Por BRYAN WALSH.-Si planeas visitar el Parque Nacional de Yellowstone el último fin de semana de agosto, te tengo buenas noticias: es sumamente improbable que el supervolcán que hay debajo del parque haga erupción durante tu visita.
El supervolcán de Yellowstone (un volcán grado 8 en la escala de 8 del Índice de Explosividad Volcánica) ha hecho erupción tres veces en los últimos 2,1 millones de años; su erupción más reciente ocurrió hace 640.000 años. Una erupción en Yellowstone no se parecería a nada que haya visto la humanidad anteriormente.
Primero se presentarían terremotos cada vez más intensos, una señal de que el magma debajo de Yellowstone sube apresuradamente hacia la superficie. Luego el magma saldría proyectado desde el suelo en una erupción titánica, descargaría los gases tóxicos de las entrañas de la tierra en el aire. Esto continuaría durante días y Yellowstone quedaría sepultado en lava dentro de un radio de más de 60 kilómetros.
Un mal día en el parque. Sin embargo, la devastación en Yellowstone sería solo el inicio. Los vulcanólogos creen que una supererupción del volcán de Yellowstone enterraría amplios trechos de Colorado, Wyoming y Utah debajo de hasta 90 centímetros de ceniza volcánica tóxica. Dependiendo de los patrones climatológicos, en gran parte del Medio Oeste también caerían algunos centímetros de ceniza, lo cual sumergiría a la región en la oscuridad. Incluso sería probable que el polvo pudiera llegar a las costas, donde vive la mayoría de los estadounidenses, a medida que se esparciera la nube de ceniza. Se perderían las cosechas; los pastizales se contaminarían; los cables de alta tensión y los transformadores eléctricos quedarían inservibles, lo cual podría afectar gran parte de la red eléctrica.
Eso sería solo en Estados Unidos. Los modelos de los meteorólogos han revelado que los aerosoles liberados en el aire podrían propagarse a nivel global si la erupción ocurriera durante el verano. A corto plazo, conforme la nube tóxica bloqueara la luz solar, las temperaturas mundiales promedio podrían caer significativamente y no volver a la normalidad durante varios años. La lluvia se reduciría de forma pronunciada. Eso podría ser suficiente para desencadenar el final de las selvas tropicales. La agricultura colapsaría, empezando por el Medio Oeste. Como escribió para la Fundación Europea de Ciencias un grupo de investigadores en un informe en 2015 sobre geopeligros extremos, sería «la mayor catástrofe desde los albores de la civilización».
Los supervolcanes como el de Yellowstone representan lo que se conoce como riesgos existenciales: ultracatástrofes que podrían ocasionar una devastación global e incluso la extinción de la raza humana. Pueden ser naturales, como las supererupciones o el impacto de un gran asteroide de la misma escala del que contribuyó a eliminar a los dinosaurios, o pueden ser provocadas por el hombre, como una guerra nuclear o un virus diseñado. Por definición, son peores que todas las peores situaciones que la humanidad ha vivido, pero no son nada comunes, y eso sí supone un gran desafío tanto a nivel psicológico como político.
Aunque son los asteroides los que por lo general llegan a las primeras planas y a las películas de Michael Bay, los expertos en riesgos existenciales coinciden en su mayoría en que los supervolcanes (hay veinte en todo el planeta) son la amenaza natural que ostenta la mayor probabilidad de extinguir al ser humano. Sin embargo, esto no quiere decir que la probabilidad sea alta, ya que la probabilidad de que ocurra una supererupción en Yellowstone en un año cualquiera es de una en 730.000.
No obstante, sumamente improbable no quiere decir imposible, aun cuando la naturaleza humana mezcle ambos términos. Lo que distingue los riesgos existenciales de los peligros de la vida cotidiana no es la probabilidad de que ocurran, sino las consecuencias.
Supongamos que, como calculan los modelos científicos, una supererupción pueda acabar con el diez por ciento de la población global. Aun si dichas erupciones ocurren más o menos cada 714.000 años (en el extremo inferior del rango de frecuencia), el total de fallecimientos causados por esa catástrofe equivale a una pérdida esperada cada año de más de mil personas, si sacamos un promedio anual para el periodo comprendido entre el presente año y el momento en que el supervolcán finalmente haga erupción. Si se presentan aproximadamente cada 45.000 años (en el extremo superior del rango de frecuencia), la cifra total esperada de fallecimientos al año se eleva a unos diecisiete mil.
En este punto, una comparativa es de utilidad: los accidentes de aviación en distintas partes del mundo fueron la causa de 556 muertes en 2018. La Administración Federal de Aviación invierte más de 7000 millones de dólares al año en seguridad aeronáutica. Sin embargo, Estados Unidos invierte únicamente unos 22 millones de dólares al año en sus programas de riesgos volcánicos, a pesar de que los supervolcanes, en el más extenso de los largos plazos, matarán a muchas más personas que los accidentes de avión.
Por supuesto, la diferencia consiste en que la aviación representa un riesgo que es relativamente constante y conocido. Probablemente nunca habrá un año en el que nadie fallezca a causa de un accidente aéreo, pero en definitiva nunca habrá un año en el que muera el 10 por ciento de la población global en un solo accidente de avión. Eso solo podría ocurrir con la erupción de un supervolcán, el choque de un asteroide o una guerra nuclear.
Es posible reducir los riesgos existenciales. La NASA ha destinado un presupuesto de 150 millones de dólares anuales para defensa planetaria y podría invertir en telescopios espaciales que puedan detectar asteroides que por ahora escapan a nuestra vista. Costaría aproximadamente 370 millones de dólares al año lograr que el resto del mundo tuviera el mismo nivel de monitoreo volcánico que Estados Unidos, lo que disminuiría la posibilidad de ser sorprendidos por una supererupción y reduciría la cantidad de muertes potenciales. Por supuesto, está en nuestras manos evitar los riesgos existenciales creados por el ser humano, como una guerra nuclear o incluso la inteligencia artificial. Nuestra especie se enfrenta a peligros existenciales más grandes que nunca antes pero, a diferencia de la mayor parte de nuestra existencia, ahora tenemos la capacidad de protegernos.
Lo que ha sucedido antes puede volver a ocurrir, y así será algún día… No obstante, puesto que vivimos confinados en el breve horizonte de tiempo humano de nuestra propia experiencia, lo consideramos irreal. Al hacerlo, nuestra vulnerabilidad queda expuesta a aquello que no podemos imaginar.
Bryan Walsh es autor de End Times: A Brief Guide to the End of the World. @bryanrwalsh