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La genial artista que conquistó al mundo desde un neuropsiquiátrico

Yayoi Kusama: la japonesa fue una pionera de los happenings en la Nueva York de los ’60 y hasta Warhol se “inspiró” en su trabajo, pero no fue reconocida por su género y origen.

Regresó a su país, intentó suicidarse y se internó voluntariamente en una clínica psiquiátrica. Crítica del mercado del arte, el reconocimiento internacional recién le llegó en los ‘90
Por Juan Batalla

Hija no querida, se hizo un lugar en la vanguardia neoyorquina, fue olvidada a su regreso a su país y se recluyó en un manicomio hace casi 50 años. Y allí, en el ocaso de su vida, paradójicamente se convirtió en la artista mujer viva más cara del mundo.

Yayoi Kusama (Nagano, 1929) enfrentó desde pequeña los desafíos de un mundo cruel. Los estragos de la Segunda Guerra latían fuerte todavía en la isla del sol naciente cuando vino al mundo, y sus padres -uno mujeriego, la otra, manipuladora- no veían con buenos ojos esa obsesión pictórica de la pequeña Yayoi por dibujar aquí y allá. Fue una niña inquieta, extraña, y ya desde sus primeros años las alucinaciones se convulsionaban con pensamientos suicidas.

Kusama veía el mundo en patrones. Las formas se le quedaban adheridas en las retinas y no importaba hacia donde mirase, allí estaban. También era testigo del lenguaje de la naturaleza, las flores, como en una película de Disney, hablaban un idioma secreto que solo ella comprendía. Solo una vez se animó a contarle a su madre que la naturaleza hablaba, tras la paliza recibida, no lo hizo más.

Ya entonces comenzó su camino hacia una estética que la hizo conocida en todo el mundo. A los 10 años, realizó un dibujo de su madre cubierta con sus famosos lunares, lo que ella llamaría luego “la red infinita”, que eran una extensión de su alucinaciones.

Su madre, confesó en más de una entrevista, era aún más fría y violenta que su padre, por eso ni bien fue mayor de edad dejó su hogar destino a Kyoto, donde en la Escuela Municipal de Artes y Artesanías se formó en las artes clásicas de su país bajo un sistema de aprendizaje que repetía estructuras feudales anquilosadas, con maestros rígidos que no aceptaban salirse de la tradición.

La conquista de Nueva York

Partió a Seattle, EE.UU., en 1957, donde realizó la transición de la acuarela, gouache y aceite en papel, a los lienzos, las paredes y pisos; luego, en Nueva York, hacia los objetos cotidianos, como zapatillas y ropa y para pasar a los cuerpos desnudos en su momento de mayor popularidad.

“Me obsesiona la acumulación, y con acumulación me refiero a que nada en el universo, ni las estrellas ni los planetas, existen por sí mismos, todo está encadenado”, dijo en el documental Kusama: infinity. Cuenta allí también que se mudó a Nueva York por recomendación de su amiga por correspondencia, la también artista Georgia O’Keeffe.

No fue fácil. La japoneses no era bienvenidos antes de Pearl Harbor y lo fueron menos después. En el cine, en aquellos años, se estrenaba Desayuno en Tiffany’s, la adaptación de la historia de Truman Capote protagonizada por Audrey Hepburn. En el rol de Mr. Yunioshi, Mickey Rooney representaba lo que un asiático significaba entonces, un torpe incordio con no más habilidades que las de molestar a una sociedad que quería dar vuelta la página del horror y divertirse.

Pero Kusama, rechazada por museos y galerías, trabajó sin descanso a tal punto que fue hospitalizada por agotamiento en varias oportunidades, aunque su relación con la escultora Eva Hesse y con el minimalista Donald Judd le posibilitó ingresar al mundillo artie.

También entabló una relación con Andy Warhol, rey del pop art, quien se inspiró en su trabajo para realizar sus famosas obras seriadas con la repetición como eje. El debate sobre si Warhol robó su idea no es tal para Kusama: “Conocía a Warhol, muchas veces quedábamos para discutir sobre arte, aunque no compartía su visión ni su conducta. Terminó copiando mis ideas, y se hizo famoso por la repetición y la acumulación”.

De a poco, su nombre comenzó a ser sinónimo del movimiento avant-garde. Sus instalaciones con espejos, luces y música, conocidos como Espejos Infinitos, podían ocupar todo un cuarto fueron una sensación y la base de muchísimo artistas de la época y hasta la actualidad. Fue, en ese sentido, la madre de un tipo de arte que necesitaba de un espectador más despierto, dinámico, participativo.

Kusama no se detuvo ahí y comenzó a realizar performances con sentido político: el fin de la guerra de Vietnam, la liberación sexual y los derechos de los homosexuales fueron algunos de los tópicos por los que militó a través del arte.

Entre sus happenings más recordados se encuentran los que realizó en el Central Park y el Puente de Brooklyn, que despertaban repudio por la presencia de personas desnudas a las que pintaba lunares en el cuerpo. Pero lejos de cambiar de perfil, fue un poco más allá cuando en una carta pública dirigida a Richard Nixon le ofreció sexo a cambio de acabar con la guerra de Vietnam.

En 1966 presentó en la Bienal de Venecia su obra Jardín de Narciso, que constaba de cientos de esferas espejadas situadas en el exterior a la que denominó “alfombra cinética”. Allí, armó su propio escandalete cuando vendía por USS 2 cada esfera, como una denuncia al mundo del arte como un gran mercado, en el que no importaba tanto el concepto de obra única, sino el sistema de mecanización que permita generar dinero. Por supuesto, desde la organización no vieron con buenos ojos su participación y le prohibieron seguir con un negocio que solo le generaba ingresos a ella y no al sistema que criticaba.

Con la Boda Homosexual en la Iglesia de la Autodestrucción -donde actuó junto con Fleetwood Mac- de 1968 y la Gran Orgía para Despertar a los Muertos en el MoMA del año siguiente, ya no quedaban dudas sobre su prominencia en el circuito. Kusama era la líder artística de una parte de la sociedad que buscaba un cambio, en una época en el que los asesinatos a líderes políticos de signo más progresistas, como Martin Luther King y Bobby Kennedy, y las revueltas sociales -del Mayo francés a la primavera de Praga, por nombrar algunos- generaban una bocanada de aire fresco para las juventudes de ambos lados del Atlántico.

De la reclusión al éxito

En 1973, tras la muerte de su única pareja, el artista y director de cine Joseph Cornell, con quien jamás tuvo relaciones sexuales, regresa a su país. Sus años en New York le generaron reconocimiento, fama, pero no dinero y la pérdida de su único compañero la envuelve en un espiral depresivo. Intenta suicidarse tirándose desde una ventana.

Rota, cansada de pelear con un circuito que la excluía por su origen y género, descubrió rápidamente que en la escena en su país tampoco había lugar para ella. ¿Quién era Yayoi Kusama?, ¿La artista que triunfaba en EE.UU. pero que no veía rédito alguno por su origen o la que en su propio país tampoco lo conseguía y era tratada como una gaijin?

Lo que sí supo entonces era que encontraría la tranquilidad, si eso era posible, recluyéndose sobre sí misma. Así ingresó de manera voluntaria al hospital psiquiátrico Seiwa, en Tokio, desde donde hoy, casi medio siglo después, sigue creando.

Es paradójico en ese sentido su giro copernicano. Durante su estancia en EE.UU., Kusama buscó a partir de su obra estar en el centro de la escena, levantando banderas de interés social, realizando happenings en centros neurálgicos, mientras que en Japón decidió caer en el olvido, ya que al recluirse, al no participar de las estructuras que legitiman, su nombre fue desapareciendo, fue solo un punto sin conexión en las “redes infinitas”.

La autoexclusión de Kusama nunca fue total. La clínica psiquiátrica se encuentra a 10 minutos de su taller, donde sigue trabajando con su equipo. De esta manera, logró que su vida social estuviese solo atravesada por el arte, mientras que durante su tiempo de ocio tenía la soledad necesaria para seguir creando. Su terapia entonces fue total, dándole al arte todo el espacio de su vida. El arte como herramienta para sanar.

Kusama vivió en la casi total ignorancia del mundo del arte por décadas. Los utilizó para crear, para escribir poesía, sin importarle un ápice lo que sucedía tras los muros; el arte era todo, lo demás, ruido.

Así llegó 1993, cuando le ofrecieron representar a su país en la Bienal de Venecia. Y así, aquel espacio desde donde criticó la estructura del mundo del arte, fue el que la regresó al spot light y la convirtió en la artista viva más cara del mundo. A partir de allí, los museos del mundo abrieron su puertas hambrientos de albergar las obras de esa japonesa que, visto en el tiempo, debió haber sido más importante que Warhol.

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