuían que quizá había sido la última estrategia de la princesa para darle celos al único hombre que realmente amaba. Un hombre que la enamoró no por sus títulos nobiliarios, ni por sus millones, sino simplemente por ser un hombre bueno. Y ya sabemos que ese tipo de personas suelen ser más valiosas que la más valiosa corona por más zafiros, diamantes e historia que tenga.