Era una prueba de rutina. Necesaria y tediosa como todas las de su tipo. Habían surgido algunos pequeños inconvenientes pero también era parte de la rutina. Para eso se realizaban estas operaciones. Llevaban casi seis horas hasta que se escuchó que alguien desde la cabina alertaba: “¡Ey! ¡Fuego!”
Por: Matías Bauso
Los sistemas de audios habían funcionado mal toda la tarde. El ruido a lluvia enturbiaba las comunicaciones, las palabras se cortaban y reverberaban, de a ratos dejaba de emitir sonido. Por eso la reacción no fue inmediata. No se escuchó con claridad. De todas maneras, unos segundos después, otra voz (o la misma, ya no importa) dijo urgida: “El fuego es terrible ¡Sáquennos de acá!”. A eso siguió un grito de dolor. Agudo y desgarrador. Después, el silencio.
Los que estaban en la base, en la sala de control, no necesitaron saber mucho más para darse cuenta de que los tres astronautas estaban muertos.
Era el 27 de enero de 1967, hace 55 años. Faltaban tres semanas para el lanzamiento del Apolo I. Ese día, a partir del mediodía, todo el equipo de la Nasa estaría involucrado en una prueba de rutina. Lo llamaban Ensayo Desconectado. Probaban todos los sistemas de la nave sin que tuvieran respaldo exterior. Probaban si en una emergencia en el espacio podían seguir navegando.
La tripulación era la misma que en la futura misión: Gus Grissom, Ed White y Roger Chaffee. En la sala de control también debían estar todos como si ese fuera el momento del lanzamiento. La gran diferencia era que, para los altos mandos de la NASA y para los astronautas, en esa jornada no había riesgos. Ni la nave ni la plataforma tendrían combustible ni habría propulsión alguna. Un equipo de colaboradores, de hecho, se quedaba al lado del Apolo I (que todavía no se llamaba así) en La Habitación Blanca para asistir a los astronautas ante cualquier emergencia o requerimiento.
En 1961, John Fitzgerald Kennedy había prometido que se llegaría a la Luna antes de que la década terminara: “Hemos decidido ir a la Luna. Hemos decidido ir a la Luna en esta década, y también afrontar los otros desafíos, no porque sean fáciles, sino porque son difíciles, porque esta meta servirá para organizar y medir lo mejor de nuestras energías y aptitudes, porque es un desafío que estamos dispuestos a aceptar, que no estamos dispuestos a posponer”.
Más allá de la épica del discurso, el mensaje era claro. Había determinación y se había convertido en un objetivo primordial para el gobierno norteamericano. La responsabilidad recaía en la NASA y sus funcionarios híper especializados, y en los funcionarios y legisladores que debían conseguir los ingentes fondos que requería el programa. Eran tiempos de la Guerra Fría y la Unión Soviética había sacado ventaja en la recta inicial de la carrera espacial. Estados Unidos debía alcanzarlos y sobrepasarlos.
Primero fue el Proyecto Mercury, luego el Géminis y por fin el Apolo, el último paso, el que pondría al hombre en la Luna.
Gus Grissom había participado en los tres programas. Era uno de los Mercury 7, del mítico primer grupo de astronautas. Con cada uno de estos proyectos había estado en el espacio y el comandaría la expedición inicial del Apolo. Tenía 40 años, esposa y dos hijos.
Ed White era más alto que el resto de los astronautas –debían ser bajos para entrar en los apretados módulos- y había sido el primer hombre en caminar en el espacio.
Roger Chaffee era el novato, no había estado nunca en el espacio y había ingresado en esta tripulación porque el anterior se había dislocado el hombro en unos entrenamientos y debía ser operado.
Al comienzo del ensayo de ese 27 de enero, las comunicaciones no eran nítidas. A veces ni siquiera se escuchaba lo que les decían desde la base. O sus respuestas no eran recibidas. Grissom, siempre paciente, veterano astronauta (eran muy pocos a los que se le podía adjudicar ese adjetivo), sabía que no debía perder la calma, aunque se quejó con amargura, con algo de hastío: “Pretendemos ir a la luna y ni siquiera podemos comunicarnos de un edificio a otro”.
Era el segundo inconveniente de la jornada. Apenas habían liberado el oxígeno para los astronautas, Grissom sintió un olor desagradable, como el de leche agria, cortada. Se pausó la operación para investigar de dónde provenía el olor pero no se encontró la respuesta (luego se determinó que no tuvo nada que ver con el incendio).
El fuego se desató a los pies de los astronautas. Eso los hizo perder algunos segundos valiosos. Por su postura y por los pesados trajes no pudieron ver el inicio del incidente, sino cuando las llamas ya habían crecido. Desde dentro intentaron abrir la cápsula, pero la presión de la cabina que había aumentado con el fuego se los impidió.
Los operarios que estaban fuera, en La Habitación Blanca, corrieron a liberarlos. Uno de ellos se dio cuenta del inconveniente al ver las llamas por una pequeña ventana del dispositivo. Mientras manipulaban la escotilla, mientras trataban con todas sus fuerzas de abrirla; la cápsula, debido a una explosión interna, se rajó. Volaron algunos restos y partes de la nave y los hombres que trataban de liberarlos salieron despedidos. La entrada de oxígeno del exterior primero alimentó el fuego pero luego lo extinguió. El humo afectó los pulmones de los que pretendían ayudar y el calor intenso desintegró sus guantes de nylon.
Cuando varios minutos después pudieron abrir la cápsula, el humo negro y espeso no los dejaba ver. Cuando se disipó encontraron un cuadro macabro pero previsible. Los tres astronautas estaban muertos. Las investigaciones posteriores concluyeron que desde que se desató el problema hasta su muerte pasaron 27 segundos.
Tenían el cuerpo quemado en un gran porcentaje pero las quemaduras eran posteriores a su deceso que se había producido por la inhalación del monóxido de carbono.
La posición de cada uno tampoco sorprendió a los expertos. Pese al desastre, pese a la desesperación, cada uno de ellos actuó como el protocolo indicaba para una situación de emergencia. Pese al escaso espacio, White había girado para intentar abrir la escotilla; Gus Grissom se había desabrochado sus ataduras e intentaba colaborar; mientras que Chaffee seguía con los cinturones y en su asiento con la mano en los controles: él debía permanecer en su lugar para seguir conectado y comunicado con la sala de control.
Tardaron en poder sacar los cadáveres de la nave. El intenso calor había fundido los trajes de nylon con la estructura. Los astronautas como en una mala metáfora quedaron adheridos a la cápsula, confundidos con ella. Dentro todo estaba carbonizado. Había que tener mucho cuidado en no tocar nada para que las pericias pudieran descubrir qué había provocado la falla fatal.
Los expertos no podían entender qué había sucedido. Era una prueba de rutina, sin riesgo aparente y había terminado en un desastre.
El plan espacial norteamericano corría serio peligro de ser cerrado. En el Congreso se estableció una comisión investigadora. El senador Walter Mondale fue el principal impulsor del cierre del programa. Muchos legisladores de la oposición consideraban que se gastaba demasiado dinero, que no había avances y que, para colmo, a partir de ese momento se había vuelto peligroso. El presidente Lyndon B. Johnson fue quien logró sostener a la NASA y el plan de alcanzar la luna gracias a su pasado como legislador y su conocimiento del mundo legislativo.
La investigación de la NASA fue exhaustiva. Desarmaron la nave pieza por pieza. Necesitaban saber qué había provocado la tragedia. Las muertes eran una posibilidad. Sabían que existían chances de que algo no saliera bien. Pero supusieron que eso sólo podía ocurrirles en medio de una misión, en el espacio. Nunca en la tierra.
En 1961 en su primera misión, Gus Grissom había tenido un problema al llegar a tierra y casi pierde la vida. Cuando cayó al agua, la puerta de la cápsula se abrió de golpe y el agua inundó el pequeño espacio. Se salvó casi milagrosamente (y por su extraordinario temple y entrenamiento). Los expertos estaban convencidos de que él había cometido un error y había accionado un control que había abierto la puerta, que el accidente había sido provocado por una imprudencia del astronauta. Grissom lo negó rotundamente. Repasó una a una sus acciones y había seguido rigurosamente el protocolo.
Tiempo después descubrieron que la puerta se había abierto por el impacto y la presión. Eso hizo que en los nuevos modelos tuviera tres placas y fuera imposible que eso sucediera. La paradoja es que uno de los factores que provocó la muerte de Grissom fue su accidente anterior y lo que se descubrió gracias a él. Las puertas eran mucho más difíciles de abrir y se necesitaba ayuda externa.
La NASA había perdido en esos años tres astronautas en accidentes con aviones de pruebas. Pero estos eran los primeros que morían dentro de una nave espacial. Los riesgos de ser astronautas eran evidentes.
Gus Grissom en una entrada de su diario personal escrita durante los entrenamientos al inicio del programa espacial, escribió: “Habrá riesgos, como los hay en cualquier programa experimental, y tarde o temprano, caeremos dentro de la ley de probabilidades y perderemos a alguno. Ojalá nunca pase, pero si sucede, espero que los norteamericanos no piensen que ese fue un precio muy alto a pagar para el programa espacial. Nadie nos obliga a entrar en esas naves. Volamos sabiendo que si algo malo pasa, no existe la mínima chance de ser rescatados. Lo hacemos porque tenemos completa confianza en los científicos y en los ingenieros que construyen y diseñan la nave y en nuestro centro de control. Ahora: a la Luna”.
En el programa estaba contemplada la posibilidad cierta de la desgracia. Esa amenaza era una presencia constante con la que los astronautas convivían, un riesgo que preferían correr. El premio era demasiado grande: era único. Pero el peligro, lo inasible, estaba en el espacio. No en tierra sin las fuentes de energía, sin los elementos pirotécnicos, ni cualquier otro cosa que podría haber provocado una explosión.
Se determinó que la falla fue producto de unos cables en mal estado que provocaron una chispa y que el oxígeno al 100 % de la cápsula hizo el resto. También que el sistema de apertura de puertas no era el adecuado. Por último concluyeron que el sistema de apoyo externo en caso de emergencia no estaba preparado adecuadamente, que no se había considerado de manera seria la posibilidad de una desgracia.
Si Gus Grissom era el personaje de mayor fama, el que había estado varias veces en el espacio, el que fue tapa de la revista Life en dos oportunidades, uno de los grandes héroes norteamericanos de los sesenta, su esposa Betty se convirtió en una figura trágica. El llamado Club de las Esposas de los Astronautas, que tanto llamaba la atención a los periodistas, se convirtió en el Club de las Viudas de los Astronautas.
Tom Wolfe empieza su notable non fiction sobre el Proyecto Mercury (en el que uno de los protagonistas estelares es Gus Grissom) Elegidos para la Gloria con un largo capítulo en la que las protagonistas son las esposas y cómo reaccionan ante el rumor, finalmente confirmado, de una tragedia en unas pruebas con aviones de alta velocidad. La desconfianza, las preguntas entre ellas, el miedo metiéndose en sus huesos, el desamparo, el alivio culposo al enterarse que el involucrado no era su esposo, el apoyo a la que queda viuda.
Betty Grissom, unos años después de la muerte de su esposo, inició acciones legales contra la contratista, North American Aviation, la empresa encargada de la construcción del cohete. Debido a una formalidad no podía accionar contra la NASA pero era lo mismo. En su momento fue muy criticada y recibió acusaciones de traidora a la patria y hasta amenazas. A ella no le importó y siguió adelante. Hubo arreglo extrajudicial que también favoreció a las otras viudas. Ellas tres también consiguieron, también, que la misión, aunque no haya estado en el espacio, quedara perpetuada como Apolo I, en homenaje al sacrificio de sus maridos, y no con el número interno de la tripulación como la tenía consignada la NASA.
El accidente mató a los tres astronautas y detuvo el programa espacial. Lo puso en crisis y hasta estuvo a punto de ser cerrado. Pero esas muertes, la profunda investigación posterior, las respuestas científicas y tecnológicas a cada inconveniente encontrado, haber sabido leer lo que el Apolo I les había dicho, todo eso hizo que el programa triunfara. Todos los cables fueron recubiertos y ocultos, el material interior se convirtió en completamente ignífugo, los trajes no fueron más de nylon sino de una mezcla de fibra de vidrio y teflón llamada Tela Beta, las puertas y escotillas se modificaron, y hubo decenas de cambios concretos.
Pero el principal cambio fue el de los protocolos en la toma de decisiones y en las medidas de seguridad. La NASA creía que tenía los sistemas más sofisticados pero se dieron cuenta, al recrear paso a paso cómo había sido la comunicación con la empresa constructora contratada y cómo las autoridades y los astronautas decidían modificaciones y aportes, que los controles no eran los debidos.
A partir de ese momento cada decisión pasó por un sistema rígido de contralor y cada paso se dejaba asentado. La institucionalización de esa conducta terminó llevando al hombre a la luna dos años y medio después.
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