Una historia vinculada al plan -y la obligación- del hijo único y que todavía arrastra sus dramáticas consecuencias.
Por
Carolina Balbiani
La decadente habitación estaba a oscuras y en silencio. El olor era insoportable. Al prender la luz, la imagen le pegó un puñetazo en la retina. Entre las paredes sucias, sobre una cama revuelta de madera, había lo que parecía ser un niño inmóvil.
Evitando ser desbordada por el horror, la periodista y documentalista que vive en Gran Bretaña, Kate Blewett, comenzó a desenvolver ese cuerpo quieto. Desplegó la manta amarilla y vio un puñado de huesos con ojos. Ojos purulentos, llenos de costras, y muy abiertos, en una mirada de entrega, vacía de cualquier esperanza. Ojos que alumbraban la idea de que jamás, esa pequeña persona, había sido amada, acunada o consolada. Ojos que sabían muy bien que llorar no servía de nada.
Cuando terminó de quitarle la ropa lo confirmó: era mujer, como casi todos los demás niños en los orfanatos chinos. Solo movía la cabeza de un lado a otro, sin emitir sonido alguno. Sus escuálidas piernas y sus protuberantes costillas denunciaban una desnutrición fatal. Se llamaba Mei Ming, que dicen que en chino significa sin nombre, y su edad incierta rondaba los dos años.
Mei Ming estaba a solas en ese negro espacio, sin ser alimentada ni atendida, desde hacía diez días. Esperaba el beso de la muerte. Cuatro días después, por inanición, su vida se apagó en ese infame cuarto donde había sido abandonada.
Luego de un año de escuchar rumores sobre las atrocidades que estarían ocurriendo en los orfanatos chinos, donde las bebas y los niños con discapacidad, de cualquier género, eran abandonados hasta morir, un equipo conformado por tres documentalistas partieron, a ese país, con una misión: verificar si esto era cierto e intentar documentar el espanto.
Para poder certificar los trascendidos, Kate Blewett, Brian Woods y Peter Hugh, viajaron miles de kilómetros a través de China simulando ser trabajadores de orfanatos norteamericanos. Arribaron al gigante asiático por separado. Cada uno llevaba pedazos de unas cámaras, con grandes angulares, con las que filmarían el documental. Debían evitar ser descubiertos.
Una vez dentro de China, se reunieron y ensamblaron sus cámaras ocultas. Sabían que corrían el riesgo de ir presos. Para proteger a los ciudadanos chinos que colaboraron con ellos, ni sus caras ni sus nombres fueron divulgados y, para visitar los orfanatos se manejaron con nombres falsos y con permisos oficiales que les hacían los mismos centros. Tampoco, por precaución, identificaron los hospicios que visitaron. Mientras, en cada establecimiento al que llegaban lo iban registrando todo.
El 12 de junio de 1995, el filme documental de casi 38 minutos al que titularon Las habitaciones de la muerte, producido por Lauderdale Productions, fue emitido por el británico Canal Cuatro y dedicado a Mei Ming y a todas las Mei Ming que pasaron por lo mismo. Las imágenes consiguieron despabilar al mundo sobre lo que estaba ocurriendo con esos niños “descartados” en China.
Las cámaras captaron a decenas de bebés atados: las muñecas a los apoyabrazos y los tobillos a las patas de las altas sillas de bambú. Durante horas y horas. Debajo de la hilera de sillas, había una fila de palanganas plásticas ubicadas justo a la altura del asiento: cumplían la función de recoger el pis y los excrementos que caían del agujero que estos tenían en el centro. Los bebés llevaban el pelo muy corto y estaban vestidos con ropa unisex. Nadie los tocaba, ni les hablaba, ni los estimulaba. En la filmación se ve a un pequeño, que ya camina por sí solo, que se dirige hasta donde está sentada una bebé. Golpea, con fuerza, su cabeza contra la de ella. Una y otra vez y otra vez más. Ninguno de los dos dice nada, ni siquiera lloran.
Una empleada de uno de los orfanatos relata que en el verano anterior, con 37 grados de calor, habían muerto el 20 por ciento de los bebés o quizá más porque las sumas y restas no dan exactas jamás en estos lugares. ¿Dónde estaban los bebés que faltaban? Nadie lo sabe.
Kate quería saber el sexo de los internados. Siempre que podía los desvestía y constataba el género. No era una tarea fácil, hacía mucho frío y estaban cubiertos de pies a cabeza por mantas gruesas y, a su vez, envueltos en varias prendas de ropa. Todas las que pudo revisar resultaron mujeres. Los varones que encontró eran, en cambio, eran niños con discapacidades.
En los hospicios visitados, los bebés sucios y hambreados constituían mayoría absoluta. Estaban tirados en sus cunas con mamaderas que no las sostenía ni una madre, ni una cuidadora, ni ningún ser humano… En realidad, estaban apoyadas sobre alguna pila de algo. Si la tetina, de casualidad, se salía de la boca del bebé porque este se movía, nadie se iba a ocupar de volver a ponerla en su lugar. Niños reptaban por los pasillos, sin higiene alguna. Tampoco se veían adultos supervisando.
En una secuencia se observa a una mujer en cuclillas que baña a un bebé como si fuese un muñeco de trapo. Lo zarandea de lado a lado y, mientras ella está esa posición escurriendo una toalla, aprieta al niño desnudo entre su muslo y su codo para que no aterrice en el piso helado.
Para intentar explicar cómo se llegó a esta situación y por qué ocurrieron estos tremendos abusos y crímenes infantiles, debemos remontarnos a años atrás y a las políticas chinas para evitar la sobrepoblación y sortear las temidas hambrunas.
El caos y el hambre llegaron a China con el malogrado plan económico, social y político llamado el Gran Salto Adelante, entre los años 1958 y 1961. El objetivo del plan era la colectivización, la destrucción de la propiedad privada y conseguir una transformación de la tradicional economía agraria para ir hacia una rápida industrialización. Pero la fórmula fracasó de manera estrepitosa: en ese período se calcula que murieron entre 15 y 55 millones de personas como consecuencia de la severa escasez de alimentos entre los campesinos chinos.
Fue la peor hambruna de la historia. Si bien hacia 1961 la población descendió como consecuencia de estas muertes, de 1963 a 1966 las autoridades retomaron algunas de las medidas para controlar el crecimiento poblacional. Fue, entonces, que empezaron a fomentar los llamados “casamientos tardíos” y consiguieron bajar la natalidad a la mitad.
A partir de 1966 se generó un movimiento sociopolítico que se llamó la Gran Revolución Cultural. Iniciado por el líder del partido comunista chino, Mao Tse-Tung, el objetivo era preservar al comunismo chino liquidando los resabios capitalistas.
En el año 1972, el partido comunista chino decidió que era una cuestión de prioridad nacional limitar los nacimientos. Empezó a ejercer mucha más presión y a distribuir masivamente anticonceptivos entre los habitantes. Temían, no sin razón, una inminente explosión demográfica. A mediados de esa década impusieron controles a la cantidad de hijos que podía tener cada familia: en zonas urbanas se recomendaba dos, en las rurales entre tres y cuatro. Eso tampoco pareció funcionar.
Las autoridades decían que, si esto no se corregía, el país se volvería insostenible. No podrían tener programas de desarrollo ni de modernización. Había que estabilizar la población hacia el año 2000, con un máximo de 1200 millones de habitantes. Pero la población ya estaba llegando a los mil millones y los programas anteriores no habían dado resultado. Vaticinaban que en el medio del próximo milenio sobrevendrían horribles hambrunas y duras batallas por la comida. Las recomendaciones de los expertos de todo el mundo era que había que detener, de cualquier manera, el crecimiento poblacional exponencial.
Así fue que en 1979 se llegó a la decisión crucial. El máximo líder era ahora Deng Xiaoping y fue quien tomó una drástica y polémica medida: la política de un solo hijo. Nadie podría engendrar más de uno en todo el país, salvo las minorías étnicas. Y, por sobre todas las cosas, la regla debía cumplirse a rajatabla. Estaban convencidos de que con estas medidas alivianarían los graves problemas sociales y ambientales.
A los padres que transgredían la norma podía pasarles de todo. Que les cobraran multas; que les cortaran la energía de sus viviendas; que metieran preso al padre para asegurarse de que la embarazada abortara; que la mujer fuera esterilizada; que les quitaran al recién nacido e, incluso, que les dieran una inyección letal. También alentaban la delación: los vecinos debían denunciar si sabían que alguien estaba quebrando la ley. El terror imperaba.
En cambio, las parejas con un solo hijo obtenían la “gloriosa” certificación especial; tenían beneficios como una licencia por maternidad más prolongada; una asignación prioritaria de vivienda y obtenían ayuda económica.
Empezando los años 80, los controles aflojaron un poco en las zonas rurales: si “por desgracia” el primer hijo era mujer o un bebé con discapacidad se les permitía tener un segundo. Previo trámite que certificara que todo esto era rigurosamente cierto.
En 1980 se prohibió, también, el matrimonio para los varones menores de 22 años y para las mujeres menores de 20. Las parejas debían, además, retrasar el nacimiento del primer hijo. Quienes ya tenían uno eran severamente supervisados. Si la mujer quedaba de nuevo embarazada, tendría que abortar o ser esterilizada por la fuerza. Por lo radical, agresiva e invasiva, la medida fue discutida en cada rincón del mundo.
La estricta política del hijo único derivó en que los progenitores, sobre todo en las áreas rurales, vieran como una verdadera desgracia tener una hija mujer o un niño con trastornos de salud. Necesitaban manos fuertes para trabajar el campo y su retiro dependía de ese único hijo varón que pudieran tener.
Con esta realidad frente a sus ojos, muchos optaban por abandonar a aquellos bebés que no garantizaban su futuro: recién nacidos con problemas o de género femenino. También se practicaba el aborto selectivo. El bien más deseado era un hijo varón sano.
Los bebés que llegaban al mundo sin cumplir los requisitos, si tenían “suerte” terminaban en un orfanato. El resto era descartado. Algunos eran ahogados en sus propias casas; otros eran arrojados a un cauce de agua, una cloaca, inodoros o a un basural. Por lo menos en los orfanatos había una ínfima posibilidad de supervivencia, aunque la mortalidad era altísima. Según reportes de Human Rights Watch, a fines de los 80 y principios de los 90, el 90% de los alojados en estos lugares murió.
Por lo relatado, el infanticidio y el abandono, fueron dos de las consecuencias nefastas de la política de un solo hijo.
Dirigido por Blewett y Woods, con Hugh como camarógrafo, el filme documental ganó el premio Peabody y el Emmy, en su categoría, entre muchos otros galardones.
Apenas se conoció, en 1995, el escándalo levantó vuelo y fue repudiado por el gobierno chino que dijo que Blewett había inventado todo. El régimen hizo filmar un contradocumental al que llamó Patchwork de mentiras. Allí se sostenía que todo había sido fabricado por los periodistas. En esta grabación el gobierno mostró otra cara de los orfanatos y de las políticas sociales. Dijeron que algunos funcionaban muy bien y otros tenían un estándar más bajo por obvias dificultades económicas. Pero aun así sostuvieron que en los últimos cinco años el dinero que se había invertido en servicios sociales era más de 470 millones de dólares. Algunos de los responsables de los orfanatos visitados hablaron en este nuevo documental chino. Una directora explicó que, por ejemplo, los chicos atados presentaban discapacidades severas y que, para que no se hicieran daño a sí mismos o a otros, eran “restringidos”. Aclaró que, además, que no tenían personal para estar con cada uno de ellos las 24 horas del día.
No todos fueron tan críticos con China. Dos irlandeses dedicados a temas de caridad que viajaron a ese país para visitar los orfanatos, sostuvieron que el documental británico había sido exagerado. Patrick Tyler (escritor y quien fuera corresponsal jefe del prestigioso diario The New York Times) escribió, el 21 de enero de 1996, un artículo que se llamó “En los Orfanatos de China, una guerra de percepciones…”. Dijo que “la refutación que ofreció el gobierno no sirvió para justificar las paupérrimas condiciones en que los chicos fueron hallados el día en que el equipo de filmación hizo la visita”.
Por su parte, Walter Goodman (también escritor y periodista norteamericano del diario) sostuvo que “Kate Blewett, Brian Woods y Peter Hugh no hicieron un prolijo y balanceado documental. Pero, más importante que destacar eso, es decir que lograron despertar la preocupación internacional sobre el destino de esos chicos que allí muestran. Muchos de esos pequeños ya se han unido a las incontables tumbas anónimas”.
Al año siguiente, en 1996, Cinemax emitió de nuevo el documental con el nombre: Retorno a las habitaciones de la muerte. El periodista Mike Wallace, del programa 60 Minutes de la CBS, también siguió el tema. Otra vez, el gobierno chino negó lo que se decía. Y los que criticaban las denuncias contra los orfanatos aducían que las imágenes se habían filmado sin el consentimiento de los establecimientos, que no decían exactamente dónde estaban ubicados y que algunas de las fotos que se mostraron en el programa eran de antes de 1993. El medio Sun-Sentinel.com, en uno de sus artículos, reprodujo lo siguiente: “Si realmente los chinos querían matar a los bebés… ¿no hubiese sido más fácil y más económico dejarlos morir en las calles que buscarse problemas poniéndolos en orfanatos?”.
Sin embargo, ya muchos años antes, el infanticidio de las bebés de sexo femenino había sido descripto por la escritora Pearl S. Buck (ganadora del premio Pulitzer y del primer Premio Nobel de Literatura a una mujer norteamericana) quien vivió de chica en una pequeña ciudad china. Ella contó que varias veces durante su infancia y preadolescencia, se había topado con restos humanos tan pequeños que se había dado cuenta de que pertenecían a esas bebitas abandonadas, algo que se sabía frecuente en China. Ella enterraba esos huesos con ritos propios, inventados.
Un estudio que hizo en 2007 la Universidad de California, demostró que la política del hijo único analizada desde el punto de vista demográfico había sido útil. Sobre todo, si se miraba que había evitado epidemias; impedido miles de asentamientos precarios; prevenido que los sistemas de salud colapsaran; ayudado a que se produjese menor cantidad de basura y contribuido a una menor sobreexplotación de las tierras fértiles. Se cree que con aquella medida se evitaron entre 300 y 400 millones de nacimientos. Pero ese número, como con muchas otras cosas referidas a datos en China, es muy discutido.
Sin embargo, otros estudios demográficos posteriores demostraron la contracara: un progresivo envejecimiento de la población china. Incluso, en algunas áreas, el crecimiento era negativo. Eso tampoco era bueno.
En 2013 las autoridades relajaron un poco la política de nacimientos y, hacia 2015, China decidió dar marcha atrás en el control de la natalidad. La anunció la agencia oficial de noticias Xinhua. ¿Por qué? Porque descubrieron que su tasa de natalidad era una de las más bajas del mundo. La tasa ideal para conseguir un recambio generacional debería ser de 2,1 nacimientos por mujer y China tenía 1,5. Si los cálculos eran correctos, para el año 2050, un cuarto de su población tendría más de 65 años: habría muchos menos habitantes trabajando y muchos más jubilados para mantener. El peligroso envejecimiento de su población fue clave para poner freno de mano a la política del hijo único. Las nuevas disposiciones abrieron la posibilidad a dos hijos por pareja. Aunque todavía debe pedirse autorización para el segundo.
China, el país más poblado del mundo, en el año 2020 tenía 1.411.780.000 habitantes y su tasa de crecimiento demográfico era solamente del 0,4 por ciento.
En China el aborto es legal y gratuito desde 1975, cuando se lo consideró un método más para estabilizar la cantidad de habitantes (en China se registran, en la actualidad, entre ocho y diez millones de abortos por año). Lo que sí fue prohibido fue el aborto selectivo y que se hicieran estudios prenatales para saber el sexo.
En el medio de comunicación The New Republic se contó el caso de Jiang, una mujer que en 2003 quedó embarazada de su marido, pero ya tenían un hijo. Jiang quería tener al nuevo bebé así que para no abortar comió poco para que nadie se diera cuenta de su nueva concepción y sorteó los testeos de embarazo obligatorios del gobierno (eran cuatro al año) usando el pis de una amiga. Luego, más avanzada la gestación, se escondió en la casa de su madre en otra ciudad. Tuvo éxito y llegó al parto, pero cuando su hija cumplió 9 meses, un día un grupo de siete hombres rodeó su casa. Entraron por la fuerza y se llevaron a su hija. No hubo manera de evitarlo. Años después, Jiang y su marido Xu, se enteraron de que había sido adoptada por una pareja extranjera que vivía en el exterior.
Mucho más acá en el tiempo, una beba de seis meses fue encontrada sola durmiendo en su cochecito en un parque en el sur de China. Cerca de ella había una mamadera, pañales y una nota de dos páginas de sus padres. “Si se queda con nosotros, ella morirá. Sabemos que es egoísta, pero no tenemos otra salida”, escribieron entre otras cosas. La pequeña sufría epilepsia y sus padres no podían afrontar los costos de su tratamiento. El caso generó un debate nacional acerca de los altos precios de los tratamientos y la falta de ayuda para las familias con hijos con problemas de salud.
“Unos 100 mil niños con problemas de salud son abandonados cada año”, dijo Ma Xu, director del Departamento de Ciencia y Tecnología de la Comisión Nacional de Planificación Familiar y Salud.
Aunque en China abandonar un bebé es un crimen que recibe penas de hasta cinco años de prisión, es algo que sigue sucediendo. La fundadora de Beijing Angel Mom Charity Foundation, Qiu Lili, dice que en general los padres de esos bebés abandonados “son buena gente que se siente desamparada y sin esperanza de poder criar a los chicos ellos mismos. Creen que así encontrarán una mejor vida con otra familia”. Y reconoce que, si bien en la China actual esto mejoró mucho, la ayuda para las familias todavía no es suficiente.
Por todo esto fue que el gobierno instrumentó las “escotillas” (pequeñas estructuras con incubadoras y sin cámaras, montadas cerca de los hospitales) para abandonar a los recién nacidos de una manera segura para su vida y que los padres puedan mantenerse en el anonimato.
La primera escotilla que se instaló fue en 2011 en la provincia de Hebei. En febrero de 2014, la agencia Reuters publicó que los bebés abandonados eran, cada vez más, personas con discapacidades o padecían enfermedades. Y relató la historia de Fangfang de solo días, que fue abandonada, en un día helado de año nuevo, en una “escotilla para bebés” en el norte de China. Tenía Síndrome de Down y problemas congénitos de corazón. Tuvo suerte que existiera esta nueva manera de abandono, sino hubiera terminado, quizá, congelada en un arroyo.
A finales de 2014 tenían más de 25 escotillas en todo China. En la provincia de Shandong, en solo 11 días, una sola escotilla recibió 106 bebés. El cien por ciento tenían trastornos de salud. ¿Cómo funcionan? Los padres solo tienen que depositar al bebé dentro, apretar un botón de alarma e irse. Nadie sabrá quiénes son. Diez minutos después un trabajador social lo recogerá.
Antes del invento de las escotillas solo uno de cada tres de estos bebés sobrevivía. “La ley se enfoca en la prevención, las escotillas en el rescate luego de que la ley fue rota”, dijo Li Bo a la agencia china Xinhua.
Pero no solo han resultado invisibles los pequeños de los orfanatos. La tarde del 13 de octubre del año 2011, una niña de dos años fue atropellada por dos vehículos consecutivos en una estrecha calle de Guangdong. Quedó tirada en el medio del pavimento. Las videocámaras del lugar mostraron que 18 personas esquivaron su cuerpo malherido hasta que una mujer se detuvo a ayudarla. Murió en un hospital diez días después. La niña se llamaba Wang Yue.
Está claro que los niños en china no tienen una vida fácil. La exigencia educacional para con ellos también suele ser mucha. Por eso, este año, una nueva ley está esperando ser aprobada en el congreso: prohibiría a los padres usar violencia física o psicológica para enseñarles a los chicos cómo comportarse. ¡Eso sí que sería un buen paso adelante!
Se calcula que hoy en China hay unos 600 mil niños viviendo en orfanatos. El 98% de ellos sufren diferentes discapacidades, trastornos o enfermedades. Ya han pasado 25 años de aquel documental que estremeció al planeta y, de haber sobrevivido, Mei Ming tendría 27. Su breve e injusta vida visibilizó un drama imposible de adjetivar. Esta nota, también va en su homenaje.
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