Las madres de los propios soldados rusos: una de las peores pesadillas para Putin

La campaña de represión y desinformación del Kremlin llega hasta las familias de los jóvenes conscriptos que, en su mayoría, no saben donde están

Para ellos las autoridades rusas llevaron a sus hijos en secreto a una guerra para la que no están preparados y en la que son utilizados como “carne de cañón”.

Por Hinde Pomeraniec

La versión oficial -la que sostiene el gobierno ruso y amplifica la red de medios que respalda la cada vez más devaluada palabra del Kremlin- dice que solo participan profesionales en lo que en Rusia ha dado en llamar la “operación especial” en Ucrania. Sin embargo, las familias de los conscriptos, aquellos que cumplen con el servicio militar obligatorio o que participan de prácticas en algunas de las fuerzas de seguridad, no dicen lo mismo y ante la falta de información de las autoridades sobre el destino de sus muchachos, temen por ellos. Para los padres de esos chicos inexpertos de 18 o 20 años, que apenas cuentan en el mejor de los casos con un par de meses de entrenamiento, no existe ninguna “operación especial” sino una guerra a la que las autoridades rusas llevaron a sus hijos en secreto; una guerra para la que no están preparados y en la que son utilizados- gritan en medio de su desesperación-, como “carne de cañón”.

La invasión de Ucrania fue ordenada por el presidente Vladimir Putin el 24 de febrero, bajo el argumento de “desmilitarizar y desnazificar” ese país, que cualquiera que conoce un poco de la región sabe que no es cualquier país para los sentimientos rusos; que ucranianos y rusos son simbólica y también físicamente familia, con la violenta carga emocional que eso conlleva. Ucrania es bastante más que el patio trasero de la Rusia que conserva su ímpetu imperial y el acercamiento a Occidente de sus gobiernos es visto por Putin desde el comienzo de su ciclo de poder como una provocación que, a lo largo de los años y luego de diversos episodios políticos y bélicos que incluyen la anexión de Crimea en 2014 y el fogoneo constante a partir de entonces de las refriegas entre los territorios pro rusos del Este y el gobierno central ucraniano, se salió de control.

La orden para atacar llegó dos días después del reconocimiento del gobierno ruso de la independencia de las regiones separatistas de Donetsk y Lugansk y en el marco de una serie de reescrituras de la Historia, que incluyen declaraciones de Putin que cuestionan la soberanía de Ucrania. Reescribir la historia necesita de la represión para acallar voces disidentes y por esto, las “correcciones” históricas del presidente ruso que gobierna hace 22 años y evidentemente se propone seguir en el poder por toda la eternidad llegan de la mano del control cada vez más férreo de la información. Controlar qué se dice, cómo se dice, dónde se dice no es algo nuevo para los rusos, sobre todo para quienes conocieron la vida bajo el estalinismo.

“Estoy en pánico, ¿dónde está mi hijo? He intentado llamar a todos los teléfonos desde los que él me llamó y están todos apagados. Mi hijo me dijo que incluso los teléfonos de los capitanes fueron confiscados”, dice una mujer. “Me siento muy mal, los niños no tienen que estar allí, necesitamos que estén de regreso en los lugares donde fueron reclutados y no en ese infierno. Tenemos familiares del lado ucraniano. Tengo sobrinos allí y todo. ¿Cómo están viendo ellos todo esto? Mi hermana y yo hemos estado llorando toda la mañana, ella desde allá y yo desde aquí”.

Una semana antes de estas declaraciones al sitio Meduza, el hijo de esta mujer había sido transferido de urgencia de la base militar de Naro-Fominsk a otra base ubicada a 25 kilómetros de la frontera con Ucrania, cerca de Belgorod. Muchas madres informaron en el mes de febrero que sus hijos habían sido trasladados a puntos cercanos a los territorios de Donetsk y Lugansk, en donde desde 2014 se lleva adelante una guerra civil a la que el Occidente próspero decidió dejar atada a su suerte.

Galina – así se llama otra mujer que habló con la BBC- dice que recién supo que su hijo Nikolai estaba en Ucrania cuando su hermana vio su foto en la página de Facebook del jefe de las fuerzas armadas de Ucrania. Nikolai estaba allí como prisionero de guerra. Ella sabía, porque él se lo había dicho, que los habían trasladado cerca de la frontera. Se decía también que los jóvenes estaban en simulacros y que no iban a ser enviados a combatir, sin embargo, cuando Nikolai se convirtió en prisionero de guerra aparentemente ya era un soldado contratado.

“No sé qué hacer. Los medios guardan silencio sobre el hecho de que nuestros muchachos fueron capturados. O no lo saben”. La novia de Nikolai contó que pese a que hizo todo por disuadirlo, él firmó el contrato en diciembre pasado para “mantener a su futura familia”. La madre agrega que donde ellos viven no hay otras oportunidades para ganar dinero en forma decente. “Mi hijo no fue por su propia voluntad, el comandante en jefe lo envió allí”, asegura.

“Honestamente, no entiendo para qué es todo esto”, dice. “En nuestro país, algunas personas no tienen para comer. No entiendo ninguna guerra ni ninguna acción militar. “¿A qué puerta debo tocar para recuperar a mi hijo?”

Las leyes rusas prohíben que los conscriptos participen de los combates. Según el abogado Alexander Latynin, por ley, si un conscripto quiere voluntariamente ir a la guerra por contrato, puede hacerlo pero debe contar al menos con tres meses de entrenamiento o un mes, de acuerdo a su nivel educativo. Sin embargo, en la práctica, los soldados fueron obligados por métodos coercitivos a firmar los contratos, aseguran sus familiares.

Durante una sesión informativa del Pentágono de EE. UU., días atrás se sugirió que un número importante de los rusos que luchan en Ucrania son conscriptos, y eso podría explicar su inexperiencia y su falta de conocimiento sobre lo que se supone deberían hacer.

Sin cifras de bajas

“Esto es un mar de lágrimas”, dijo Svetlana Golub, mientras hacía un alto en su tarea de atender los cientos de llamados que le llegan desde diversos puntos del país más grande de la tierra. Golub está a la cabeza de una antigua y conocida organización de la sociedad civil llamada Comité de Madres de Soldados, que se ocupan desde siempre de denunciar y monitorear los abusos en el ejército, producto del acoso y el hostigamiento, que muchas veces deriva en crímenes y suicidios. Pero las madres de los soldados han hecho bastante más que eso. Durante la primera guerra de Chechenia, en los 90, ellas mismas llevaron adelante negociaciones para recuperar a sus hijos, prisioneros de guerra, con vida. En estos días de angustia, incertidumbre y desinformación, no solo buscan orientar a las familias para que encuentren a sus hijos sino que también se ocupan de ayudarlos a repatriar los restos de los chicos caídos en combate.

La cifra de bajas en una guerra es una guerra aparte. La campaña de desinformación emprendida por las autoridades rusas con el objeto de aislar a la ciudadanía de la realidad de la guerra alcanza al número de caídos, un dato sensible que los rusos buscan ocultar fronteras afuera pero también fronteras adentro. En lo que va de la guerra, hasta ahora solo reconocieron oficialmente cerca de 500 soldados muertos mientras que las autoridades ucranianas aseguran -y eso replican de este lado del mundo los diarios y medios que apoyan la causa ucraniana- que los caídos son cerca de diez mil.

Autoridades ucranianas le pidieron al Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) que se encargue de repatriar los cuerpos de los soldados rusos muertos en combate a su país. “Hay miles de cuerpos de invasores. Esto es una necesidad humanitaria (…) La Federación Rusa necesita saber cuántos de esos cuerpos de invasores están esparcidos en suelo ucraniano hoy”, dijo recientemente la vice primera ministra Iryna Vereshchuk, en el pedido. A los dos o tres días de iniciada la invasión, el gobierno de Volodimir Zelensky lanzó una página web que permite a los familiares de los soldados rusos fallecidos identificarlos. Se llama “200rf.com” en referencia al código usado para definir los soldados caídos en los combates y contiene fotos de pasaportes o documentos militares que pertenecen a soldados rusos que supuestamente murieron desde el inicio de la invasión.

También contiene videos de supuestos prisioneros, así como su nombre y ciudad de origen en algunos casos. Mientras Rusia guarda silencio, las familias de los soldados rusos no han recibido prácticamente información sobre el papel de los muchachos en el conflicto y hay imágenes que muestran los restos de los soldados caídos abandonados. Mientras el líder ruso sueña para sí un reconocimiento que siente que el mundo le debe a Rusia por su lugar en la Segunda Guerra Mundial y encaró la invasión bajo la consigna de rescatar a Ucrania de las garras del mal occidental, lo que aparenta ser un importante número de bajas podría terminar siendo su propia tumba política. Hay jóvenes que no le creen y hay madres que no van a perdonarlo.

“Para Putin, el creciente número de muertos podría dañar cualquier apoyo interno que le quede a sus esfuerzos en Ucrania. La memoria rusa es larga, y las madres de los soldados, en particular, según los funcionarios estadounidenses, podrían recordar fácilmente los 15.000 soldados muertos cuando la Unión Soviética invadió y ocupó Afganistán, o los miles de muertos en Chechenia”, escribieron Helene Cooper y Eric Schmitt en un artículo de The New York Times.

”Las familias se están quedando completamente a oscuras. No tenían idea de que estaba a punto de ocurrir una operación especial militar”, le comentó Golub al diario inglés The Guardian. Todo indica que unos pocos militares de alto rango estaban al tanto de los planes del gobierno y el hecho de haber llevado a chicos sin preparación física y mental y sin información al centro de los combates podría explicar una muy baja moral de las fuerzas y las consiguientes dificultades para luchar sin un propósito.

Diferentes análisis sostienen esto como uno de los déficits de la estrategia rusa, mientras se suceden las denuncias acerca de la falta de buena alimentación de los soldados y también del quiebre emocional en varios de los que son capturados, como pudo verse en estos días en algunos videos que están circulando. En uno de ellos se ve a un soldado ruso muy joven con una taza de té en la mano, mientras alguien le ofrece un celular para que se comunique con su madre; en otro se ve a un soldado completamente quebrado hablando con su madre y contándole que cayó prisionero y que no tiene muy claro qué está haciendo ahí, además de pedirle disculpas. Una campaña oficial ucraniana se dirigió a las madres de los soldados invitándolas a viajar a buscar a sus hijos, prisioneros de guerra. La invitación luce tan generosa como perturbadora en medio de una guerra en la que, por ejemplo, no se respetan los cese del fuego para poner en marcha los corredores humanitarios.

Es justamente otro video tomado por un celular que da vueltas por las redes el que sirve de ejemplo de cómo los funcionarios rusos deben enfrentarse a las madres de los soldados que reclaman por sus hijos, mujeres que van a buscar a las autoridades para conocer la verdad que se les niega. En ese video, Sergey Tsivilyov, el gobernador de Kuzbass, en el sudoeste de Siberia, intenta defender la acción militar rusa ante el enojo de varias madres de la región en una reunión que había sido convocada con otro fin. El encuentro tuvo lugar en un gimnasio de la base de la OMON -la policía antidisturbios rusa- en Novokuznetsk, la mayor ciudad de la región, y ocurrió en el marco de los esfuerzos cada vez mayores del Kremlin para controlar la información sobre la guerra.

Miembros de la OMON de esa ciudad se encontraban entre los combatientes rusos asesinados o capturados por las fuerzas ucranianas en Bucha, a unos 20 kilómetros de Kiev, el día 28 de febrero. Pudieron verse imágenes luego de la batalla en las cuales aparecen prendas del equipo OMON entre los cadáveres y los restos del ejército ruso.

Ni bien Tsivilyov intenta dirigirse a la audiencia, comienzan a escucharse las voces de las mujeres, que van abriéndose paso, una a una. Primero se escucha a una que reclama porque están siendo “engañados” sobre los despliegues militares en Ucrania.

“Nadie le ha mentido a nadie”, le responde Tsivilyov, políticamente cortés. No lo dejan terminar: “Fueron enviados como carne de cañón”, grita sin ningún pudor otra mujer y la discusión toma fuerza hasta que una tercera mujer lanza el dardo personal. ¿Dónde está su hijo, gobernador?, pregunta. “Mi hijo está estudiando en una universidad”, responde el funcionario. El hijo del gobernador no está en servicio y posiblemente nunca vaya a estarlo. Después de décadas de discusiones y peleas para terminar con prácticas que duraban tres años, el servicio militar ahora dura un año en Rusia, solo lo cumplen los varones y quienes estudian tienen chance de conseguir un documento que se los da por cumplido sin necesidad de tener entrenamiento. Quienes estudian, sí, pero también quienes tienen el dinero o la picardía para conseguirlo, lo que deja a los jóvenes de las regiones más alejadas y más pobres como la única “carne de cañón” disponible de la que hablaba esa mujer desconsolada.

“¿Por qué enviaron a nuestros muchachos allí?”, se anima finalmente otra mujer en ese mismo video casero y poderoso. Fiel a las órdenes superiores, el gobernador se niega a responder y dice que no podrá hacerlo “mientras la operación militar esté en curso”. Y dice algo más, en una suerte de convocatoria de solidaridad nacionalista ya que les pide que eviten las críticas “hasta que esto termine, porque pronto terminará”.

“Sí, cuando todos mueran”, se puede escuchar la última respuesta de otra mujer, entre el enojo, el humor negro y la decepción.

La vieja pelea de las madres

Semanas atrás, cuando comenzaron las denuncias de varias familias por falta de contacto con sus hijos, en búsqueda de información, el Comité de Madres de Soldados se contactó con la Oficina del Fiscal Militar, el Ministerio de Defensa y los líderes del Distrito Militar Occidental de Rusia, para conocer la ubicación de la base de la mayoría de las unidades que envían reclutas a Ucrania y consultar así si los reclutas habían sido obligados a firmar contratos y si estaban siendo enviados a unidades militares en la frontera con Ucrania. Nadie les dio una respuesta concreta, todo fue pura evasiva y la perversión tomó así la forma de sugerencia. Si los padres quieren saber adónde fueron destinados sus hijos, aconsejaron las autoridades, que envíen cartas oficiales. La burocracia como aliada del autoritarismo y la represión: una novela rusa.

Los cambios en el estatus de los reclutas no son la única información que Rusia oculta a las familias de los soldados. Según un decreto presidencial que Putin firmó en 2015, todas las muertes de militares son secreto de Estado. Esto significa que las familias desesperadas que se ponen en contacto con las autoridades para pedir información sobre el bienestar de sus hijos se chocan habitualmente con el silencio o con tácticas dilatorias, como el turbio consejo de ponerse en contacto directamente con un comandante de unidad o escribir a la Cruz Roja.

El Comité de Madres de Soldados fue fundado en 1989 y ese mismo año registró oficialmente a 300 madres de soldados y el objetivo que compartían era conseguir que sus hijos regresaran pronto del servicio militar -que en ese entonces duraba tres años- para reanudar sus estudios. Lograron traer a casa a casi 180.000 jóvenes para este propósito.

Las madres quedaron entonces horrorizadas por lo que vieron y aprendieron sobre las condiciones en las fuerzas armadas: las palizas regulares, el abuso y las humillaciones, la falta de alimentos u otras necesidades, la esclavitud real impuesta en los batallones. Sus demandas eran una reforma profunda de las estructuras militares sobre una base democrática, el fin del trabajo forzoso en los batallones, la desmilitarización del sistema de justicia, el establecimiento de un control civil real sobre las fuerzas armadas y legislación para proporcionar un servicio civil alternativo al militar. Con los años hubo anuncios de reformas pero determinadas prácticas y rituales perseveraron en el tiempo.

Dedovshchina (en ruso, significa algo así como “reinado de los abuelos”) es la palabra con la que se conoce la violenta tradición de iniciación y bullying a los nuevos conscriptos. Desde verse obligados a realizar las tareas más rasas y humillantes, y conseguir cigarrillos o comida para los mayores hasta sometimientos brutales que llegan a la tortura y la muerte. La muerte llega muchas veces por las diferentes prácticas a las que son sometidos pero el acoso de los victimarios también conduce al suicidio, luego de abusos físicos y psicológicos o intimidación cruel que desmoraliza, asusta y humilla a chicos muy jóvenes que no están en condiciones de salir de ese círculo infernal que, por otra parte, es sostenido en el tiempo y ocultado por las autoridades.

Ocurría en los tiempos de la Unión Soviética y sigue ocurriendo hoy, pese a las reformas que se vieron obligados a hacer por la presión constante de organizaciones civiles como la del Comité. Quienes minimizan o defienden esas prácticas lo hacen con la justificación de mantener la autoridad. Estos rituales parecen ser más comunes en puestos fronterizos remotos donde hay poca supervisión por parte del gobierno central. Pero a fines de 2021, una serie de suicidios en el Ejército provocó un examen público más profundo. Los periodistas de investigación informaron sobre un aumento de episodios en los cuales los acusados resultaron absueltos o los casos desestimados por completo.

La respuesta oficial fue ignorar el problema y no debería ser una sorpresa. El ministro de Defensa, Sergei Shoigu, suele negar que los abusos sean un problema sistémico y desecha las acusaciones al asegurar que se trata de excepciones, incidentes de intimidación aislados. El lento sistema judicial mantiene su postura oficial de que las condenas por abuso de poder, violencia y tortura psicológica han bajado, pero sin embargo las ONG marcan que es una tendencia en aumento.

En lugar de abordar el problema, Rusia eligió legislar para ocultar los hechos. Lo que no se ve y no se cuenta no existe. Además, “el gobierno está creando herramientas con las que será posible simplemente guardar silencio”, señalaron en su página las Madres de San Petersburgo el día que anunciaron que deberían llamarse a silencio por la nueva legislación que las convirtió en “agentes extranjeros”, una de las joyas de la corona legislativa represiva de los últimos años.

Como si a la falta de información se la pudiera mitigar con palabras de consuelo, el propio Vladimir Putin se dirigió este 8 de marzo a madres y hermanas de los conscriptos para asegurarles que los jóvenes conscriptos no están participando ni van a participar de los combates y también para decirles que entiende muy bien que estén preocupadas por ellos pero que tienen que estar tranquilas y orgullosas. El problema es que se hace difícil creerle a un presidente que hasta hace apenas unos días aseguraba que no tenía intención de ordenar una invasión, que impone eufemismos por ley como el de “operación especial” en lugar de “guerra” y que manda a reprimir toda manifestación en contra de la acción militar, en algunos casos con violencia inusitada y a la vista de todos, como pudo verse en las últimas marchas en contra de la guerra que terminaron con miles de detenidos en varias ciudades rusas. Solo alguien muy divorciado de la realidad puede pensar que la población confía en él como lo hacía hace dos décadas. Solo alguien con un espíritu mesiánico y en plena ceguera puede pensar que si no hay más reacciones en contra es porque apoyan sus decisiones y no por el amedrentamiento provocado por sus medidas autoritarias y por momentos demenciales.

El emperador está desnudo y lo ignora porque los pocos que se le acercan también le temen, como todos.

El cerco a la información

En el plan de control de la información que ha llevado al cierre de medios y a la salida de cadenas internacionales que venían trabajando desde Moscú, por estos días se aprobó una nueva ley desesperada que pena con hasta 15 años de prisión a quienes difundan “noticias falsas” sobre el ejército ruso y sus acciones. Decir guerra, entonces, sería una noticia falsa, según el gobierno ruso. Decir que hay miles de muertos rusos y ucranianos, también. Denunciar que forzaron a los conscriptos a firmar contratos bajo amenazas de diversa índole para “legalizar” su status en el campo de batalla, también.

El gobierno busca persuadir de todas las maneras posibles de que la pelea es por la supervivencia y que los responsables de las acciones militares son los ucranianos. En la medida que las personas de más edad solo se informan con la televisión estatal, el propósito estaría garantizado. Pero los más jóvenes hace tiempo que utilizan otras formas para informarse y para formarse una opinión de cada cosa. No es casual que la mayor insatisfacción venga por el lado de los más chicos, que no tienen memoria soviética, no vivieron el colapso y la vergüenza ante el mundo que sintieron con los defaults durante el gobierno de Yeltsin y, sobre todo, que sienten que no le deben nada a Putin. Ellos son quienes hoy más están sintiendo las repercusiones de la guerra por los bloqueos a sus sitios favoritos, aquellos que les permiten pensar más allá de las directivas del Kremlin que solo admite como fuentes válidas y medios confiables las páginas online de Presidencia y la web del Ministerio de Defensa.

Como dice el politólogo Noah Buckley, del Trinity College de Dublin, Putin consigue mantenerse a lo largo del tiempo a partir de la apatía política; cualquier movimiento que cambie ese orden es un riesgo y por eso es necesario legislar para restringir todo cambio en esa dirección. Sarah Rainsford, ex corresponsal de la BBC en Moscú, señaló que “Rusia cree que está en guerra con Ocidente pero también está librando una guerra adentro, donde aquellos que piensan diferente son caratulados como enemigos, agentes extranjeros y hasta traidores”.

En su cruzada para controlar la mirada del presente de los rusos, el Kremlin viene tomando medidas formales para restringir la difusión de información sobre delitos militares, el despliegue de las fuerzas armadas rusas y su entrenamiento. Las estrategias son variadas y siguen sumando restricciones. El FSB -los servicios herederos de la KGB-, en octubre de 2021 hizo pública la lista de temas por los cuales un individuo o una ONG pueden ser considerados bajo la categoría “agente extranjero”. La lista incluye cualquier información sobre el estado moral o psicológico de las fuerzas de seguridad y cuando decimos “cualquier información” es porque, por ejemplo, discutir sobre estos tópicos en las redes sociales también puede ser considerado una violación de la lista. Un posteo de FB puede terminar en la declaración de agente extranjero de cualquier ciudadano.

Ser considerado “agente extranjero” es sinónimo de paria y conlleva la presentación regular de extensos y exhaustivos informes financieros al FSB y al Ministerio de Justicia, más la obligación de incluir esa calificación bien arriba en cada artículo o pieza publicada en los diferentes medios -tal vez lo han visto, es como llevar el bonete de burro en el rincón-, lo que naturalmente dificulta la tarea de buscar sponsors y cierra las puertas a cualquier tipo de financiación. Pero además, la legislación esmerila las oportunidades para el trabajo de activistas de derechos humanos, abogados y periodistas ya que ni siquiera pueden escribir sobre denuncias de delitos presentadas o sobre la situación en unidades específicas. Todo puede encuadrarse en la transgresión de una norma y esto, sin dudas, afecta el nivel de protección de los reclutas militares.

La ley fue promulgada por Putin en diciembre de 2020 permite declarar “agente extranjero” a periodistas o activistas bajo el argumento de que se dedican a actividades políticas en interés de Estados extranjeros y reciben financiación desde el exterior. Una de las mejores y más perversas maneras con las que el gobierno esmerila y elimina toda forma de oposición, desmoraliza a hombres y mujeres opositores y estimula la denuncia en una sociedad que aún mantiene restos del homo sovieticus que encontraba en la denuncia el modo de complacer al poder absoluto.

La de hoy vuelve a ser una sociedad que habla en susurros (como la imagen que tomó el inglés Orlando Figes para su libro sobre los años de Stalin) y en carrera para ganarse los favores de la autoridad. “Nadie confiaba en nadie, en cada conocido veíamos a un soplón. Parecía, a veces, que todo el país estaba enfermo de manía persecutoria. Y hasta la fecha no nos hemos curado de esa enfermedad”. Esto escribió en Contra toda esperanza, sus maravillosas memorias, Nadiezhda Mandelstam, la viuda del gran poeta ruso Osip Mandelstam, perseguido por el poder estalinista, y tiene una vigencia estremecedora.

“Dennos al hombre, que la acusación ya la encontraremos”, es otra de las grandes frases que se repite ese libro, porque en realidad se repite cíclicamente en un país en el que las paredes siempre oyen.

Nadie quiere ir a la guerra que supuestamente no existe, ni siquiera los que se formaron en las fuerzas de seguridad. La socióloga Ekaterina Khodzhaeva dijo en una entrevista en Novaya Gazeta que la policía rusa hoy en día quiere que la mayor cantidad de gente posible salga a protestar y dio las razones. “La policía hoy está más interesada en que la gente asista masivamente a las protestas contra la guerra, y probablemente exageren su número y peligrosidad; esto es una garantía para ellos de que mañana no serán enviados a donde realmente les da miedo ir”, explicó en lo que puede asimilarse a una nueva forma del teatro del absurdo.

Desde Moscú y por Telegram, tratando de esquivar cualquier espacio de riesgo, Boris (35 años, productor de publicidad, con trabajos previstos para marzo y abril cancelados) me explica que aunque él no hizo el servicio militar, tiene ID militar porque hizo unas prácticas mientras fue a la universidad “aunque muchos lo compran”. Los que tienen su ID, me dice, pueden ser convocados en caso de guerra hasta los 40 años y debería presentarse en una dependencia militar.

“Pero para eso antes deberían declarar guerra a la que ahora llaman ‘operación especial’, pienso en voz alta.

Claro, me confirma.

¿Te da miedo que te convoquen?, le pregunto a través de la pantalla.

Prefiero no pensar en eso, dice.

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