Martin Guevara es argentino, pero creció en Cuba. Hijo de Juan Martín, hermano menor de Ernesto “Che” Guevara, actualmente vive en España y suele escribir contra las políticas del castrismo.
En este contexto, y en una reciente publicación en las redes sociales, criticó la relación que mantuvieron durante años Fidel Castro y Diego Maradona.
“Nunca entendí ese amor, esa pasión, esa sumisión”, aseguró Guevara en el texto que subió a su cuenta de Facebook. “Además de usarse mutuamente de cara al mundo para sus intereses, eran iguales, idénticos; al futbolista solo una cosa le gustaba más que la atención de todo el auditórium, una montaña de billetes de moneda estadounidense, y a Guarapo el poder absoluto”, indicó el escritor.
En varios artículos, algunos publicados en Infobae, Guevara definía como “Castrocracia” el movimiento político que llevó a Fidel Castro al poder en 1959; de “usurpadores revolucionarios” a los principales dirigentes del país que eligió Maradona para tratarse de sus adicciones en el año 2000, 13 años después de iniciar su amistad con Castro, en julio de 1987, en una audiencia que compartieron en La Habana.
El texto completo de Martín Guevara
Cuando en 1987 Fidel le dio tanta importancia y privilegios a Maradona, me sorprendió, porque en Cuba había enormes deportistas, algunos habían sido tres veces campeones olímpicos y tres veces mundiales y, sin embargo, si se les descubría un sólo dólar, no los millones que cobraba Diego, les quitaban todas las medallas, todos los récords, los borraban de los libros de deportes y, según el caso, hasta podían ir presos. Ni que decir si se le encontraba un porro de marihuana, no quisiera pensar en la cantidad de efectivos en su paredón de fusilamiento si lo descubrían con un kilogramo de cocaína suministrado por la Camorra más ultraderechista, o por los narcos argentinos.
Nunca entendí esa seducción que ejercía sobre él todo lo que no fuese cubano. Como con el periodismo. No dio ni una sola entrevista que valga la pena a un jornalista nacional que no fuesen esos zurullos vergonzosos en que Randy, con la sonrisa congelada, se quedaba de pie sempiternamente esperando a que Maraña dejase de balbucear y le concediese permiso para sentarse. Todos fueron a los Lisa Howard, Barbara Walters, Maria Shriver, Gianni Miná, Frei Betto, Tad Szulc, Oliver Stone. Sentía pasión porque los extranjeros lo admirasen, y su clímax era que fuesen estadounidenses.
Pero lo de Maradona no lo entendí, ese amor, esa pasión, esa sumisión; hasta que me di cuenta de que distaba mucho de ser por su admiración al fútbol, al que en Cuba se llamaba balompié y no lo había jugado nadie fuera del estadio de la cervecería Cristal, después llamado Pedro Marrero, donde quienes lo jugaron cuando terminaban tenían que ir al cercano hospital ortopédico Fructuoso Rodríguez para enyesarse los tobillos y curar las fracturas producidas por las patadas que se propinaban.
Me di cuenta que como a Trudeau, a Errol Flynn, a cada revolucionario de América Latina, a Perón, a Brézhnev, a Allende, a los afroamericanos de Harlem, a sus comandantes, sus amigos, hermanos, padres y santos, a todos, sin excepción, los usaba y los tiraba cuando no les servían más. Como hizo con Camilo, con el Che, con De la Guardia, con Ochoa, con Haideé Santamaría, con el propio Teófilo Stevenson o con Alberto Juantorena.
Pero aún así no entendía por qué Maradona. Hubiese sido más comprensible que le diese esa cancha a un beisbolero de las grandes Ligas norteamericanas que fuese progresista, un negro, un latino, o un basketbolista ¡cuantos no habrían suspirado por el amor de Guarapo!.
¿Por qué Maradona? Con el tiempo me di cuenta de que además de usarse mutuamente de cara al mundo para sus intereses, eran iguales, idénticos, al futbolista solo una cosa le gustaba más que la atención de todo el auditórium, una montaña de billetes de moneda estadounidense, y a Guarapo el poder absoluto. Ningún dinero compra lo que Fidel poseía en Cuba bajo el ala de su poder.
Esa mezcla de amor y temor, uno necesitaba la cancha llena y el otro la plaza abarrotada, coreando sus nombres como un chute de alaridos en las arterias, y en las venas del rabo siempre temeroso de fallar un día en público, sin secretos, sin escondites.
En el valle de los simuladores.