ROMA.– Joseph Ratzinger, quien murió hoy a los 95 años, será recordado en la historia por su clamorosa renuncia al trono de Pedro, el 11 de febrero de 2013.
Texto de Elisabetta Piqué
Con ese acto de humildad y valentía, se convirtió en el primer papa “emérito” de la era moderna, el primero en renunciar en 600 años. Sin dejar de lado su hábito blanco –pero ya sin mozzetta (muceta o capa) ni faja en la cintura–, el 13 de marzo de ese mismo año Benedicto miró por televisión, desde la residencia de Castelgandolfo, cómo salía al balcón de la Basílica de San Pedro su sucesor llegado desde el fin del mundo, Jorge Bergoglio, electo en el primer cónclave que tenía lugar con un Pontífice aún vivo.
Estos dos papas –uno jubilado y el otro en funciones–, protagonizaron en los últimos años una inédita convivencia en el Vaticano –al principio escandalosa para algunos–, marcada por respeto y admiración mutuos. Francisco, que desde el vamos definió como “un grande” y un “ejemplo” a Benedicto, hasta el final le demostró cercanía, yendo a visitarlo hasta el último adiós a su casa de papa retirado, enclavada en el monasterio Mater Ecclesiae, en los Jardines del Vaticano.
Así como fue totalmente distinto a su sucesor argentino, Benedicto también será recordado por haber tenido un estilo muy diferente, menos político y menos visible en el escenario internacional, que su antecesor, el carismático san Juan Pablo II.
“El rottweiler de Dios”
Electo después de un cónclave relámpago el 19 de abril de 2005, marcado por un impresionante luto en Roma después de la muerte del papa polaco, Benedicto XVI fue un pontífice que sorprendió. Llamado por algunos “el rottweiler de Dios” debido a su fama de intransigente en su rol de guardián de la ortodoxia católica, el exprefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe durante el papado de Juan Pablo II descolocó durante su reinado.
Los ambientes progresistas de la Iglesia temían con su elección la llegada de un “gran Inquisidor”. Nadie pudo imaginar que la primera de sus tres encíclicas, Deus caritas est, versaría sobre el amor. Nadie tampoco hubiera pronosticado que, meses después de su elección, Raztinger, un refinado intelectual, autor de decenas de libros y ensayos y amante de la música clásica, recibiría en audiencia privada a uno de sus críticos más acérrimos, el famoso teólogo suizo Hans Kung.
De carácter reservado, reflexivo, solitario y silencioso, totalmente distinto al de su predecesor polaco, a quien jamás quiso imitar, Ratzinger también sorprendió porque logró vencer su timidez. En un esfuerzo extraordinario, y pese a su conocido pavor ante las grandes masas aduladoras, aunque de distinta forma comparado con su antecesor polaco y su sucesor argentino, logró llegar a la gente –incluso levantando y besando chicos–, y a establecer una sintonía con el público. Lo demostró con creces cuando participó en diversas Jornadas Mundiales de la Juventud (en Colonia, Madrid y Sydney) y en sus 24 viajes internacionales a cuatro continentes. Entre ellos, hubo viajes que comenzaron bajo los peores auspicios y pronósticos, como el que hizo en 2010 al Reino Unido, que terminaron siendo de lo más exitosos.
De Alemania al Vaticano
Conservador y amante de las tradiciones, considerado un Papa de continuidad y de transición después de Juan Pablo II, Joseph Ratzinger nació en Marktl am Inn, en la diócesis de Passau (Alemania), el 16 de abril de 1927. Su padre, comisario de la gendarmería, provenía de una antigua familia de agricultores de la Baja Baviera. Pasó la adolescencia en Traunstein y fue llamado en los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial en los servicios auxiliares antiaéreos de Hitler.
De 1946 a 1951, año en que fue ordenado sacerdote (29 de junio) e iniciaba su actividad de profesor, estudió filosofía y teología en la universidad de Munich y en la escuela superior de Filosofía y Teología de Freising. Creado cardenal por el Papa Pablo VI en 1977, en noviembre de1981 fue nombrado por Juan Pablo II prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe; presidente de la Pontificia Comisión Bíblica y de la Pontificia Comisión Teológica Internacional.
Cuando fue electo Papa, el 2 de abril de 2005, confesó que sintió en ese momento una sensación parecida a la de una guillotina. Entonces tenía 78 años y ya le había hecho saber a Juan Pablo II que deseaba retirarse para estudiar y escribir, como efectivamente hizo en los últimos años, al escribir una trilogía sobre Jesús de Nazareth.
Nada deportista, con problemas cardiovasculares (tuvo dos derrames cerebrales), a diferencia de Juan Pablo II, desde el principio se cuidó más. Menos audiencias privadas, menos viajes, distancias más cortas, menos vida pública.
Traspiés
Preocupado por la “dictadura del relativismo”, sobre todo en la Europa de raíces cristianas, su papado fue eurocéntrico y enfocado sobre el concepto de razón. Fue justamente esa idea, la razón, la que provocó la primera crisis de su pontificado, cuando en una lección magistral en Ratsibona, en septiembre de 2005, ofendió al mundo musulmán. Con un viaje a Turquía en el cual rezó en una mezquita, al año siguiente, y con diversos encuentros con intelectuales musulmanes, intentó curar las heridas. Pero ese tan sólo fue uno de los varios traspiés de Benedicto XVI que, al igual que su sucesor, debió lidiar con el escándalo de la pedofilia en el clero, estallado en 2010. Por éste, pidió varias veces perdón, se reunió con víctimas de abusos y expresó su vergüenza ante este flagelo. Además, impulsó una política de “tolerancia cero” que se reflejó concretamente con el castigo que le infligió públicamente al mexicano Marcial Maciel Degollado, el fundador de los Legionarios de Cristo, por su escandalosa historia de abusos internos, relaciones con mujeres, hijos secretos y demás irregularidades.
Creó polémicas y reacciones adversas de sectores progresistas a mediados de 2007, con un controvertido motu proprio –documento por iniciativa propia– que rehabilitó la antigua misa en latín, suprimida en 1969 por la reforma litúrgica de Pablo VI, fruto del Concilio Vaticano II.
Luego de haberse convertido en el primer papa alemán que pisaba Auschwitz –donde, en mayo de 2006 pidió perdón por los crímenes nazi–, hizo enfurecer a los judíos al levantarle en 2009 la excomunión a cuatro obispos lefebvrianos –entre los cuales el negacionista del Holocausto, Richard Williamson–, en un episodio que reflejó a las claras la existencia de graves problemas de gestión interna, en la Curia romana. También causó clamor su condena al preservativo al volar hacia África, el mismo año. Y dos años antes, en 2007, en su único viaje a América del Sur, cuando estuvo en Aparecida, Brasil, causó indignación entre las comunidades indígenas, al decir que la Iglesia católica no se había impuesto sobre ellos.
Pero, en otra característica a destacar, cada vez que cometió un paso en falso, tuvo la enorme humildad de reconocer sus errores. Al final del pontificado, fue víctima del denominado Vatileaks, una filtración inédita de documentos reservados de los sacros palacios, un escándalo que sacó a flote las intrigas de la curia, que para algunos lo impulsó a decidir renunciar.
En la primera conferencia de prensa que concedió, en el vuelo de regreso de Río de Janeiro, en julio de 2013, para explicar esa extraña convivencia entre dos papas en el Vaticano, Francisco utilizó una frase lindísima, que resume la relación que tuvieron: “es como tener al abuelo en casa, pero el abuelo sabio”. En esa oportunidad Bergoglio también dijo: “Hay algo que califica mi relación con Benedicto: yo lo quiero mucho. Siempre lo quise mucho, para mí es un hombre de Dios, es un hombre humilde, que reza. Yo fui muy feliz cuando fue electo Papa. También cuando él renunció para mí fue un ejemplo de un grande, un hombre de Dios, un hombre de oración”.
Su última carta
Más allá de esta gran relación, hubo siempre sectores opositores al actual papa que intentaron usar a Benedicto para atacar el pontificado reformista de Francisco. Fiel reflejo de esto fue cuando, en 2020, se vio obligado a pedir que retiraran su firma de un libro sobre el celibato del cardenal ultraconservador africano Robert Sarah, entonces prefecto de la Congregación del Culto Divino y famoso por sus posiciones contrarias a Francisco, del que teóricamente había sido coautor.
En junio de 2020, pese a su ya frágil salud y desobedeciendo a sus médicos, el papa emérito rompió la auto-clausura al viajar a Alemania para despedirse de su hermano mayor, Georg, también sacerdote y ordenado el mismo día. Don Georg solía visitarlo en el Vaticano para pasar con él fiestas y períodos de vacaciones y compartía con él el amor por la música. Entonces, erradamente, la prensa alemana especuló con que el papa alemán se quedaría en su madre patria.
Con dificultades en el habla, movilidad y visión, pero lúcido, en su último año de vida un trago muy amargo para él fue tener que responder a acusaciones, surgidas de un informe de su Alemania natal, de haber encubierto a un sacerdote pedófilo cuando era arzobispo de Munich y Freising. Aunque en febrero de este año en una carta se defendió de esas denuncias, con la actitud humilde que lo caracterizó, también habló de grandísima culpa. Y habló de su muerte, que esperaba con serenidad. “Muy pronto me presentaré ante al juez definitivo de mi vida. Aunque pueda tener muchos motivos de temor y miedo cuando miro hacia atrás en mi larga vida, me siento sin embargo feliz porque creo firmemente que el Señor no sólo es el juez justo, sino también el amigo y el hermano que ya padeció Él mismo mis deficiencias y por eso, como juez, es también mi abogado (Paráclito). En vista de la hora del juicio, la gracia de ser cristiano se hace evidente para mí”.