Más de una decena de periodistas esperaban ante el portal del apartamento de Amy Winehouse la noche en la que su entonces marido, Blake Fielder, salía de la cárcel.
Al caer la madrugada, Amy se asomó a la ventana, silbó y los invitó a subir a su casa a tomar una copa. Hacía frío y les venía bien un poco de asueto. Ese gesto habla por sí solo de la personalidad de la artista fallecida hace siete años.
Empática y cercana, desprendía espontaneidad y encandilaba a su interlocutores en cada encuentro mediático. Su personalidad y arrojo, blindaban como un muro todas las inseguridades que escondía, según ella, bajo su moño: «Cuanto más insegura me siento, más grande es el moño y más llena está la copa de vodka», reconocía en uno de los clips proyectados en el documental sobre su vida, «Amy, la chica detrás del nombre».
Fama y fragilidad, un peligroso binomio. El recuerdo de la última diva del soul sigue empañado por el aura de malditismo que la convirtió en vida en una suerte de musa del papel cuché. Tenía las cualidades necesarias para convertirse en carne de cañón para la prensa: era talentosa, sensible y autodestructiva. También tenía el dinero necesario para conseguir aquello que la ayudaba a superar sus dificultades emocionales: cocaína, crack, ketamina y vodka. Fue su propia suegra quien aireó que en algunas temporadas llegó a gastarse más de 700 euros diarios en estupefacientes.
Una realidad entonada en el éxito que la elevó al olimpo de la fama, «Rehab», que paradójicamente, la persiguió como la profecía de su destino. En una ocasión, su productor y amigo Mark Ronson contó que la pieza fue un fenómeno de generación espontánea. Estaban dando un paseo y la artista le manifestó la presión que sufría. Se lo dijo cantando su negativa a la desintoxicación «I say no, no, no», a Ronson se le encendió la bombilla y convirtió esa confesión en una casualidad que pesó tres premios Grammy.
Estaba sufriendo un desencuentro sentimental con quien sería su marido, Blake Fielder, y según contó la propia artista, sólo pensaba en «salir y divertirse» y «se hacía daño». Posteriomente aseguraría: «Yo no necesitaba desengancharme de nada, simplemente estaba deprimida, sólo quería estar con mi padre. Le pregunté si también creía que necesitaba rehabilitación, y también me dijo que no».
La figura de Amy Winehouse no podría entenderse sin la de su padre, Mitch, con quien tenía especial complicidad desde que era una niña. Él la completaba, la comprendía y la acompañaba en sus primeros solos de jazz en el salón de su casa. Él era su principal sustento emocional, pero su dios murió cuando tenía Amy 9 años y le confesó a su madre la doble vida que compartía con otra mujer. Ahí comenzaron la autolesión, la rebeldía y la inestabilidad emocional que la incitaron a refugiarse en paraísos artificiales.
Durante la adolescencia jugó a interpretar múltiples papeles, fue el alma rota que desnudaba su dolor cantando y componiendo, la única manera que conocía de expresarse. Pero también fue la macarra que extorsionaba a los compañeros de instituto que consideraba más débiles.
Tras su desaparición, su padre recordó en una entrevista concedida a Vanity Fair que «cuando ya era más famosa que Lady Gaga no dejó de preguntar a los camareros por cómo estaba su familia, ni de abrazar a los niños por la calle». Terminó su relato con una obviedad: «Estaba orgulloso de ella». A Mitch Winehouse, a quien su hija pretendía incluir en su siguiente proyecto musical, le aflige sobremanera que se recuerde una imagen tan sesgada de Amy, en la que se hace alusión a poco más que sus escándalos nocturnos. Pero cierto es que una vez dentro del pernicioso bucle, el personaje terminó por fagocitar a lo que quedaba de la persona.
La relación con su madre nunca fue perfecta, incluso hubo etapas en las que era imposible. El día que la expulsaron de la escuela de Teatro de Sylvia Young llegó a casa y se enfrentó a la noticia del fallecimiento de su gato, también a los reproches de su madre, que le espetó que quizás fuera mejor que la sacrificasen a ella en vez de al animal.
La rebeldía juvenil, sus altibajos emocionales y la sensación de incomprensión por parte de su entorno la convirtió casi en un estereotipo de personaje romántico, siempre atormentada por un mundo al que no conseguía adaptarse sin la ayuda de un policonsumo creciente que la enredaría en una tela de araña de insatisfacciones.
Sus relaciones personales no hacían más que añadir picos a su montaña rusa emocional. Mitch Winehouse llegó a acusar a Blake Fielder de la desgracia de su hija: «Si él hubiera sido un montañero o un paracaidista, ella habría escalado montañas o se hubiera lanzado en paracaídas. La cuestión es que él era un drogadicto». Pero la realidad revelaría que después de Blake no volvió la paz a la estrella del soul, ella eligió seguir bailando en su pista de excesos y buscaba parejas de baile que siguieran su compás. Convirtió lo marginal en un universo del que no conseguía salir, hizo de lo artificial su naturaleza.
La noche de su mayor gloria
Fue aquella en la que ganó cinco Grammys, venía de uno de sus períodos de desintoxicación. Se presentó vía satélite desde Londres. Los problemas con las drogas no le habían permitido viajar; los Estados Unidos no le otorgaron su visa hasta último momento y no parecía prudente interrumpir la rehabilitación en esa instancia. Debía presentarse ante el mundo, sabía que sería una de las principales estrellas de la velada y tenía que estar sobria. Esa noche desbancó, entre otros, a Beyoncé, a Rihanna, a Justin TImberlake y a Taylor Swift. En esa noche gloriosa, en pleno estado de lucidez, tampoco pudo disfrutar. Le dijo a una de sus asistentes: «Esto es muy aburrido sin drogas».
Un final anunciado por los excesos
El 23 de julio de 2011, su guardaespaldas la encontró muerta en su cama. A pesar de que tenía 27 años, nadie se asombró demasiado con la noticia. Su caída había sido previsible e inmensamente pública. Cada borrachera, cada exceso, cada incumplimiento contractual había sido a los ojos de todo el mundo.
Un par de noches antes de que su guardaespaldas encontrase su cuerpo sin vida tendido en la cama, este la había sorprendido de madrugada viendo sus propios vídeos en Youtube, como si pretendiera derribar su inseguridad con la obviedad captada por las cámaras: «Chico, sé cantar», le espetó.