El 14 de septiembre de 1984, el legendario dibujante -creador de Don Fulgencio- y su esposa fueron asesinados con saña y crueldad. A él lo apuñalaron y le aplastaron la cabeza con una plancha, a ella la mataron con 16 puñaladas. Ambos tenían 80 años. La banda criminal estuvo liderada por Claudia Sobrero, ex pareja de su nieto.
Por Rodolfo Palacios
Lino Palacio tenía una máxima: decía que al ser humano lo invadía la necesidad de reír aun en los peores momentos. Y eso a veces no nacía de la alegría, sino de la desgracia. Ponía como ejemplo a los cadalsos, donde según él hasta los condenados a muerte sonreían antes de que se los enviara al infierno. «Como aquel que iba a ser ahorcado y le pide al verdugo: ‘Por favor, que no apriete mucho’. Yo dividiría al mundo entre la gente que tiene humor y la que no lo tiene», le contó el fabuloso dibujante el 11 de octubre de 1979 a la revista Mercado.
El dibujante Lino Palacio fue el creador de Don Fulgencio, Ramona, Avivato, Doña Tremebunda… historietas que vivían en la contratapa de los diarios y en las revistas de la Argentina.
Nunca se sabe si fue la risa, una mueca de espanto o cualquier otro gesto el que experimentó, tiempo después, uno de sus asesinos, Pablo Zapata, antes de ahorcarse en su celda de la cárcel de Caseros. El horror había comenzado el 14 de septiembre de 1984, hace 35 años, cuando Zapata junto a Claudia Sobrero y Oscar Odín González Muñoz asaltaron, golpearon y mataron a Lino y su esposa Cecilia Pardo, los dos de 80 años, en su departamento del quinto piso de Callao al 2094, en La Recoleta.
Claudia tenía 21 años y era la pareja de Jorge Palacio Zorrilla, sobrino nieto de Lino Palacio. En enero de 1984, según consta en el expediente, los dos decidieron robar las llaves del departamento del dibujante.
Don Fulgencio le dio fama mundial a Lino Palacio: se publicó en más de cincuenta diarios y revistas de América, Europa y hasta en Japón.
El plan era robar la plata de la caja fuerte. Jorge viajó a Mar del Plata, donde descansaba su abuelo, y le sacó las llaves. Pero el plan quedó trunco.
Tiempo después se separaron. Claudia se puso de novia con Oscar Odín González Muñoz, un joven chileno de 19 años. «Como admiraba a su nuevo novio, se le ocurrió demostrarle que era capaz de todo, fue así que lo convenció a él y a un amigo del muchacho, Pablo Zapata, de robar en el departamento de Palacio», dijo uno de los investigadores del caso, según refleja una crónica de entonces publicada en Clarín.
El día del crimen, los tres sospechaban que Palacio y su esposa estaban en su casa de Mar del Plata. Los tres entraron en el departamento, pero no estaba vacío: Lino Palacio y su esposa se encontraban ahí.
Otra versión, que fue reflejada por la revista Gente en su momento, es que a Sobrero no le importaba que el matrimonio estuviera en la casa. «El viejo se va a dormir temprano y su mujer está sorda. Les vaciamos la caja fuerte sin que se enteren», le habría dicho a sus cómplices.
Pero Palacio estaba preparando una conferencia que iba a dar tres días después. «¡Sacame a estos zaparrastrosos de acá!», le gritó a Sobrero cuando la vio acompañada por esos hombres dispuestos a todo.
Al parecer, luchó por su vida, intentando sacarse de encima a Zapata y después a González Muñoz, que lo traba con una silla. Hasta que Sobrero lo atraviesa por la espalda con un cuchillo. Después, a Palacio le aplastaron la cabeza con una plancha y luego lo apuñalaron. A su esposa la mataron de 16 puñaladas. Se llevaron cuatro mil dólares y joyas.
Quizá lo que decía Palacio era cierto: aun en la desgracia, o en su peor versión, los seres humanos son capaces de reír. Porque los asesinos después de la matanza se fueron a jugar al pool a Santa Fe y Pueyrredón.
A la 1:30 de la madrugada del 15 de septiembre, Cecilia, la hija de Lino, volvió a su casa y encontró el horror. Lo contó en 2012 en una entrevista con el diario La Opinión de Rafaela. «Hablé por teléfono media hora antes de que los asesinaran. Estaba muy inquieta esa noche, desde el momento que hablé me empezó a entrar una especie de cosa adentro, sentí algo horrible. Yo estaba en el cumpleaños de una íntima amiga mía, que también habló por teléfono, cuando colgué dije y ‘me voy a mi casa’. Insistieron en que me quedara pero no, me volví temblando, tenía miedo de que me asaltaran. Cuando llegué fui al garaje, no había lugar en ese momento, entonces di vuelta la manzana y me estacioné frente a casa… y parece que todavía estaban adentro, parece que me vieron. Luego se supo que cuando yo subía por el ascensor principal ellos se iban en el de servicio, y cuando abro la puerta me encuentro este horror».
El humor, de luto
El doble crimen conmocionó al país. «El día que el humor se puso a llorar», tituló la revista Gente en sus páginas interiores. Con su atroz asesinato, Sobrero y sus acompañantes habían matado mucho más que a un hombre y a su mujer. Habían matado a una leyenda, al creador de Don Fulgencio, Ramona, Avivato, Doña Tremebunda. Un hombre cuyos dibujos fueron publicados en las revistas Caras y Caretas, Don Goyo, Primera Plana, Tía Vicenta, los diarios La Prensa, La Razón y La Opinión, aunque él siempre recordaba con orgullo las tapas de Billiken que ilustraba con maestría y cuyos originales regalaba porque se los pedían para enmarcar y poner en las aulas de todo el país.
Don Fulgencio se publicó en más de cincuenta diarios y revistas de América, Europa y hasta en Japón. En una oportunidad, dejó de publicarla intempestivamente. Y declaró al periodista Otelo Borroni: «Mi deporte favorito es brillar por mi ausencia. Desaparecer de un día para otro y que toda la gente me pregunte, me llame, diga: ‘¿qué te pasó, Lino?’. Bien, hablando en serio: desde hace un año a esta parte mi médico, que es cardiólogo, me viene sugiriendo que abandone todas las actividades angustiantes. No le quepa dudas: escribir una tira diaria es una de esas actividades. Me costó mucho pero decidí abandonar a Don Fulgencio, sin embargo no es un abandono. Don Fulgencio sigue viviendo en mí, todos los días cuando pienso o me encuentro en alguna situación inesperada pienso qué hubiera hecho en mi lugar el personaje. Incluso a veces me pasa que doy alguna respuesta que sé que no es mía, que es de Don Fulgencio. Aunque Lino Palacio creó a Don Fulgencio, en muchas oportunidades es Don Fulgencio quien hace a Lino Palacio».
Palacio se jactaba de haber dibujado siempre, «desde que nací». En el colegio, en papeles que encontraba por allí, en los pizarrones y hasta en las paredes de su casa.
Su fama comenzó los días previos a la pelea Firpo-Dempsey, en 1923, cuando en La Razón le pidieron que ilustrara una página entera con notas y chistes sobre el combate. Su obra causó sensación. A partir de ahí empezó a dibujar en la revista Atlántida, que era una especie de El Hogar con actualidad y humor. Después, en 1924, lo llamaron de Caras y Caretas. Uno de sus personajes, Avivato, representaba al porteño de esa época y hasta inspiró a una película protagonizada por Pepe Iglesias.
Una vez contó a la revista Gente que Fulgencio fue inspirado en un vendedor de Biblias que vio en la calle. «Pateaba una caja de fósforos que había en el piso, así recorrió una cuadra. Pensé: pobre hombre, nunca tuvo infancia».
Quien no tuvo infancia, o según ella no fue una infancia feliz, había sido su asesina, Sobrero. Había sufrido maltratos y aprendido lo que era el dolor, le confesó a una psicóloga de la cárcel.
Lo paradójico es que en uno de los avisos fúnebres del diario La Nación, Claudia Sobrero figuraba entre las personas que «desean un descanso en paz y acompañan los restos» de Lino Palacio y su esposa. La asesina aparecía en el aviso necrológico del asesinado.
Quizá una falsa pista de su ex pareja para no quedar involucrado en el asesinato. O un chiste macabro que ni a Lino Palacios se le hubiese ocurrido, aunque le gustaba el humor negro. Por ejemplo, llegó a dibujar a un hombre disparándole escopetazos al mismo cupido que lo había enamorado de un flechazo a una mujer.
Una caída, un sombrero y un cigarro
Sobrero fue detenida cinco días después en Tucumán, donde caminaba con zapatillas rojas, jeans ajustados y un sombrero cowboy, más parecida a una heroína de una película de Win Wenders que se lanza a la ruta sin rumbo. Había llegado hasta allí en tren con González Muñóz, después de empeñar las joyas y repartir el botín, pero su amante se fue un día antes de esa provincia.
Sobrero llevaba una cédula de identidad falsa, pero al ver a la Policía, no se resistió: «Ya sé. Me buscan por el asesinato de Lino Palacio. Vamos».
Sus dos cómplices fueron detenidos ese día. Jorge Palacio Zorrilla fue condenado a dos años por haberles entregado la llave y dado información de los movimientos de su tío abuelo.
En las fotos de la época aparece sonriente con un cigarro en la mano y su sombrero, bajando del patrullero rodeado de policías o enfrentando a la prensa. Fresca y desafiante como Faye Dunaway en Bonnie & Clyde y con un aire de inocencia, como Sissy Spacek en Badlands.
Otra vez aquello que decía Palacio: la risa surge en momentos insospechados. «¡Y todavía se ríe!», tituló Crónica en la tapa de la quinta edición. En la matutina, habían titulado: «Capturaron a dos de los matadores de Lino Palacio».
Sobrero no aparece en ninguna película, aunque existe un documental sobre su vida y Dolores Fonzi la interpretó en un capítulo de Mujeres asesinas titulado «Claudia Sobrero, cuchillera».
Hasta la condena que recibió Nahir Galarza (20 años) por matar de dos balazos a Fernando Pastorizzo el 29 de diciembre de 2017, Sobrero ostentaba el triste récord de ser la mujer más joven condenada a perpetua. Al momento de ser condenada, Sobrero tenía una hija de 5 años, María Victoria, y a María Cecilia de dos, fruto de la relación con Jorge Palacio.
Hoy Sobrero tiene 56 años y está libre desde el 18 de enero de 2012, tras 27 años de encierro. Es la mujer que más tiempo estuvo en prisión en la Argentina. Y fue la única a la que se le aplicó la pena de reclusión perpetua por tiempo indeterminado.
Esa pena recibieron Santos Godino, El Petiso Orejudo, el asesino de niños, Carlos Eduardo Robledo Puch –asesino de once personas- y Arquímedes Puccio, el siniestro secuestrador de empresarios.
A diferencia de ellos, Sobrero sobrevivió al encierro y en prisión se recibió de socióloga. Pasó más de la mitad de su vida en la cárcel y, según ella, recibió maltratos físicos y psicológicos, además de haberse contagiado una enfermedad por negligencia del Servicio Penitenciario Federal.
La defensa de Sobrero buscó como atenuantes el consumo de drogas de su defendida y su infancia llena de maltratos. Pero los jueces no hicieron lugar. Según Sobrero, los jueces que la condenaron en 1990 (el juicio por escrito duró seis años) le dijeron: «Vas a salir de la cárcel 48 horas después de muerta».
En 1986 fue la primera mujer en lograr fugarse del penal de Ezeiza, aprovechando un apagón en la prisión. A las pocas semanas la detuvieron en Mar del Plata. Tenía una Biblia en las manos. Otro guiño del destino: Fulgencio, el personaje creado por Lino, era vendedor de Biblias aunque a veces maldecía al mundo.
El 3 de enero de 2006 salió en libertad condicional: vivió en la calle, no conseguía trabajo, conoció a un hombre y juntos comenzaron a robar. La detuvieron después de sacarle la cartera a una mujer. Sobrero volvió resignada a la cárcel, donde buscó sobrevivir a todos los obstáculos.
Hasta escribió un libro: Así murió Lino Palacio, no todo lo que brilla es oro. En la tapa del libro, cuyo escritor fantasma nunca salió a la luz, aparece una mancha de sangre. Y en la contratapa le adjudican esta frase a Sobrero: «Esta no deja de ser una historia como cualquier otra, sin embargo guardo la esperanza para que de alguna manera sirva y en el futuro no se den tantos casos como este sin que la justicia tome en cuenta no solo el delito y sus autores materiales, sino también de los motivos que los obligaron a actuar así y de los otros culpables, que, aunque suene descabellado, suelen ser las mismas víctimas».
La colección dedicada al crimen argentino que dirigía Planeta planeaba publicar El asesinato de Lino Oviedo, pero el gran escritor Miguel Briante no terminó la obra, que iba a ser completada por Antonio Dal Masseto. Nunca quedó en claro si fue porque la colección se discontinuó o porque algo frenó la obra.
La figura de Sobrero fue tema de artículos, ensayos y debates.
La periodista y escritora Marta Dillon escribió sobre ella: «La pena máxima jamás aplicada antes a una mujer. No importó entonces que su defensa fuera débil, ni su fragilidad en tanto adicta a drogas ilegales. Frente a la atrocidad del crimen de una figura pública esta otra figura a la que se fotografió mientras dormía en su celda apenas apresada como símbolo de la falta de arrepentimiento parecía operar como contrapeso necesario para dejar las cuentas saldadas. Sobrero creció en la cárcel. Sus hijas fueron separadas por decisión salomónica: la mayor, de cinco, iría a vivir con la familia materna. La menor, de dos, con la paterna, y su madre le perdería el rastro para siempre. En la cárcel terminó el secundario, se graduó como socióloga, se anotó en cada taller que pudiera ofrecerle una mínima ventana a lo que sucedía afuera: teatro, serigrafía, expresión corporal, animación cinematográfica. Sin embargo, la cárcel, la tumba como le dicen quienes la padecen, nunca dejó de proyectar su sombra».
En libertad, Sobrero suele participar en congresos de sociología y busca reencontrarse con sus hijas. El documental Claudia, dirigido por el cineasta Manuel Gonnet, muestra su lado más luminoso. En las clases de teatro, bailando, escribiendo.
En una escena aparece en un aula frente a un pizarrón lleno de recortes de diario que ella pegó sobre el caso. «El terror entre nosotros», «Perfecta asesina», «Brutal asesinato», son algunos de los titulares.
«Todos estos años tuve que resistir. Si no resistís, desaparecés como persona», dice emocionada.
En otra imagen muestra la pared de su pequeña celda, llena de fotos. Aparecen el Che Guevara, Santucho, Luca Prodan, Al Pacino, El Eternauta y sus dos hijas.»Con ellos no puedo pedir más», dice Sobrero.
Luego mira a cámara y resume en una frase el infierno que vivió después de matar.
«Algunos se deben preguntar: ¿esta mujer ha hecho algo por lo que valga la pena que firme un autógrafo?», reflexiona Sobrero. Ella misma se responde: «Sí, resistir».
El Infierno y el Paraíso
En una entrevista con Nadia Beherens para la revista Furias, Sobrero declaró sobre su duro paso por la cárcel: «Me metí mucho entre las parejas para defender, me tuve que poner en el medio de un cuchillo para evitar que maten a mi amiga. La cárcel tiene una estructura de patriarcado: está la mina chongo, la jefa torta. Es muy machista, las parejas son muy violentas. Tenés pibas que llegan con una sensación de soledad y de necesidad de afecto que de repente se casan con una y quedan prendidas, lavan y planchan, cumplen el rol absoluto, pero también con el golpe, con el chongo yendo a 3 celdas diferentes a tener sexo con otras pibas y la mina ahí esperándolo, que cuando vuelve le pega porque estaba poniéndose celosa. ¿Cómo se registra eso dentro de la violencia de género? Se cumplen los roles del patriarcado, el chongo maneja y es el verdugo del pabellón. También la que tiene más plata; adentro el burgués sigue siendo burgués, paga para que le hagan las cosas. Es una repetición de lo que pasa afuera, es una pequeña sociedad, es la microfísica del poder».
Pero no volvió a hablar de Lino Palacio. Un hombre que, como escribió Juan Sasturain hace diez años en la contratapa de Página/12, «no cayó dibujando, ni cayó por dibujar».
«Es curioso y terrible que cuando –y porque– lo mataron como a un perro, y hoy se cumplen 25 años de esa sórdida torpeza, Lino Palacio, que era por entonces un viejito bacán de más de ochenta, retirado cómodo y dibujante de a ratos todavía, saltó de golpe a las primeras planas mal, injustamente lleno de sangre y de tintas cargadas. Él, que había sido habitante consecuente de las amables contratapas, casi socio fundador de ese edificio de propiedad horizontal de la historieta que fue el patio trasero y vespertino de La Razón –su lugar de cita diaria con los miles y miles de lectores que disfrutaban de las memorables boludeces de Don Fulgencio–, vino a terminar así, regalado junto con su mujer a la estupidez criminal de unos pendejos de mierda. Para colmo, los medios, que apenas frecuentaba ya, se obstinaron en ponerle una «s» al final de su apellido y de su vida».
Acaso el libro que hace justicia a la obra de Palacio sea el que escribió Alan Pauls y se llama Lino Palacio, la infancia de la risa.
El sueño de Palacio, que también era arquitecto, era construir una Iglesia arriba de una montaña, inspirada en uno de sus dibujos. Y pintar. Le gustaba que a sus cuadros los iluminara la luz natural que entraba por la ventana de su casa en Mar del Plata.
Durante la segunda Guerra Mundial dibujó a los personajes más representativos de la historia en un libro con fascículos titulado Historias de la Guerra: Churchill, Roosevelt, Hitler, Stalin, Mussolini, De Gaulle, Chamberlain y Franco, entre otros. Usó el seudónimo Flax, que quiere decir Lino en inglés y alemán. Fue un éxito mundial al punto que Hore Belisha, ministro de Defensa de Gran Bretaña, le envió una carta que decía: «Un hombre que consigue hacer sonreír a la humanidad en momentos tan crueles, ya tiene ganado un lugar en el Monte Olimpo».
«Me lo creí tanto, que estoy todo el día imaginándome instalado allí», confesó Lino Palacio.
Un crimen puede transformarlo todo, pero en este caso no pudo alterar el destino que añoraba Palacio. Ese Monte Olimpo donde reposa su leyenda invencible.