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El sangriento camino de Vladimir Putin: ciudades destruidas, rescates mortales y crímenes misteriosos

La invasión a Ucrania es solo una continuación de la política que aplicó en Chechenia y en los ataques terroristas a principios del siglo XXI. ¿Nadie lo vio venir?

Ahora los interrogantes ya no cuestionan sus planes, sino su decisión de usar o no armas nucleares

Por: Alberto Amato

¿Nadie lo vio venir? ¿Nadie en Occidente pudo prevenir los pasos anunciados de Vladimir Putin, que ha cambiado para siempre el mapa, las relaciones, las fuerzas y la historia de Europa? Putin se hartó de dar señales y Occidente creyó que podía domarlo con halagos.

Más allá del imbecilismo de Donald Trump y de la desesperación del partido Republicano por volver a la Casa Blanca tras los ocho años de Barack Obama, Putin fue visto como el amigo ruso con quien hacer excelentes negocios. Trump, de paso, lo tomó como modelo para su intento de destruir la democracia estadounidense y convertirse en un Putin americano.

Ni hablar del presidente argentino Alberto Fernández, que negoció la zapatilla derecha de la vacuna Sputnik V contra el Covid, se quedó a esperar la zapatilla izquierda que jamás llegó y en febrero, cuando Putin tenía decidido ya arrasar Ucrania, le ofreció la Argentina como puerta de acceso al resto del continente, al menos de la parte sur.

Adolfo Hitler escribió en 1924 que la salida a la crisis y el seguro de vida del expansionismo alemán, eran una guerra con Rusia y la eliminación de los judíos de Europa. Fue seis años antes de llegar como canciller del Reich y quince antes de la Segunda Guerra. Tal vez no fue leído. Pero estaba escrito.

La Europa de entonces intentó aplacar a la fiera con la concesión de países enteros, Checoslovaquia, por ejemplo. Y hasta la URSS de Iósif Stalin firmó un pacto de no agresión con los nazis, que invadieron la URSS en junio de 1941. Cuentan que Stalin quedó paralizado y demudado cuando se enteró que su amigo había dejado de serlo. ¿No había leído a Hitler?

Putin cree más en los hechos que en la literatura política. Desde que llegó al poder hace veintiún años, hundió a Rusia en un régimen de terror, mezcla de zarismo y estalinismo bajo el que se formó y al que sirvió como jefe máximo de la KGB, la temida policía secreta del régimen. Pensar que un tipo que dirigió la KGB puede creer en los valores innegables de la diplomacia, es un gesto de esperanza. Tal vez un poco ingenua, pero esperanza al fin.

Las intenciones y los métodos de Putin quedaron escritos con sangre en Grozny, la capital chechena, en febrero de 2000. Para entonces, Chechenia enfrentaba su segunda guerra con la entonces URSS y con el embrión de la Federación Rusa. Su capital ya había sido destruida en la primera guerra, entre diciembre de 1994 y marzo de 1995. Con Putin como primer ministro, las tropas rusas entraron en Chechenia con la excusa de “recuperar el control federal”. Recibieron el apoyo de fuerzas paramilitares pro rusas, enfrentadas a los chechenos separatistas, en su mayoría musulmanes. Son esas fuerzas las que hoy se ofrecen para luchar en Ucrania en favor del ejército invasor.

La campaña en Chechenia fue sangrienta. Y Rusia fue acusada de cometer crímenes de guerra, como hoy en Ucrania. Putin asedió entonces, por las armas y por hambre, a la capital Grozny, de la que huyeron la mayoría de los civiles, como hoy en Ucrania. Como hoy en Ucrania, quedaron en la capital unos veinte o treinta mil chechenos y cerca de cuatro mil rebeldes.

La ciudad fue destruida. El 3 de febrero de 2000 los rusos entraron en Grozny y dieron comienzo a las “operaciones de limpieza” o, lo que es lo mismo, la ejecución de los rebeldes y de los sospechosos de colaborar con ellos. Como una de las masacres símbolo de aquellos días, figura la del barrio Novi Aldi, en el que fueron asesinados al menos cincuenta civiles. El conflicto siguió en forma de guerrilla urbana y rural, y de ocupación y represión de las fuerzas de ocupación. El 23 de octubre de 2002, la guerra llegó a Moscú.

A las nueve de la noche de ese día, cincuenta terroristas chechenos tomaron por asalto el teatro Dubrovka, en la planta número uno de la Casa de la Cultura, a unos cuatro kilómetros al sureste del Kremlin, donde se representaba el musical Nord-Ost. Entraron a la sala en plena función mientras disparaban al aire sus rifles de asalto y tomaron como rehenes a los espectadores, actores, músicos y técnicos: ochocientos cincuenta personas en principio, más de mil según informaciones posteriores. Exigieron la retirada de las tropas rusas de Chechenia y el fin de la guerra, liderados todos por Movsar Barayev, sobrino del comandante de la milicia rebelde chechena Arbi Barayev.

Siguieron tres días de asedio y negociaciones dramáticas. Los terroristas minaron el teatro, iban ataviados con cinturones con explosivos y estaban dispuestos a hacerlos estallar si las fuerzas rusas intentaban recuperar el teatro. Prometieron esperar una semana y, luego, empezar a asesinar a los rehenes. También aseguraron que matarían a diez rehenes por cada terrorista muerto por las fuerzas rusas en una eventual maniobra de rescate.

Dieron a publicidad una proclama, difundida por los medios, que decía:

“Cada nación tiene derecho a su destino. Rusia ha quitado este derecho a los chechenos y hoy queremos reclamar estos derechos, que Alá nos ha dado, de la misma manera que lo ha dado a otras naciones. Alá nos ha dado el derecho a la libertad y el derecho a elegir nuestro destino. Y los ocupantes rusos han inundado nuestra tierra con la sangre de nuestros hijos. Y hemos anhelado una solución justa. La gente no está al tanto de los inocentes que están muriendo en Chechenia: los jeques, las mujeres, los niños y los débiles. Y por lo tanto, hemos elegido este enfoque. Este enfoque es para la libertad del pueblo checheno y no hay diferencia en donde morimos, y por lo tanto hemos decidido morir aquí, en Moscú. Y llevaremos con nosotros la vida de cientos de pecadores. Si morimos, otros vendrán y nos seguirán -nuestros hermanos y hermanas que están dispuestos a sacrificar sus vidas, a la manera de Alá, para liberar a su nación. Nuestros nacionalistas han muerto pero la gente ha dicho que ellos, los nacionalistas, son terroristas y criminales. Pero la verdad es que Rusia es el verdadero criminal”.

El ex presidente de la URSS, Mikhail Gorbachov intentó mediar con los terroristas, al igual que otras figuras políticas, entre ellas Boris Nemtsov, que no sería ajeno a esta historia. También intentaron mediar los periodistas que cubrían el secuestro, entre ellos Anna Politkóvskaya, que tampoco iba a ser ajena al drama que siguió a la toma del teatro.

Cerca de noventa personas habían logrado escapar por una puerta trasera cuando los terroristas entraron a la sala principal disparando sus fusiles. Los chechenos liberaron luego a entre ciento cincuenta y doscientas personas: mujeres embarazadas, niños, gente bajo tratamiento médico, musulmanes y a todo aquel que pudiera demostrar que era extranjero.

A las 5.40 del sábado 26 de octubre, las fuerzas rusas de la Spetsnaz, fuerzas especiales, del FSB, el organismo que suplantó a la KGB, y la unidad SOBR del Ministerio del Interior, decidieron tomar el teatro, donde los chechenos habían empezado ya a asesinar a algunos rehenes.

En el interior de la sala, los protagonistas del drama pensaron que en alguna parte había un incendio porque un humo denso empezó a flotar en el aire. Pronto notaron que no era humo de incendio, sino un gas que era bombeado desde el exterior. Era un poderoso anestésico que empezó a actuar de inmediato. Una de las rehenes, la corresponsal del Moskovskaya Pravda, logró llamar al estudio de radio de Echo of Moscow para denunciar el drama que se avecinaba. Dijo: “Nos parece que los rusos han comenzado algo. Por favor, dennos una oportunidad. Si usted puede hacer cualquier cosa, por favor! No sé qué gas es. Pero veo las reacciones. ¡No quieren nuestras muertes, y nuestros funcionarios no quieren que ninguno de nosotros salga vivo! No lo sé. Lo vemos, lo sentimos, estamos respirando a través de nuestras ropas. Comenzó desde afuera. Eso es lo que nuestro gobierno ha decidid, que nadie debe salir de aquí vivo”.

El resultado del operativo fue la muerte de todos los terroristas y de ciento treinta rehenes, algunos murieron en el acto y en las butacas de la sala que ocupaban, con los explosivos atados a sus cuerpos; quienes sobrevivieron al gas, fueron ejecutados en el acto por las fuerzas rusas. Muchos de los rehenes murieron en el teatro también, pero la mayoría murió en los hospitales a los que fueron llevados, agonizantes.

El gobierno de Putin se negó a revelar cuál había sido el gas usado en la operación de rescate, lo que impidió también a los médicos usar de inmediato un antídoto adecuado con quienes luchaban por seguir vivos. El que dio buenos resultados y salvó algunas vidas fue el fármaco naloxona, lo que llevó a los especialistas a pensar que el gas contenía como base el opiáceo fentanilo

El uso de un gas letal que no haría distinción alguna entre víctimas y victimarios fue muy criticado, pero los gobiernos de George W Bush en Estados Unidos y de Tony Blair en el Reino Unido, juzgaron “justificables” las razones que dio Putin para defender su decisión.

Las autoridades rusas decretaron que la causa de la muerte de todos los rehenes era “terrorismo”, entre ellos había diecisiete miembros del elenco de Nord-Ost, dos de ellos actores infantiles, y que la causa de sus decesos había sido “ataques cardíacos”. Entre los extranjeros muertos tres eran ucranianos y el resto eran ciudadanos de Austria, Armenia, Bielorrusia, Kazajistán, los Países Bajos y Estados Unidos.

Aún hoy, a veintiún años de los hechos, la naturaleza del agente químico usado por las fuerzas rusas en Dubrovka es un enigma.

Dos años después, la tragedia se repitió aumentada. El 1 de septiembre de 2004, un grupo terrorista islámico integrado por treinta personas tomó por asalto el colegio de Beslán, en Osetia del Norte, que limita con Chechenia y después de asesinar a cinco guardias capturó como rehenes a mil ciento ochenta y una personas, la mayoría chicos de entre siete y diecisiete años. Minaron el edificio, como en el teatro de Moscú, llevaban explosivos atados a la cintura, llevaron a los rehenes al gimnasio escolar en el que colocaron trampas explosivas, asesinaron a veinte adultos, todos hombres, y arrojaron los cadáveres fuera del edificio. Los terroristas islámicos exigían la retirada de las tropas rusas de Chechenia y la libertad de presuntos rebeldes encarcelados en la vecina Ingushetia. Amenazaron con volar la escuela si los atacaban y a asesinar a cincuenta rehenes por cada uno de los terroristas que fuesen muertos por las fuerzas rusas.

El drama duró cincuenta y tres horas. Todas las negociaciones fracasaron, los terroristas se negaron a permitir la entrada de comida, agua y medicamentos para los rehenes, o a la retirada de los cadáveres regados en el suelo del colegio. Las condiciones de vida de tanta gente se deterioraron enseguida, los chicos se quitaron parte de sus ropas porque el calor era insoportable. La escuela fue rodeada por vehículos blindados rusos y camiones del ejército. Junto a las tropas, se reunieron los padres de los chicos secuestrados, muchos de ellos armados y decididos a rescatar a sus hijos.

El 3 de septiembre, los terroristas aceptaron que un equipo médico entrara para sacar los cadáveres del interior de la escuela. Sobre la una de la tarde estalló la batalla. Se oyeron dos explosiones y algunos disparos. Los secuestradores entendieron que empezaba el asalto al colegio. Fuera, tropas y padres creyeron que los secuestradores habían empezado a matar a los rehenes. Nadie pudo identificar si el tiroteo lo iniciaron los padres, los secuestradores o alguno de los rehenes que había logrado armarse en medio de aquel caos.

Fue una batalla caótica y trastornada de la que tomaron parte, además de las fuerzas especiales, el ejército regular, las tropas del Ministerio del Interior, helicópteros de combate y al menos un blindado, a los que se agregaron los civiles armados, difíciles de distinguir entre secuestradores y rehenes en medio de la confusión.

Los terroristas destruyeron el gimnasio con los explosivos e incendiaron gran parte del colegio, mientras las fuerzas rusas perforaban las paredes para facilitar la huida de los cautivos. Recién después de dos horas, las tropas rusas anunciaron que el colegio estaba en sus manos casi en su totalidad.

Para entonces habían muerto trescientas treinta y cuatro personas, entre ellas ciento ochenta y seis chicos y otras setecientas estaban heridas, muchas de ellas graves.

Los métodos, el estilo, la impronta y las tácticas de Putin quedaron claras para los rusos que llevaban décadas bajo el imperio de la URSS, atenuado desde los años 80 por la decisión de Gorbachov de “aggiornar” el sistema ineficaz y deteriorado del comunismo para no perder el tren de la historia a la que Francis Fukuyama iba a poner fin años después, de modo unilateral. El líder ruso también había enviado un mensaje a Occidente, que eligió aplacarlo, como las potencias europeas con Hitler. En nombre del combate al terrorismo, todo estaba permitido.

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos condenó a Rusia por los dos “rescates” el de Dubrovka y el de la escuela de Beslán. Son condenas, casi, de forma. En el caso del teatro, la sentencia afirma que Rusia no violó el artículo 2 de la Convención Europea de Derechos Humanos al resolver la crisis de los rehenes por la fuerza y con el uso de gas. Pero afirma que sí violó ese artículo la “falta de planificación y realización adecuadas de la operación de rescate”, y por “la falta de las autoridades de llevar acabo una investigación efectiva del rescate”.

En el caso de la escuela de Beslán, el tribunal condenó a Rusia por no haber hecho lo suficiente para impedir la matanza y por la excesiva fuerza letal usada por los agentes para acabar con el secuestro. Condenó a Rusia a pagar casi tres millones de euros a las víctimas y a sus familias y también a Putin por no adoptar medidas de prevención para impedir ese ataque, dado que las autoridades tenían “suficiente información específica” que indicaba un posible ataque terrorista contra una institución educativa.

Este último no era un dato menor. Las sospechas que aseguraban que Rusia sabía más que lo que admitía saber sobre los ataques terroristas habían nacido luego de la tragedia del teatro Dubrovkva. Y la que sigue es la otra parte de la historia.

El parlamento ruso se negó a nombrar una comisión investigadora encargada de echar luz sobre qué y cómo había hecho el gobierno en la recuperación del teatro tomado. Un grupo de políticos rusos decidió encarar una investigación independiente. Entre ellos estaban: Sergei Yushenkov, Sergei Kovalev, la periodista Anna Politkóvskaya, aquella mujer que había intentado mediar con los secuestradores, y los exagentes del FSB (la continuación de la KGB) Alexander Litvinenko y Mikhail Trepashkin. Los acompañó el investigador del Instituto Hoover John B. Dunlop

Llegaron a la conclusión de que el FSB sabía sobre la llegada del grupo terrorista a Moscú y los dirigió al teatro a través de uno de sus agentes, Khanpasha Terkibayev, conocido como “Abu Bakar”, cuyo nombre figuraba en la lista de secuestradores y que dejó vivo el teatro.

En abril de 2003 Litvinenko dio información sobre Terkibayev a Sergei Yushenkov cuando visitó Londres. Yushenkov le pasó esa información a Politkóvskaya que entrevistó al “agente terrorista” Terkibayev en persona. Pocos días después, Yushenkov fue asesinado a balazos en Moscú y Terkibayev murió poco después en un aparente accidente de autos en Chechenia.

En junio de 2003, ocho meses después de la tragedia, Litvinenko declaró al programa Dateline de la televisión australiana, que los dos terroristas chechenos a los que llamó “Abdul the Bloody” y “Abu Bakar”, trabajaban en realidad para el FSB de Putin y que habían “manipulado a los chechenos” para organizar el ataque. Afirmó también que cuando buscaron entre los cadáveres a esos dos terroristas (presumían que “Abu Bakar” era Terkibayev) no estaban entre los muertos: “El FSB sacó a sus agentes de la escena”, dijo Litvinenko. La teoría fue apoyada por Politkóvskaya y por otros periodistas.

La conclusión tuvo sus detractores, los dos terroristas aparecen identificados con otros nombres, entre ellos el de Ruslan Almurzaev, que vivía en Moscú y no en Chechenia, a quien las autoridades dan por muerto en el teatro, pese a que jamás pudieron mostrar su cadáver, y de quien los disidentes también afirman que es, o era, un agente del FSB. Pese a esos detalles, las investigaciones independientes apuntan a Putin y a su gobierno como instigadores, facilitadores o ideólogos de la sangrientas toma del teatro Dubrovka.

El 7 de octubre de 2006, la periodista Anna Politkóvskaya fue asesinada a balazos en el ascensor del edificio donde vivía en el centro de Moscú. Tenía cuarenta y ocho años, había nacido en Nueva York, era de ascendencia ucraniana, activista por los derechos humanos, opuesta al conflicto checheno y crítica de Putin. Junto a su cuerpo, que había recibido dos disparos, uno en la cabeza, se halló una pistola y cuatro balas.

Exiliado en Londres desde 2000, se encargó de investigar el crimen el propio Litvinenko, que había trabajado codo a codo con Politkóvskaya. Pero el 23 de noviembre de ese año, cuatro semanas después del asesinato en Moscú, Litvinenko murió en un hospital de Londres: había sido envenenado con Polonio 210 durante un té con antiguos contactos de los servicios secretos rusos. Litvinenko era un ex teniente coronel del FSB, y días antes de su muerte se había sentado con los ex agentes Andréi Lugovoi y Dmitri Kovtun. El gobierno de Putin se negó siempre a extraditar a Lugovoi, que era diputado de la Duma en el momento de la muerte de Litvinenko.

“Yo sé quién mató a mi marido -dijo su viuda Marina- Putin es la forma de volver a la URSS”. Además de investigar el asesinato de su amiga Politkóvskaya, Litvinenko había denunciado que en su momento, sus superiores le habían ordenado asesinar a Boris Berezovski, uno de los millonarios disidentes de Rusia. Esa denuncia fue, al parecer, su condena a muerte.

El empresario se había enriquecido durante el proceso de privatizaciones de los años 90, durante la presidencia de Boris Yeltsin. La hija de Yeltsin, Tatyana, era amiga de Berezovski, un hombre fuerte de los medios de comunicación rusos, que después de financiar alguna de las campañas de Putin, se convirtió en disidente y en su principal enemigo político. Intentaron asesinarlo varias veces, hasta que abandonó Rusia y se refugió en el Reino Unido. Lo detuvieron a pedido de Moscú en 2003, pero Gran Bretaña le concedió enseguida asilo político, luego de rechazar los pedidos de extradición del Kremlin.

Berezovski atravesaba una dura crisis financiera y, afirmaron sus allegados, una previsible depresión. El 23 de marzo de 2013 lo encontraron ahorcado en el baño de su casa de Surrey. Tenía 67 años. La investigación se centró en el suicidio, pero su familia y amigos la rechazaron. La policía no pudo dar con alguna evidencia de que hubiese sido asesinado, sin embargo, al forense le fue imposible afirmar que, en efecto, Berezovski se hubiese suicidado.

Otra muerte asociada a los atentados de Dubrovka y de Beslán es la de Boris Nemtsov, que también había intentado mediar en el teatro Dubrovka con los secuestradores. Durante los dos primeros años de mandato de Yeltsin, Nemtsov llegó a ser viceprimer ministro ruso. Pero pasó a la oposición cuando asumió Putin. Desde entonces luchó contra la falta de libertades políticas y presidió la opositora alianza del Partido Republicano de Rusia y del Partido Liberal Popular. Junto al célebre Gary Kasparov, fundó “Solidaridad” y fue candidato a alcalde de Sochi, su ciudad natal. Fue derrotado en elecciones denunciadas por fraude.

En 2012 presentó un informe, “La vida en las galeras de Vladimir Putin” en el que denunciaba a “un presidente que dispone de veinte viviendas, diez aviones y helicópteros, cuatro yates y cientos de vehículos de lujo”. El 27 de febrero de 2015 fue asesinado a balazos, por la espalda, a metros del Kremlin. Tenía 55 años y cuatro hijos. Putin condenó el asesinato. Los autores no fueron capturados hasta hoy.

Recién una década después de la muerte de Alexander Litvinenko, envenenado con Polonio 210, el elemento radioactivo descubierto por la genial Marie Curie y bautizado así en honor de su Polonia natal, el juez británico que dirigió la investigación reveló sus conclusiones. Robert Owen dio a conocer un documento de 300 páginas donde afirmó que los ex agentes rusos con los que Litvinenko tomó aquel te envenenado, “probablemente” actuaron bajo la dirección de los servicios de inteligencia rusos, FSB. “Teniendo en cuenta todas las pruebas y análisis disponibles, he encontrado que la operación de la FSB para matar a Litvinenko fue probablemente aprobada por el señor (Nikolai) Patrushev (director de la FSB) y también por el presidente Putin”.

Ni falta hacía que lo aclarara, pero nunca está de más.

Las cartas de Putin estuvieron siempre expuestas para quien quisiera verlas y no para quien, como Trump, lo admirara como ejemplo a seguir. Parece ocioso preguntarse hoy adónde va el presidente ruso, o si está dispuesto, o no, a usar armas nucleares en Ucrania. Antes de dar respuesta a esas preguntas, Occidente prefiere sugerir que, tal vez, Putin esté loco. No lo está. Es peligroso. Suena parecido, pero es peor.

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