KIEV.- La fiesta multitudinaria se había planeado durante semanas, el espacio estaba reservado y los DJs, las bebidas, las invitaciones y la seguridad, todos preparados.
Sin embargo, después de que un reciente ataque con misiles, lejos del frente, matara a más de 25 personas, incluyendo niños, en el centro de Ucrania, una agresión que perturbó profundamente a todo el país, los organizadores de la fiesta se reunieron para tomar una decisión difícil de último momento. ¿Debían posponerla?
Esta fue la decisión: de ninguna manera.
“Eso es exactamente lo que quieren los rusos”, comentó Dmytro Vasylkov, uno de los organizadores.
Así que instalaron parlantes enormes, pusieron el aire acondicionado a tope y cubrieron las ventanas de una sala cavernosa con gruesas cortinas negras. A continuación, abrieron de par en par las puertas de una antigua fábrica de seda del barrio industrial de Kiev.
Y como si se tratara de una orden, la sala se llenó de hombres jóvenes sin camisa y mujeres jóvenes con vestidos negros ajustados, todos moviéndose como en trance, mirando hacia delante, casi como en una iglesia en la que el DJ era el altar.
Era una noche oscura, sudorosa, ruidosa y era maravilloso. He aquí un país inmerso en una guerra que afectaba a todos, sin embargo, estas personas bailaban con todas sus fuerzas.
“Si sabes aprovecharlo, esta es la cura”, comentó Oleksii Pidhoretskii, un joven asistente a la fiesta que vive con su abuela y que llevaba meses sin salir.
Tras un prolongado silencio, la vida nocturna de Kiev vuelve a rugir.
Volver a salir
Mucha gente se aventura a salir por primera vez desde que empezó la guerra. Para beber junto al río. Para salir con un amigo. Para sentarse en un bar y tomar un cóctel. O tres.
Esta es una ciudad llena de jóvenes que han estado encerrados durante dos años, primero por el Covid y luego por la guerra con Rusia. Anhelan el contacto. La guerra hace que ese deseo sea aún mayor, especialmente esta guerra, en la que un misil de crucero ruso puede acabar contigo, en cualquier momento y dondequiera que estés.
Y ahora que el verano está en pleno apogeo, y que los duros combates se concentran sobre todo en el este de Ucrania, a cientos de kilómetros de distancia, Kiev se siente por fin un poco menos culpable por salir.
“Para mí, las grandes preguntas eran: ¿Está bien trabajar durante la guerra? ¿Está bien servir un cóctel durante la guerra?”, dijo Bohdan Chehorka, un barman. “Pero durante el primer turno obtuve la respuesta. Podía verlo en los ojos de los clientes. Para ellos era psicoterapia”.
Tras cada fin de semana que pasa, en una ciudad que ya tenía la fama de ser genial, es más fácil encontrar una fiesta. La otra noche, un evento de hiphop se convirtió en un mar de cabezas que se movían. La fiesta se celebró al aire libre. Por un momento, empezó a llover. Pero eso no importó. La fiesta había comenzado. En la pista de baile, los cuerpos chocaban.
Al otro lado de la ciudad, la gente salía a las veredas de las cafeterías. Dentro de los bares había menos taburetes vacíos que hace unas semanas. A lo largo del río Dniéper, que atraviesa Kiev, cientos de personas se sentaban en las orillas amuralladas, con amigos y a menudo con bebidas; el crepúsculo increíblemente largo dibujaba las siluetas de las personas contra un cielo azul sedoso, empapándose de las maravillas de un clima nórdico en plena noche de verano.
Pero el toque de queda pende sobre esta ciudad como un martillo. La fiesta puede estar en marcha, pero también la guerra.
Fiestas tempranas
A las 11 de la noche, por decreto municipal, todo el mundo debe estar fuera de las calles. Cualquiera que sea sorprendido infringiendo esta norma se enfrenta a una multa o, en el caso de los jóvenes, a una consecuencia potencialmente más grave: la orden de presentarse al servicio militar. De manera invertida, eso significa que los bares cierran a las 22, para permitir que los trabajadores lleguen a casa. La última llamada es a las 21. Así que la gente se va temprano.
La fiesta en la antigua fábrica de seda, por ejemplo, comenzó a las 2:30 de la tarde.
Sin embargo, incluso a esa hora tan extraña, los asistentes a la fiesta dijeron que, con el ritmo de la música tecno y otras ayudas, consiguieron olvidarse de la guerra. Se sincronizaron con las vibraciones del bajo, cerraron los ojos y pudieron “disolverse” y “escapar” por un momento, aseguraron.
La guerra está presente
La guerra no es solo una sombra que se cierne, sino una fuerza que dirige la vida de todos, que domina los pensamientos de todos, que ensombrece los estados de ánimo de todos, aunque se esfuercen por hacer las cosas que antes disfrutaban.
Tanto la fiesta de hiphop como la fiesta multitudinaria donaron los ingresos al esfuerzo bélico o a causas humanitarias, parte de la razón por la que se celebraron en primer lugar.
Y durante conversaciones casuales, como una en el bar Pink Freud, la guerra sigue saliendo a relucir. Una breve charla entre una joven y Chehorka, el barman, que también trabaja como psicoterapeuta, se convirtió en una conversación sobre aficiones que desembocó en una discusión sobre libros que condujo, de manera inexorable, a los rusos.
Chehorka le contó a la joven que estaba vendiendo su gran colección de libros en ruso porque no quería volver a leer esa lengua.
“Esta es mi propia guerra”, explicó.
Y dijo que sentía que toda la psiquis de la ciudad había cambiado. “Kiev es diferente ahora”, dijo. “La gente es más educada, más amable. No beben tanto”.
Consuelo
Un anhelo de conexión cercana, de algo significativo en medio de un acontecimiento sísmico y aterrador que no termina, es lo que llevó a dos decenas de personas a una reciente fiesta de “abrazos”.
Las fiestas de abrazos comenzaron antes de la guerra, pero las personas que acudieron hace dos domingos —una mezcla de hombres y mujeres de entre 20 y 60 años— dijeron que ahora las necesitaban de verdad.
Los asistentes se reunieron en una gran estructura en forma de tienda de campaña cerca del río y, mientras sonaba música new age, se tumbaron en almohadones en el suelo formando un gran y cálido montón. Algunos acariciaban el pelo de sus vecinos. Otros se abrazaban con fuerza, con los ojos cerrados, como si fuera el último abrazo que compartirían con alguien. Al cabo de unos 15 o 20 minutos, el montón se despertó.
Los abrazados abrieron los ojos, se desenredaron, se levantaron y se alisaron los pantalones. La idea es buscar el confort corporal de acurrucarse con un extraño. Encontraron nuevos compañeros de mimos y nuevas posiciones.
El instructor tenía claro que nada de esto debía ser sexual o romántico. Pero aun así, parecía una orgía para todo público.
Estos abrazos son otra dimensión de la escena festiva de Kiev en este momento: muchas reuniones sociales están diseñadas específicamente para proporcionar consuelo.
Maksym Yasnyi, diseñador gráfico, acaba de celebrar una fiesta de yoga de 24 horas, que, según él, fue “realmente genial”, pero no fue como salir antes de la guerra.
“Antes de la guerra, la vida nocturna de Kiev brillaba con diferentes colores”, dijo. “Podías pasarte toda la noche yendo de fiesta en fiesta. Si me permito pensar en esto, me pongo muy mal”.
Ahora, cuando llegan las 22, Kiev irradia una energía nerviosa. La gente que bebe en la calle, o junto al río, consulta sus relojes. Tapan las botellas de plástico transparente de sidra que estaban bebiendo, se levantan y caminan rápidamente.
Los autos se mueven más rápido. Hay más semáforos en amarillo. El reloj avanza.
Los precios de Uber se triplican, si es que se puede encontrar uno.
Algunos jóvenes, al ver la imposibilidad de conseguir transporte, se despiden de sus amigos, agachan la cabeza y empiezan a correr hacia sus casas, desesperados por vencer el toque de queda.
Al filo de las 23, Kiev se detiene. Nada se mueve. Las veredas están vacías.
Toda la energía que se acumulaba sin cesar, de pronto se hunde en un silencio impresionante en toda la ciudad.
Por Jeffrey Gettleman