La noche había caído y el extenso campo, donde se habían matado miles y miles de ingleses, holandeses, austríacos, prusianos y franceses, estaba sembrado de cadáveres.
Había sido invadido por una legión de saqueadores que, mezclados con animales carroñeros, buscaba cualquier cosa de valor: armas, botas, uniformes y hasta dientes, cuya demanda era creciente para la confección de dentaduras postizas. Ni qué decir si lograban hacerse de piezas de oro. Los que agonizaban eran rematados para poder ser despojados. Decenas de campesinos enterraron a los muertos del ejército vencedor, mientras que los derrotados y los animales fueron incinerados en gigantescas piras que ardieron durante días. Era al sur del caserío belga de Waterloo, donde Napoleón Bonaparte libró la última batalla de su vida. Tres meses antes, cuando retomó triunfal al poder, había concluido: “Necesito una victoria”.
El 1 de marzo de 1815 el corso había desembarcado en la Costa Azul, dejando su exilio en la isla de Elba. El 20, entró triunfal en París mientras el rey Luis XVIII buscó refugio en los Países Bajos.
El hecho alarmó a las monarquías y sus viejos enemigos. Sabiendo lo que se venía, no demoraron en aliarse: Inglaterra, Rusia, Prusia, Suecia, Austria, Países Bajos, España y hasta algunos estados alemanes. Y se prepararon para la guerra.
El irlandés de 46 años Arthur Wellesley, que pasaría a la historia como el duque de Wellington, quedó al mando de un ejército formado por ingleses, alemanes y holandeses. Era un corpulento oficial de un metro ochenta y un excelente jinete que había comandado al ejército aliado en la guerra de la independencia española y vencedor del ejército francés en España. Era un héroe de guerra. Y el mariscal Gebhard von Blücher, con sus 72 años a cuestas, era un inteligente estratega prusiano que disfrutaba estar en la primera línea de la batalla.
El 6 de junio Napoleón movilizó a sus tropas y el 15 ingresó a Bélgica, sin que sus enemigos se percatasen. Wellington estaba en un baile en la ciudad de Bruselas cuando lo sorprendieron con la novedad.
El plan de Bonaparte era impedir que sus adversarios se reuniesen. Era preciso separar a los prusianos de los ingleses y así subirían sus probabilidades de derrotarlos. Pero sus enemigos ya habían sido víctimas de sus tácticas y no caerían en la trampa.
Las fuerzas que se enfrentaron en Waterloo, una aldea situada a unos veinte kilómetros al sur de Bruselas, fueron gigantescas: 74.000 franceses contra 68.000 aliados y 45.000 prusianos.
Antes de partir al campo de batalla, Napoleón le envió a su amante la condesa María Waleska –”la única mujer que me ha amado”, confesaría- un voluminoso paquete, que contenía sus armas, dinero, valores negociables, acciones y un brazalete.
Napoleón no inició el combate al amanecer. Era junio y comenzaba a clarear a las cuatro. La noche anterior había llovido mucho y el fango y los terrenos inundados demoraron el avance de la infantería y de la caballería. Quiso esperar hasta el mediodía para iniciar las acciones, ya que planeaba emplazar sus baterías en un lugar más seco.
Fue una demora innecesaria.
Wellington lo aguardó con una formación clásica: un centro, dos alas y una retaguardia con una importante reserva. Colocó a sus mejores hombres en el ala derecha; en la izquierda las reforzaría cuando llegasen los prusianos.
Desde su cuartel que estableció en una posada llamada La Belle-Alliance, Bonaparte dispuso sus tropas en tres líneas. Ocupaban un ancho de cinco kilómetros y medio. Las arengó. “Si obedecéis mis órdenes, esta noche dormiremos en Bruselas”, les prometió. Napoleón tenía confianza. Dos días antes en Ligny, había hecho desbandar a los prusianos, y el mismo día el mariscal Michel Ney había impedido que los ingleses acudiesen al auxilio de sus aliados.
Pasadas las 11 de la mañana, comenzó el combate. Ordenó una violenta carga contra el centro y la izquierda enemiga para arrasarlas y terminar lo más rápido posible la batalla.
Gran parte de la acción se concentró unos kilómetros al sur de Waterloo, en Placenoit y Braine-l’Allend. Fueron particularmente encarnizados los combates en la granja Hougoumont que, junto a otras, estaba en camino del grueso de las fuerzas inglesas. Allí unos 2600 defensores frenaron una y otra veces feroces arremetidas de más de 10 mil franceses. “Defiendan la posición hasta el final, y no la entreguen ni la abandonen por ninguna razón”, fue la orden de Wellington. Pero Napoleón no entendió por qué allí se trabó una lucha encarnizada, cuando él había ordenado que fuera solo una distracción para atacar el otro flanco.
Bonaparte confiaba en su artillería, pero el excesivo lodo minimizó los daños de las balas de cañón. Hasta las dos de la tarde mantuvo el bombardeo. Mandó a la infantería a subir una colina, ya que detrás de su cima se concentraba el ejército aliado, pero fueron rechazados por la infantería y caballería.
A las tres, dispuso un nuevo ataque al centro inglés y tres horas después pudo tomar la granja de La Haie Sainte.
La batalla tenía un resultado incierto. A primera hora de la tarde le informaron a Napoleón que un ejército al mando de Friedrich von Bülow se acercaba. Sabía que no debía perder tiempo: debía vencer a los ingleses antes de la llegada de los prusianos.
Ordenó a la caballería un ataque al centro enemigo. Pero los ingleses no terminaban de ceder ante las embestidas francesas. Napoleón percibió que una victoria era posible. A tal punto que Wellington le envió a los prusianos el mensaje: “Si el cuerpo no continúa su marcha y ataca enseguida, la batalla está perdida”. Cuando el segundo cuerpo prusiano entró en la batalla, demorados por la trabajosa marcha en el barro, atacaron al ejército francés en su flanco derecho. El propio von Blücher fue herido.
Dos horas después, Napoleón mandó a combatir a sus últimos 5000 granaderos, su guardia imperial, los más veteranos. Era su última carta. Pero esa arremetida sería deshecha por la caballería pesada británica y por primera vez en su historia, debieron retroceder, lo que animó a Wellington a ordenar un contraataque.
El segundo cuerpo prusiano cercó a los granaderos franceses. Cada vez había más enemigos. A las 8, entró en acción el tercer cuerpo prusiano. Los doblaban en número.
Napoleón no comprendía por qué sus subordinados habían cometido tantos errores, ejecutando mal sus propias órdenes o lanzándose a acciones inconsultas.
Ordenó retroceder y dejó la posición con sus soldados. Tomó el mando de uno de los cuadros que aún resistían. Y cuando éstos cayeron, en su carruaje se dirigió hacia la retaguardia, escoltado por unos pocos granaderos. A las 9 de la noche Wellington y von Blücher se abrazaron en el cuartel francés. Hasta cerca de la medianoche los prusianos persiguieron a los franceses.
Francia sufrió unas 26 mil bajas, entre muertos y heridos, y diez mil prisioneros. Los aliados tuvieron unos 17 mil muertos y heridos y los prusianos, 7 mil. Wellington, al ver el terrible saldo de la batalla, expresó: “Al margen de una batalla perdida, no hay nada más deprimente que una batalla ganada”.
Dos días después, Napoleón estaba de regreso en el Elíseo. En nueve días de campaña había perdido el imperio que tardó nueve años en conquistar.
“He hecho por Francia todo lo que he podido”. Estaba agotado. En los últimos ocho días apenas había dormido unas pocas horas. Sus oficiales lo habían visto caerse de sueño sobre los mapas. Estaba obeso, y sus problemas con su vejiga y sus hemorroides fueron una tortura cuando debía montar a caballo.
Lo escucharon quejarse amargamente de sus oficiales, especialmente de Michel Ney y de Emmanuel de Grouchy; éste último se pasaría el resto de su vida defendiéndose de la acusación de haber traicionado a Napoleón al atacar tarde a los prusianos.
Se dió un baño y se afeitó. Se vio obligado a renunciar cuando tomó conciencia que había perdido todo apoyo político. Francia ya estaba cansada de guerras y enfrentamientos. Su último acto de gobierno fue proclamar a su hijo bajo el nombre de Napoleón II y dejó que las cámaras nombrasen una regencia.
El 29, en el palacio de Malmaison, se despidió de su madre y de sus allegados. Despojado de su uniforme, vestía un pantalón azul, una levita marrón, botas de montar y un sombrero redondo de ala ancha. Antes de irse pasó por el cuarto de su primera esposa Josefina, de quien se había divorciado en 1810 y que había fallecido mientras él estaba confinado en la isla de Elba. Partió en una calesa cerrada tirada por cuatro caballos. Su plan era irse a los Estados Unidos y esperar el momento propicio para regresar al viejo continente.
Pero los buques ingleses bloqueaban la rada. Napoleón, a sus 46 años, se transformó en prisionero de los británicos en la isla de Santa Elena, donde pasaría los pocos años que le quedarían de vida. Allí, perdido en el Atlántico se lamentó que “sin von Blücher ahí, no se dónde estaría ahora Wellington, pero con seguridad yo no estaría aquí”.
Hoy el escenario de esa batalla es un inmenso campo sembrado. El prusiano von Blücher pretendió que la batalla sea llamada de “Belle Alliance”, el nombre del campamento de Napoleón. Sin embargo ganó la postura del irlandés Wellington -que había quedado como el triunfador de la jornada- quien había dormido la noche anterior a la batalla en la aldea de Waterloo. Otro ejemplo de que la historia la escriben los que ganan.
Adrián Pignatelli
Esta nota se publicó originalmente en junio de 2021
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