Un régimen talibán en el poder de Afganistán con lazos con Al-Qaeda, el grupo jihadista global que tiene como narrativa principal la venganza contra Estados Unidos.
La postal se repite –con diferencias- justo cuando se cumplen 20 años del mayor atentado terrorista en Occidente, que dejó casi 3000 muertos y una imagen histórica: la de los aviones secuestrados por jihadistas que respondían a Osama ben Laden derribando las icónicas Torres Gemelas.
La incógnita sobre si un ataque de semejante espectacularidad puede repetirse cobra otro valor con el regreso de los talibanes a Kabul. ¿Existen riesgos de otro atentado que impacte en el corazón de Estados Unidos u otra potencia y haga tambalear el tablero internacional como aquellos cuatro ataques (uno de ellos, fallido) del 11 de septiembre de 2001?
La respuesta corta es que las probabilidades son más altas que hasta hace un mes, cuando Afganistán todavía contaba con la presencia de Estados Unidos y la OTAN en respaldo de un gobierno civil y las fuerzas locales. La respuesta larga es un poco más compleja, e incluye también las otras amenazas del siglo XXI: el extremismo doméstico y los ciberataques.
El mes pasado, cuatro días después de la toma de Kabul, el secretario general de la Oficina de las Naciones Unidas contra el Terrorismo, Vladimir Voronkov, advirtió: “Tendremos que asegurarnos de que Afganistán nunca más se utilice como plataforma de lanzamiento para el terrorismo global”.
Una semana más tarde, la filial de Estado Islámico en Afganistán (o EI-K, por el Khorasan, como lo llaman ellos, en referencia al nombre histórico de esa región) provocó el primer gran atentado en ese país desde el regreso de los talibanes. Un atacante suicida se inmoló cerca del aeropuerto donde se llevaban a cabo las evacuaciones organizadas por las potencias, y dejó más de cien muertos, entre ellos, 13 soldados estadounidenses.
Más allá de los temores por su política interna -especialmente hacia las mujeres-, el regreso de los talibanes despertó una alerta global ante la posibilidad de que Afganistán vuelva a convertirse en un “semillero” de jihadistas, tanto de Al-Qaeda –con históricos vínculos con los insurgentes afganos- como de EI-K, ahora que las potencias occidentales ya no tienen presencia militar ni de inteligencia en ese terreno.
“El potencial de los grupos jihadistas en las regiones no gobernadas de Afganistán ha aumentado el nivel de amenaza terrorista global. Estos grupos pueden ver a Afganistán como un nuevo refugio seguro para reclutar y crear bases de operaciones”, señaló a LA NACION Scott White, director del Programa de Ciberseguridad de la Universidad George Washington.
A nivel simbólico, el triunfo talibán también envía un mensaje que puede enfervorizar al resto de la comunidad islamista, que celebró públicamente los hechos como una humillante derrota a Estados Unidos. “La victoria de los talibanes en Afganistán es el mayor impulso a la jihad global, particularmente a Al-Qaeda, desde el 11-S. Al-Qaeda lo está utilizando para incitar a posibles partidarios, incluso en Europa y Asia Oriental, ‘para liberarse de las cadenas de la hegemonía estadounidense’”, analizó Rita Katz, directora de SITE, que monitorea la actividad virtual extremista.
En junio, el presidente del Estado Mayor Conjunto de Estados Unidos, Mark Milley, había advertido que Al-Qaeda podía recuperar la capacidad de amenazar a Washington en “dos años”, pero que “ese riesgo obviamente aumentaría” si colapsaban el gobierno y las fuerzas afganas, algo que finalmente sucedió a mediados de agosto. “La probabilidad de que un ataque provenga de Afganistán ahora está por las nubes”, manifestó recientemente el senador republicano Lindsey Graham, una de las principales voces opositoras al gobierno de Joe Biden.
Así, entre la alerta moderada y la máxima, se ubica la mayoría de los especialistas en terrorismo, que coinciden en los desafíos del actual escenario, pero no en sus potenciales consecuencias.
«Lamentablemente, es inevitable que los acontecimientos en Afganistán tengan un efecto dominó sobre el terrorismo en todo el mundo. El regreso de los talibanes y Al-Qaeda animará a los terroristas a conspirar y planificar ataques a nivel mundial, incluso en Occidente. Es más bien una cuestión de cuándo va a suceder que de si va a suceder”, sostuvo en diálogo con LA NACION Sajjan Gohel, director general de Seguridad Internacional de la Fundación Asia-Pacífico y profesor de la London School of Economics. “Los grupos terroristas en Afganistán, como Al-Qaeda, reclutarán a europeos y estadounidenses, algunos de origen paquistaní, para planificar y tramar ataques”, pronosticó.
Fernando Reinares, director del Programa sobre Radicalización Violenta y Terrorismo Global del Real Instituto Elcano, afirmó en un artículo que, con el regreso de los talibanes al poder, “el epicentro del jihadismo global regresará al escenario de Afganistán y Paquistán”, y que “es cuestión de tiempo que algún país de Europa Occidental sea blanco de actos de terrorismo planificados” en esa zona.
Reinares expresó que si bien discursivamente Al-Qaeda va a seguir apuntando contra Estados Unidos, “tenderá a optar en la realidad por Europa Occidental”, porque, en comparación, “está más cerca, resulta más porosa, carece aún de un efectivo sistema de intercambio de información entre servicios antiterroristas nacionales y sus mecanismos de respuesta militar específica son menos ágiles”.
Según un informe de la Agencia de la Unión Europea para la Cooperación Policial (Europol), de un total de 57 ataques terroristas en 2020 (exitosos, fallidos y frustrados), diez fueron de origen jihadista, y provocaron la mitad de las muertes por extremismo en el bloque (doce de un total de 21).
“La comunidad internacional ha hecho un excelente trabajo evitando otro 11-S. Sin embargo, los expertos coinciden que Occidente se mantiene vulnerable a un atentado de esa magnitud. La operación que resultó en el 11-S requirió de varios elementos que hoy difícilmente puedan darse, pero el mayor de ellos es el factor sorpresa: aprovechar las vulnerabilidades en inteligencia y seguridad”, dijo a LA NACION Betania Allo, especialista en contraterrorismo, ciberseguridad y nuevas tecnologías.
En ese sentido, señaló a Estado Islámico y a Al-Qaeda como “los actores no estatales con mayor capacidad para ejecutar un ataque con un impacto como aquel”, pero ya no necesariamente con una estructura tan sofisticada como la de 2001. “Si imaginamos un ataque coordinado en distintas ciudades a la vez, con pocos militantes en cada uno, podría tener un impacto similar”, opinó.
Del otro lado, especialistas afirman que estas dos décadas no fueron en vano. Que Estados Unidos y sus socios mejoraron ostensiblemente sus capacidades para prevenir, monitorear y frenar ataques terroristas –a partir de los atentados en Madrid de 2004 y Londres de 2005, además del de 2001-, y que los grupos, a su vez, viraron hacia una estrategia local frente a estas amenazas.
Daniel Byman, investigador del Instituto Brookings, escribió en la revista Foreign Affairs que Estados Unidos alcanzó una política “suficientemente buena”: reconoce que no van a erradicar el terrorismo jihadista, pero sí logra que la amenaza se reduzca a partir de “una combinación de recopilación de inteligencia, operaciones militares y esfuerzos de seguridad nacional” que haría muy difícil repetir hoy un ataque como el del 11-S. “Ninguna medida por sí sola puede hacer imposible la repetición de una trama a escala de 2001. Pero el efecto acumulativo de estas políticas ha hecho que un esquema sofisticado y de alto impacto tenga muchas menos probabilidades de éxito”, planteó.
Después de 20 años con las tropas en Afganistán, el gobierno de Biden apostará ahora a una estrategia “sobre el horizonte”, es decir, con ataques aéreos y de drones, como ya hizo frente al atentado de EI-K. Aunque, como advirtió en abril el director de la CIA, William Burns, sin presencia en el terreno, “la capacidad del gobierno de Estados Unidos para recolectar y actuar frente a las amenazas disminuirá”.
De hecho, en un informe publicado dos días antes de la toma de Kabul, el 13 de agosto, el Departamento de Seguridad Nacional ya había aumentado sus advertencias sobre posibles ataques y alertaba que el vigésimo aniversario de los ataques del 11 de septiembre “podría servir como catalizador para actos de violencia”. En ese sentido, remarcó que Al-Qaeda en la Península Arábiga (AQAP, por sus siglas en inglés) lanzó recientemente la primera edición de su revista en inglés Inspire en más de cuatro años, “lo que demuestra que las organizaciones terroristas extranjeras continúan sus esfuerzos para inspirar a individuos estadounidenses susceptibles a influencias extremistas violentas.”
El informe señalaba, además, que los “extremistas violentos por motivos raciales o étnicos y los antigubernamentales siguen siendo la principal amenaza nacional para Estados Unidos”. En rigor, los ataques de la extrema derecha provocaron más muertes en Estados Unidos que el terrorismo jihadista desde 2001, según datos del think tank New America.
El director del FBI, Chris Wray, describió esa amenaza como una “metástasis” que no para de expandirse por el país y cuya máxima expresión fue el ataque al Capitolio por parte de seguidores de Donald Trump el pasado 6 de enero, días antes de la asunción de Biden.
Allo enfatizó que el problema no es solo de Estados Unidos, sino de todo Occidente. “No es un movimiento coherente ni de fácil definición porque suelen abrazar ideologías que se superponen, a menudo vinculadas por el odio y el racismo, la xenofobia, la islamofobia, el antisemitismo y la misoginia. Con el Covid-19, la comunidad internacional alertó acerca del uso de teorías conspirativas y desinformación relacionadas con la pandemia, tanto online como offline, para radicalizar, reclutar y recaudar fondos para alimentar operaciones y posibles ataques. La evidencia demuestra que la amenaza de la extrema derecha está derribando fronteras mientras individuos y grupos más organizados forjan nexos trasnacionales”, describió.
A diferencia de 2001, internet, las redes sociales, los smartphones, los drones, e incluso impresoras 3D para crear armas, están hoy disponibles para todos, incluidos los terroristas de todo el espectro extremista. Por eso, Farah Pandith, exdiplomática estadounidense y especialista de contraterrorismo de la Universidad de Harvard, afirma que el próximo atentado de gran magnitud será “un tipo de ataque que no hemos imaginado”.
“Si uno mira lo que es posible para el futuro, es importante darse cuenta de que existe una oportunidad para causar un daño profundo, no solo la pérdida de vidas, sino que puede afectar a las naciones”, dijo a LA NACION. “El ataque del 11 de septiembre fue un evento trágico que no podíamos imaginar. No podíamos concebir que los aviones se usaran como armas. De la misma manera, hoy un atacante podría pensar qué tiene en su arsenal para hacer el mayor daño posible. Puedes imaginar sistemas enteros fallando, un ciberataque enorme, un ataque a una red eléctrica…golpes a aspectos de la vida que podrían parar un país”.
Ese potencial atacante podría ser un jihadista o un extremista de derecha, por ejemplo. “Las amenazas hoy vienen tanto de grupos que reclaman el islam como de grupos que reclaman el cristianismo, por lo que tenemos un panorama terrorista mucho más peligroso en 2021 que en 2001”, señaló Pandith, y consideró que, aunque tienen objetivos distintos, esos grupos están usando las mismas tácticas en el terreno virtual, donde “los terroristas están ganando ideológicamente” frente a las estrategias de Occidente. “Estados Unidos ha gastado millones de dólares en hard power, en lo militar, tratando de detener el terrorismo, pero hemos gastado muy poco dinero en prevenir el atractivo de esa ideología. Ningún gobierno en el mundo ha puesto el tipo de atención, enfoque y escala en ese soft power”, completó.
Para Byman, en cambio, “los santuarios virtuales” de los terroristas “son menos seguros que antes” por las medidas que toman las empresas tecnológicas para eliminar el contenido extremista, y los gobiernos, que “monitorean agresivamente las cuentas para identificar seguidores e interrumpir posibles tramas”. Según su opinión, “para el aspirante a terrorista, las redes sociales se han convertido en un lugar peligroso”.
“Dos décadas después, el panorama del terrorismo es menos centralizado, más diverso y cada vez más propenso a las teorías de la conspiración y las campañas de desinformación virtuales que exacerban las tensiones sociales”, resumió Stephanie Foggett, investigadora residente del Soufan Center de Estados Unidos.
Según el Índice Global de Terrorismo, las muertes relacionadas con ataques terroristas disminuyeron en un 59% entre el pico de 2014 y 2019, cuando se registraron 13.826 víctimas. En los últimos años, en tanto, el foco de los principales grupos jihadistas se trasladó a África, donde a las guerras civiles se suman a echar nafta Estado Islámico y grupos afiliados a Al-Qaeda, como Al-Shabab, para ganar terreno y seguidores. Mientras tanto, con los esfuerzos de contraterrorismo multiplicados alrededor del mundo, los grupos islamistas llaman también a la acción de lobos solitarios en Occidente, individuos inspirados por las ideas islamistas que encuentran en la web, pero no necesariamente con vínculos directos con los terroristas.
Con una popularidad y atención global nunca antes lograda por un grupo terrorista, Al-Qaeda tuvo que adaptarse en 2001 y pasó de ser un grupo de cientos de combatientes bajo el mando de Ben Laden a una red descentralizada que sumó a otros grupos jihadistas y a nuevos combatientes que se vieron atraídos por su poder de destrucción. Pero sus capacidades de internacionalización se vieron limitadas por la falta de un territorio donde moverse ante el asedio de las fuerzas occidentales.
En manos del egipcio de Ayman al-Zawahiri desde la muerte de Ben Laden en Paquistán en mayo de 2011, Al-Qaeda se enfocó en objetivo locales de países en crisis, pero siempre mantuvo su retórica anti-occidental. “Hemos visto un cambio en el enfoque del grupo hacia esfuerzos localizados, a menudo explotando el sectarismo y los conflictos más cercanos a casa. Esto es un cambio general de enfoque de Al-Qaeda lejos del llamado ‘enemigo lejano’, pero eso no significa que debamos bajar la guardia”, indicó Foggett.
Hoy, Al-Qaeda cuenta con muchos más combatientes que en 2001 -hasta 40.000, según The Soufan Center- y la posibilidad de tener nuevamente un territorio donde moverse con mayor libertad en Afganistán. El Consejo de Seguridad de la ONU advirtió en julio que el liderazgo del grupo sigue presente en ese país, y que siguen siendo “cercanos” con los talibanes.
Como le ocurrió a Al-Qaeda en 2001, Estado Islámico –que nació de la rama de Al-Qaeda en Irak- tuvo su pico de protagonismo en 2014, cuando estableció un califato en Irak y Siria y logró horrorizar al mundo con una campaña que incluyó videos en alta definición de ejecuciones a occidentales. Tras una expansión sorprendente entre 2014 y 2015, con atentados en Occidente, como los de París de noviembre de 2015, su poder comenzó a decaer hasta el punto más bajo, en 2019, con la muerte de su líder, Abu Bakr al-Baghdadi. Desde entonces, el grupo siguió la lógica de las filiales (“provincias”, según su vocabulario), y extendió su presencia en Asia y África.
El mes pasado, Voronkov, de la ONU, presentó un informe sobre Estado Islámico en el que afirmaba que el grupo “continúa explotando la interrupción, los agravios y los reveses del desarrollo causados por la pandemia para reagruparse, reclutar nuevos seguidores e intensificar su actividad tanto en línea como en el terreno”.
Además de marcar que EI busca resurgir en Irak y Siria, el informe dedicó un fragmento a la expansión en Afganistán, a través de su “provincia” de Khorasan, donde podría seducir a excombatientes talibanes, de las fuerzas afganas u otros grupos en medio del conflicto, a partir de su narrativa en la que intenta mostrarse como el verdadero y único representante del islam. Según la ONU, EI-K tendría entre 500 y 1500 combatientes, que podrían aumentar a hasta 10.000 “en el mediano plazo”.
En estas dos décadas, el terrorismo fue testigo y partícipe de cambios de estrategias militares, de líderes, de armamento y de tecnología. Pero Gohel llama a mantenerse alerta porque, pese a todas las variaciones, “los objetivos de Al-Qaeda y de Estado Islámico siguen siendo los mismos: tratar de crear un califato mientras lleva a cabo ataques a nivel local y global para crear consecuencias económicas, políticas y sociales”.
Julieta Nassau (LA NACION)
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