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Lo fotógrafos que crearon el mito de la inolvidable Marilyn Monroe

André de Dienes, Tom Kelly, Sam Shaw, Milton H. Greene y Bert Stern captaron su sensualidad en retratos inolvidables y, sin proponérselo, crearon el mito.

«Hollywood es un lugar donde te pagan mil dólares por un beso pero te dan 50 centavos por tu alma». Eso decía Marilyn Monroe​ (Norma Jeane Baker), el mayor símbolo sexual de la historia de Hollywood y un ícono de la cultura pop del siglo XX, después de haber librado una batalla invisible durante buena parte de su vida, para ser reconocida y querida más allá de su imagen.

Incluso más allá del cine, Marilyn sirvió de inspiración a artistas de la talla de Andy Warhol​, protagonizando una de sus obras más simbólicas, o la misma Madonna​, que se basó en la actuación de Diamonds Are A Girl’s Best Friend para su Material Girl.

Nacida el 1 de junio de 1926 en Los Ángeles, California, y fallecida en 1962 en circunstancias todavía confusas, Monroe haría sus primeras apariciones en el mundo del modejale, luciendo sugerentes trajes de baño con los que atrajo las las miradas de los productores cinematográficos. Una personalidad explosiva y sexual le ayudaría a ir abriéndose camino en el mundo del espectáculo, hasta ser consideraba la mujer más sexy del siglo, según calificó la revista People en el filo del cambio de milenio. Y eso en buena parte gracias a las fotos que durante décadas admiró el mundo y siguen fascinando por su sensualidad.

Los hombres que la retrataron -desde sus primeras instantáneas, cuando su imagen aún era desconocida para el gran público, hasta las fotografías tomadas por Bert Stern seis semanas antes de su desaparición física- sin proponérselo crearon el mito que hasta aquí sorprende por la vigencia que mantiene: a casi 70 años de su muerte, su magnetismo sigue intacto.

André de Dienes -novio de la adolescencia y posteriormente amigo de toda la vida de la actriz- fue, en 1945, el primero en inmortalizar a Norma Jane cuando ella apenas tenía 19 años y ni siquiera había adoptado su nombre artístico: la intimidad de las instantáneas que el fotógrafo tomó en una playa neoyorquina a mediados de los años 40 son de una frescura inédita e irrepetible, que probablemente ningún otro fotógrafo haya llegado a captar.

De Dienes era un húngaro que había migrado a los Estados Unidos fotografiando la cultura de los nativos americanos y que, insatisfecho con su vida como fotógrafo de moda en Nueva York, se había mudado a California en 1944. Allí comenzó a especializarse en desnudos y paisajes, poco antes de conocer a Marilyn, por entonces recién separada de su primer esposo -un obrero aspirante a policía llamado James Dougherty- y que se ganaba la vida como modelo de la agencia Blue Book Model. Esa agencia fue la que le sugirió a su mejor modelo para un proyecto de desnudos artísticos.

De Dienes tomó fotos de Marilyn con el clásico look pin-up, en la playa Tobay de Long Island, Nueva York, antes de salir a buscar otros paisajes naturales, sesiones por las que le pagó a ella una suma fija de 200 dólares, aunque durante años siguió viviendo de la venta de esas fotos. En 1952, volvió a fotografiar a Marilyn en el hotel Bel Air -el mismo donde Bert Stern le haría las últimas fotos artísticas de su vida- y nuevamente 1953: entonces la llamó por teléfono a las 2 de la mañana y la llevó a un lugar oscuro en la calle donde usó los faros de su auto para iluminarla.

​Corría 1949 cuando Tom Kelley hizo posar a Marilyn desnuda sobre una seda roja: una de las impactantes y bellísimas tomas ilustró la portada del primer número de Playboy en 1953 -el mismo año en que ella interpretaba el famoso número Diamonds are a girl’s best friend, durante el rodaje de Los caballeros las prefieren rubias (Gentlemen Prefer Blondes)- y quitó el aliento al mismísimo fundador de la revista. Aún acostumbrado a ver chicas preciosas, Hugh Hefner, quedó desvelado: publicó el desnudo de la actriz sin su consentimiento -ella temía que las fotos sin ropa afectaran su imagen pública- y, en 1992 llegaría a comprar el nicho contiguo al de la actriz para «pasar la eternidad junto a ella»…

Con su primer número, Playboy vendió unas 50 mil copias, aunque Marilyn solo había cobrado 50 dólares por esas fotos.​ Kelley, por su parte, declaró años más tarde recordando aquellos momentos con Marilyn que «todas sus limitaciones parecían desaparecer con su ropa», y que parecía más auténtica cuando estaba desnuda.

Una rubia en la playa de Nueva York

​Milton H. Greene (Nueva York, 1922- Los Angeles 1985) fue otro de los fotógrafos de moda y celebridades que ganó notoriedad por los retratos de Marilyn; juntos crearon incluso una productora cinematográfica para gestionar su imagen. La mayor parte del trabajo de Greene durante los años 1950 y 60 apareció en publicaciones a nivel nacional en Estados Unidos, como Life, Harper’s Bazaar, Town & Country, Vogue y Look. Fue una sesión de fotos para esa publicación que los reunió por primera vez, aunque serían en total 52 las sesiones que compartieron a lo largo de los años.

Marilyn llegó a vivir con Greene y su familia en su granja de Connecticut durante cuatro años y antes de casarse con el dramaturgo Arthur Miller («Ella era una poeta callejera intentando recitar sus versos a una multitud, pero esa multitud solo estaba dispuesta a arrancarle la ropa»), su tercer y último esposo (el segundo había sido Joe Di Maggio). Posteriormente, Greene colaboraría con Norman Mailer en una autobiografía ficticia de Monroe, titulada Of Women and Their Elegance.

Pocos años más tarde, Sam Shaw firmaría una de las series más hermosas de la rubia en traje de baño blanco: se dice que estaba con dos meses de embarazo, durante aquella sesión de julio de 1957, aunque no se notara mucho en las fotos, tomadas en la playa de Amagansett.

Epílogos de una vida

El fotógrafo Lawrence Schiller retrató a Marilyn durante el rodaje de Something´s got to give (el último de su vida, que quedaría inconcluso ante su repentino fallecimiento). Marilyn también se desnudó ante él: estaba a poco de cumplir 36 años y parecía estar mejor que nunca, recordaría el fotógrafo años más tarde en su libro Marilyn&Me. En realidad, ella se proponía en este caso llamar la atención del mundo, celosa porque los estudios Fox, volcados de lleno a promocionar su película Cleopatra, habían multiplicado hasta el cansancio la imagen de con Elizabeth Taylor.

Mientras que a Bert Stern le correspondieron las dos últimas sesiones de la vida de la diva, en junio de 1962: «Tenía una cicatriz y no quiso tapársela, quiso hacer las fotos de manera natural», relataría Stern, que captó algunas de las tomas más bellas que se conservan hasta aquí.

En una de las fotos históricas se los ve juntos: están divirtiéndose. Él había pedido una cita, para hacer una sesión de fotos para Vogue. No se conocían. «Los Angeles», dijo la estrella, y él, que venía de Roma, reservó una habitación en el hotel Bel Air.

Marilyn se apareció con una valija cargada de vestidos y collares, pidió tres botellas de Don Perignon y desplomó su cuerpo lánguido sobre una silla de la habitación 261. Él sacó dos cámaras de un portafolio: «¿Cuánto tiempo tenemos?», preguntó. «El que querramos», respondió ella, mientras se servía una copa.

Estaba un poco despeinada, no llevaba maquillaje. Stern se entusiasmó: disparó casi mil veces en cinco horas de tomas. En las fotos se ve a Marilyn riendo, Marilyn borracha, Marilyn desnuda, Marilyn etérea.

Él descubrió la cicatriz, una línea tenue de color champán. Después, ella misma tachó con un marcador rojo las pruebas que no le gustaban, pero Vogue consideró que las fotos eran inapropiadas y se negó a publicarlas.

Marilyn y Stern volvieron a reunirse, a reírse y a tomar alcohol. En las dos sesiones llegaron a completar 2.571 tomas. Y esta vez, Vogue aceptó publicar algunas. Pero ella nunca vio esas fotos reveladas. Murió seis semanas más tarde, el 5 de agosto de ese año, en circunstancias poco claras y menos de 24 horas antes de que la revista llegara a los kioscos. «¿De verdad cree que soy guapa?» le había dicho ella.

Stern supo que Marilyn lo había llamado por teléfono pocas horas antes de morir. Otra persona había atendido el llamado y había explicado que él no estaba en la casa. Cuando Stern lo supo, lloró.

Tras su muerte, Leigh Wiener, llegó a retratar el cadáver de Monroe: se había ganado la confianza de los trabajadores de la morgue con dos botellas de whisky, y logró entrar hasta la cámara 33 en la que yacía el cuerpo. Pero nunca mostró todo el material que tenía: de los cinco rollos de fotografías, sólo tres salieron a la luz. El resto, ni sus propios hijos pudieron encontrarlo. Quizás haya sido un último gesto de amor o lealtad.

Verónica Abdala

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