Mozart componía sonatas a la edad de cinco años. Cuando Picasso tenía ocho, su padre, que también era pintor, le regaló su paleta y sus pinceles: no podría competir con ese hijo. Bobby Fischer jugaba un alto nivel de ajedrez a los seis años y a los quince batió un récord al convertirse en Gran Maestro. A los cinco años, William Rowan Hamilton hablaba con fluidez inglés, latín, hebreo y griego.
“Cuando Dios nos ofrece un don, al mismo tiempo nos entrega un látigo, y éste sólo tiene por finalidad la autoflagelación”, dice Truman Capote en el famoso prefacio de Música para camaleones. Y es que el talento temprano para cualquier área de la experiencia humana implica, también, una maldición: la de convertirse en un ángel, en alguien extraordinario, incapaz de mezclarse con la gente común.
“Quiero vivir una vida perfecta”, dijo, alguna vez, William James Sidis. “La única manera de lograrlo es a través del aislamiento, de la soledad. Siempre he odiado a las multitudes.”
El, más que nadie, podía darse el lujo de decir algo así. Era inimitable, y ese don le servía para autoflagelarse todo el tiempo.
El coeficiente de una persona adulta con una inteligencia media es de 90 a 110. Una persona por encima de la media mide de 111 a 120. Una persona dotada (el 6 por ciento de la población mundial) oscila entre 121 y 130. William James Sidis tenía 300.
Hay dudas al respecto, debates que a sesenta años de su muerte perduran; pero todo indicaría que fue la persona más inteligente en pasar por la Tierra. ¿Fue el más creativo? ¿Fue el que dejó los inventos más novedosos? ¿Fue el que se destacó en determinada área del conocimiento? No, lamentablemente no. Fue sólo inteligente.
Tenía un año y seis meses cuando, de golpe, sin previo aviso, le pidió a su madre que le prestara una hoja de The New York Times y se puso a leerla, en voz alta. A su madre le temblaron las piernas.
Se llamaba Sarah, era médica, y su familia había recalado en Nueva York en 1889 huyendo de los pogroms en Rusia. Sarah, cuyo apellido de soltera era Mandelbaun, estudió en la Universidad de Boston y se graduó en la Escuela de Medicina en 1897.
Todavía estaba en la facultad cuando conoció a Boris Sidis, médico psiquiatra y filósofo, que publicó muchos libros y artículos, y se destacó principalmente en psicología anormal. El también era inmigrante, había llegado en 1887 a Estados Unidos huyendo de la persecución política en su país de origen, Ucrania. Tenía 17 años cuando se incorporó al ejército ruso; poco después, lo acusaron de “enseñar a los campesinos a leer” y lo metieron en prisión, donde la policía zarista lo interrogó y lo torturó.
Los padres de William elaboraron un proyecto un poco demencial: tener un hijo y estimularlo para que fuera un pequeño genio.
Fabricar un superdotado
Boris y Sarah eran jóvenes y ambiciosos y tenían al destierro como marca de nacimiento. Ambos elaboraron un proyecto un poco demencial: el de tener un hijo y estimularlo convenientemente para que fuera un pequeño genio. No los movía, quiero imaginar, otro deseo que el de darle a su hijo posibilidades infinitas. También el de poner en práctica ciertas teorías pedagógicas que Boris había desarrollado en esos años.
Hasta ese momento se consideraba a la inteligencia como algo hereditario, pero Boris creía que era fruto de una estimulación temprana. “Conducimos la mente del niño por canales estrechos atrofiando y deformando su mente hacia la mediocridad. Si el niño se desenvuelve en los rígidos moldes del hogar y la escuela el resultado será una permanente mutilación de su originalidad y genio”, decía. Y aprovechó el nacimiento de su hijo, William, en 1898, para demostrarlo.
Boris no era el primero, y tampoco sería el último, en usar a su propia familia como conejillo de Indias: lo que no sabía era que estaba condenando a su hijo a una vida de excentricidad (Raleigh St. Clair, el personaje de Bill Murray en Los excéntricos Tenenbaum, de Wes Anderson, está inspirado en Boris Sidis y en la larga estela de Médicos Que Experimentan Con Niños que dejó tras de sí).
Como creía que el contexto en donde se impartían las clases era importante, preparó una de las habitaciones de la casa, la más iluminada y alegre, con fotos en las paredes, un escritorio y una biblioteca que al principio sólo constaba de libros con imágenes y cuentos de hadas. Muchos años después, William recordaba todavía ese cuarto: era un pequeño mundo mágico.
El experimento dio sus frutos rápidamente. El pequeño William aprobó el tercer curso de primaria en tres días. Escribió cuatro libros (dos de anatomía y dos de astronomía) entre los 4 y los 8 años. A esa edad hablaba ocho idiomas, los que le habían enseñado y los que lo rodeaban en la entonces comunidad rusa en Nueva York: el latín, el griego, el francés, el ruso, alemán, el hebreo, el turco y el armenio, además del inglés.
Antes de cumplir los 8 años, fue aceptado en el MIT, a los 11 entró en la Universidad de Harvard, y era experto en matemáticas aplicadas. A los 16 se graduó en Medicina. Previo a su muerte, era capaz de hablar cerca de 40 idiomas a la perfección. A los 7, había inventado un idioma propio: el vendergood, basado en el latín y el griego, con elementos del alemán, el francés y otras lenguas romances.
Para entonces ya era una pequeña celebridad: los diarios le dedicaban páginas enteras, sobre todo para desarrollar el debate acerca de su forma de crianza. Los detractores afirmaban que, con su inteligencia desmedida, el joven no era capaz de focalizarse en un interés específico, sino que saltaba de una cosa a otra sin orden: Historia, Sociología, Lingüística, Termodinámica.
Era una celebridad para la prensa, pero la comunidad científica le daba la espalda. Su militancia de izquierda lo marginó todavía más, sobre todo cuando se declaró ateo y socialista.
La soledad del distinto
William empezaba a sentir los efectos de la soledad. A pesar de ser un intelectual ambicioso, la comunidad científica le daba la espalda. Encima había heredado las tendencias de izquierda de su padre, lo que no le hacía la vida más fácil: en una de sus múltiples entrevistas se declaró ateo y socialista, y se negó a alistarse para la Segunda Guerra Mundial. Otra vez fue arrestado, por celebrar el Primero de Mayo junto a unos obreros.
Además, empezaba a sentir los síntomas de la enfermedad que lo llevaría a la muerte, especialmente las migrañas que lo atacaban casi todos los días. Era como si estuviera encerrado dentro de las paredes húmedas de su cráneo, tratando inútilmente de salir.
La ambición de sus padres, que no dejaban de torturarlo con largas pruebas para la medición de la inteligencia, era una prisión para él.
Una noche escapó, harto de ser considerado un conejillo de indias, y pasó un tiempo de incógnito, lejos de sus padres, con trabajos esporádicos y muy simples. Sidis experimentó la simple felicidad del que no tiene que dar explicaciones, y después volvió cabizbajo a su casa.
A medida que continuaba con sus carreras universitarias (llegó a completar siete) y sus proyectos un poco delirantes (como el del calendario rotativo), vivía en una soledad cada vez más profunda.
Era famoso en su época (hoy casi nadie recuerda quién es) y salir a la calle le significaba un incordio. Vivía, entonces, encerrado en un pequeño y bastante sucio departamento de Boston, saliendo solo para visitar a sus padres de vez en cuando o participar en alguna actividad política. No sabía hacerse un huevo frito, ni doblarse la ropa, ni peinarse. En una de esas manifestaciones políticas conoció a Martha Foley.
La mujer bisagra
Foley era una activista irlandesa a la que la fama de Sidis le importaba tres pepinos. Le llamó la atención, en cambio, el aire de soledad que el joven arrastraba por todas partes como un lastre. Se acercó, entonces, y habló con él, pero Sidis era tan tímido, sobre todo en presencia de una mujer, que apenas pronunció palabra. Foley representaba para él la vida, desnuda y cruda, que le había sido negada en su infancia: de ahí el miedo.
La buscó, sin embargo, en las semanas siguientes, y salieron un par de veces juntos. Sidis podía recitar de memoria la tabla periódica del derecho y del revés, pero era un ignorante absoluto de las convenciones sociales y de eso que sentía al estar al lado de Martha: una especie de ansiedad que no podía explicar ninguna regla formal de este mundo.
Fue, entonces, a preguntarle a su padre qué hacer. Su padre era viejo y orgulloso y tenía ante él a su mayor logro científico, la mayor prueba de su éxito profesional. Le recomendó que no la viera nunca más y que cortara todo lazo con ella.
Sidis le hizo caso.
Dejó de ver a su Martha, pero también dejó de ver a su padre, y dejó las manifestaciones políticas y las entrevistas para los diarios y se encerró en su departamento y se estrujó el cerebro hasta que el cerebro no dio más y sufrió una embolia cerebral y cayó sobre el piso. Fue 17 de julio de 1944.
Cuando lo encontraron, una semana después, descubrieron entre sus cosas la única de sus pertenencias personales: una foto ajada de Martha Foley.
Clarín.com Viva
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