Las olas provocaron también muertes y daños en lugares tan lejanos como Japón, Filipinas, Alaska y Rusia. Los testimonios del desastre y un ritual que se cobró la vida de un niño.
Miles de relojes -rotos, destrozados, aplastados- se detuvieron exactamente a la misma hora, las 15:11 de la tarde, cuando el suelo se sacudió a lo largo y lo ancho del territorio chileno con una intensidad de la que ningún ser humano tenía memoria ni había registro en la historia. En un lapso de diez minutos ciudades enteras se hundieron, se derrumbaron miles de casas, otras zonas se elevaron varios metros, un volcán entró en erupción, se cayeron puentes y varios ríos cambiaron su cauce. Los muertos se contaron por miles y los damnificados en más de dos millones.
“El terremoto era como un gigantesco cíclope que con un enorme mazo iba aplastando todo con furiosa ira. Un solo golpe y abajo la torre del cuartel de Bombas… Impuestos Internos, el Centro Español, la Catedral, la Iglesia Evangélica y tantos otros. De pronto el gigante enloqueció y empezó a repartir mazazos a diestra y siniestra, dejando brutalmente herida a toda la ciudad”, describió Hernán Olave, en su libro Horas de tragedia, el impacto que tuvo en Valdivia -lugar del epicentro- el mega sismo que sacudió a Chile el 22 de mayo de 1960, con una magnitud de 9.5 en la escala de Richter, la más alta registrada desde la existencia del sismógrafo.
La presión de las placas liberó de golpe una energía equivalente a la de la explosión de 22.300 bombas atómicas similares a la que Estados Unidos lanzó sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945 (AP Photo)
Eso no fue todo. Unos quince minutos después un tsunami con olas superiores a los diez metros arrasó con buena parte del sur del país, causando gravísimos daños en Valdivia, Corral, Puerto Saavedra, Isla Mocha, Maullín, Ancud, Castro, entre otras localidades
Con el correr de las horas, las olas también llevaron su potencia destructiva y mortal a otras costas del planeta, en el Pacífico y el Índico. En Hawái, quince horas después del terremoto, llegó un tsunami que causó 61 muertes y daños severos en Hilo, donde hubo olas de más de diez metros de alto. En Filipinas las olas mataron a 32 personas y en la Isla de Pascua, Samoa y California hubo daños materiales.
A 17.000 kilómetros de distancia del epicentro, el desastre golpeó en Japón, donde 22 horas después del terremoto llegaron olas de 5,5 metros que destruyeron 1.600 hogares y mataron a 138 personas en la región de Honshu. También provocaron daños en Tahití, en Nueva Zelanda, en la Samoa Americana, en California y Alaska, Estados Unidos, y hasta en Kamchatka, Rusia.
“Fue un monstruo planetario”, lo describió Tom Jordan, entonces director del Centro de Terremotos del Sur de California en un artículo de la revista Nature, cuando se cumplían 50 años de la tragedia.
23.200 bombas atómicas
Debido a su ubicación en el llamado “Cinturón de Fuego del Pacífico”, Chile es considerado el país sísmicamente más activo del mundo y el cuarto más expuesto a sufrir daños mayores por catástrofes naturales. Esto se debe al choque tectónico entre la placa de Nazca y las placas Sudamericana y de Chiloé. La energía que se produce debido a la tensión entre estas placas se acumula hasta producir, en determinados momentos, grandes movimientos telúricos. Tantos que, desde la existencia del sismógrafo, se han registrado en Chile más de un centenar de terremotos con intensidad superior a 7 y una decena de grandes maremotos.
El primer terremoto en territorio chileno del que se tiene memoria se desató el 16 de diciembre de 1575 cuando, según crónicas de la época, al anochecer la tierra comenzó a temblar con terrible violencia. En ese entonces no existían los sismógrafos para medir su intensidad, pero se sabe que el sismo hizo que se desplazaran los cerros de Valdivia, por lo que el lago Riñihue quedó aprisionado entre ellos. Cuando el agua logró liberarse, arrasó con la ciudad.
Es probable que ese fuera el mayor sismo del que se tenía algún registro hasta que el terremoto del 22 de mayo de 1960 superó todas las marcas, cuando la presión de las placas liberó de golpe una energía equivalente a la de la explosión de 22.300 bombas atómicas similares a la que Estados Unidos lanzó sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945.
La fricción entre las placas liberó siglos de energía acumulada, causando los mayores estragos en la región entre Valdivia y Puerto Montt. En Valdivia el terreno se hundió 2,7 metros y en los alrededores de la ciudad varios ríos cambiaron su cauce, algunas llanuras se convirtieron en humedales y se perdieron miles de hectáreas de campos de cultivos y pastoreo.
También tuvo efectos globales, porque hizo vibrar a todo el planeta durante varios días y su perturbación afectó incluso la rotación de la Tierra e hizo que los días fueran milisegundos más cortos.
Otra de las singularidades del “Terremoto de Valdivia” -como pasó a la historia- fue que no se trató de un movimiento telúrico aislado, sino que fue el punto más alto de una serie de sismos que se inició un día antes y se prolongó más de 15 días, hasta el 6 de junio. En ese período, hubo movimientos de tierra con epicentros en Curanilahue, Cañete, Chiloé, Valdivia, Península de Taitao y Puerto Edén.
Testimonios del horror
Días después del terremoto, el diario chileno El Mercurio recogió relatos de sobrevivientes, entre ellos el del campesino José Argomedo, que vivía en Maullín, que creyó que se había desatado la Tercera Guerra Mundial con el lanzamiento de bombas atómicas. “Eso creí, aunque después supe que era un terremoto. Tuve la suerte de estar a caballo en un terreno alto, porque eso me salvó y desde ahí vi como las casas se caían”, contó.
María Soledad Salas tenía 8 años el 22 de mayo de 1960 y sesenta años más tarde, cuando la entrevistó un periodista de la BBC con motivo del aniversario del sismo más grande de la historia, todavía guardaba imágenes vívidas en su memoria. “Estaba en la casa de una tía con mis hermanos. Mis papás habían ido al cementerio a ponerle flores a la tumba de mi abuela. Como a las tres de la tarde, estábamos jugando en una habitación y, de repente, empezaron unos ruidos raros. Ahí vino el primer remezón. ‘¡Niños, niños, bajen!’, nos llamaron. Salimos al jardín. Yo tenía miedo. Se decía que las casas de cemento no eran tan seguras y nosotros estábamos en una casa de cemento. Después del segundo remezón, que fue más fuerte, vi que la camioneta de mi papá venía llegando. Quería ir a verlo, pero intenté caminar y no podía. De eso me acuerdo clarito. La camioneta se movía para todos lados, mientras mi papá intentaba sujetarse a ella. La casa de mi tía también se movía de un lado al otro, era increíble. Lo mismo con los postes de luz. Cuando terminó el movimiento, mi papá nos llevó a nuestra casa que quedaba a unas cinco cuadras de ahí. Mi mamá se había quedado en el cementerio. Dice que sonaban las manijas de las tumbas, que vio los nichos rotos, los ataúdes… que fue espantoso. Los enfermos deambulaban por las calles, en bata. Era espantoso: la gente gritaba, se sentían sollozos y lamentos. A mí no me dejaban mirar, pero igual vi a una mujer dando a luz a un niño ahí al frente de mi casa. Mucha gente decidió sacar sus camas y armar campamento en la plazoleta; hacían fogatas. Nosotros no. Bajamos los colchones al primer piso y dormimos ahí por si había que salir arrancando porque temblaba a cada rato. No volvimos a la normalidad en al menos tres meses”, recordó.
Un sacrificio ritual
En Puerto Saavedra, una comuna de la provincia de Cautín en la región de La Araucanía, la devastación producida por el terremoto derivó en un caso policial que, perdido entre las noticias de las consecuencias de la catástrofe, pasó casi inadvertido en aquel momento pero fue rescatado años después por el portal de noticias Jornada 70.
Minutos después del movimiento telúrico, la comuna fue arrasada por las olas del tsunami mientras sus habitantes trataban de salvar sus vidas refugiándose en terrenos altos. Fue entonces que una guía espiritual de la población, que fue identificada como Juana Namuncura Añén, anunció que para restablecer el equilibrio de la tierra era necesario sacrificar a un niño huérfano.
No hay detalles de cómo se realizó ese sacrificio y el cuerpo nunca fue encontrado, pero sí hay constancia de que tomaron intervención la policía y la justicia para esclarecer el crimen y castigar a los responsables.
Luego de un proceso de dos años, la justicia decidió no sentenciar a los acusados dada la situación sin precedentes, y dictaminó que los involucrados habían “actuado sin libre voluntad, impulsados por una fuerza física irresistible, de usanza ancestral”. Para absolverlos, los jueces se basaron en el el artículo 10, inciso 9 del Código Penal chileno que establecía: “Quedan exentos de responsabilidad penal el que obra violentado por una fuerza irresistible o impulsado por un miedo insuperable”.
Enseñanzas del megaterremoto
Como contracara de la tragedia, el mayor terremoto registrado de la historia dio un nuevo impulso a la investigación sismológica. “Constituyó uno de los hitos más relevantes de la sismología instrumental. Fue la primera vez que los sismólogos lograron obtener registros de un terremoto catalogado como gigante y la primera vez que geólogos lograron medir los efectos en el terreno de un súper sismo”, explica Gabriel González, subdirector de Centro de Investigación para la Gestión Integrada de Riesgos de Desastres, CGIDEN, especializado en desastres de origen natural.
De hecho, el sismo del 22 de mayo de 1960, y después el de Alaska de 1964, dieron vuelta una de las teorías aceptadas sobre las causas de los terremotos. Según el investigador de la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas de la Universidad de Chile Raúl Madariaga, “hasta ese momento, la gente pensaba que los terremotos eran un fenómeno superficial, en el que estaban involucradas masas de lava a poca profundidad, pero el evento de Valdivia generó un movimiento profundo en las geociencias”.
El terremoto de Valdivia de 1960 vino a confirmar lo que algunos geólogos sospechaban: que la corteza terrestre no se movía por contracción, sino por procesos de desplazamiento de las placas continentales y oceánicas, es decir, que el suelo no está fijo, sino que se viene desplazando imperceptiblemente desde hace millones de años.
La confirmación de la teoría de las placas también permitió establecer un dato que aporta cierta tranquilidad: que megaterremotos como el de 1960 tienen un patrón de ocurrencia de alrededor de 300 años, por lo que se estima que el próximo de esa magnitud en territorio chileno recién se producirá a mediados del Siglo XXIII.
Por: Daniel Cecchini