El director general de un sanatorio privado, uno de los más importantes de la Capital Federal, lo recibió en su teléfono el fin de semana.
Venía de alguien que conocía bien, el N°1 de una prepaga líder. “Hola, perdón el día, pero hay falta de camas de Covid -decía-. ¿Podrás generarnos un poco más de espacio? Está haciendo mucho ruido en las autoridades; se enteraron por amigos de que nos costó ubicarlos y no en sanatorios de primera línea. Temo medidas restrictivas”. La respuesta no varió, pese a la insistencia: no había lugar. Pero, momentos después, el directivo del hospital llamó directamente a su interlocutor y entendió el apuro: el paciente, que tuvo que ser derivado finalmente a la Clínica Ciudadela, era pariente de un ministro de la provincia de Buenos Aires.
Nada nuevo en la Argentina. Sí, tal vez, en tiempos de pandemia: el porcentaje de unidades de terapia intensiva destinadas a la atención del coronavirus bajó entre 20% y 30% respecto del año pasado por decisión de los propios centros salud. La razón es económica: están casi sin ingresos, en medio de una paritaria irresuelta y con empleados protestando en las calles o en el hall de los sanatorios por mejoras salariales, porque la Superintendencia de Servicios de Salud autorizó a las prepagas aumentos de apenas el 13,5% desde diciembre frente a costos que, dicen, superan el 50%. Las prepagas son el único eslabón regulado de la cadena, pero determinan la situación del resto cuando trasladan los precios. Si el sanatorio supera ese margen, pierde clientes.
Es cierto que los problemas no empezaron con esta pandemia, pero se agravaron: el paciente covid no sólo no es rentable, sino que requiere de más días de internación que una cirugía programada. Además, los internados de la segunda ola son bastante más jóvenes que el promedio de los del año pasado y suelen ocupar camas durante más días. En las clínicas dicen que 2020 fue el año de la postergación de todo, incluso los partos. “La gente tuvo menos hijos”, confirman, y agregan que muchas consultas por estudios cardíacos tampoco se hicieron. Por ahora no hay inconvenientes con el Gobierno, porque no se ha llegado a la saturación del sistema, pero es probable que el asunto provoque tensiones con la llegada del frío y nuevos contagios.
Es lo que temen los prestadores privados y lo que insinuaba aquel mensaje de WhatsApp. Que, por ejemplo, las autoridades empiecen a prohibir atenciones que no sean propias de la pandemia. La Ciudad de Buenos Aires acaba de hacerlo el sábado: redujo 30% las cirugías programadas en los hospitales que el Ministerio de Salud define como “anillo rojo”, destinados al cuidado de internados de mayor complejidad -Muñiz, Fernández, Santojanni, Argerich- y en dos del “anillo amarillo” -Durand y Pirovano- siempre y cuando el paciente no corra riesgo de vida. “Dado el crecimiento de los casos positivos de Covid en la CABA, comenzaremos la reorganización de la atención hospitalaria para dar frente a una nueva ola”, empieza la comunicación, firmada por Sergio Auger, director general de Hospitales de esa cartera.
Con todo, lo que en la Capital Federal es un problema de espacio y recursos, en el conurbano bonaerense se convierte directamente en catástrofe económica. Según fuentes de la Cámara Argentina de Prestadores del Conurbano (Capresco), desde marzo del año pasado hasta hoy cerraron diez sanatorios o clínicas privadas en ese área de la provincia de Buenos Aires. Son centros que no se financian, como sus pares porteños, a través de prepagas como Swiss Medical, OSDE, Omint o Galeno, sino con las obras sociales grandes: el PAMI, IOMA u Osecac. “PAMI y IOMA no aumentan hace 15 meses -se quejan en el sector-. Tienen pisados los aumentos y nuestros costos suben con la inflación. Entonces, los verdaderos financiadores del sistema no son las obras sociales: terminamos siendo las clínicas”.
En el Ministerio de Salud de la provincia, que conduce Daniel Gollán, piensan en una solución similar a la que ofrecieron en 2020. “Hicimos un acuerdo con las cámaras privadas a través del cual se garantizaron las camas y desde IOMA se les dieron ventajas a las clínicas que tuvieron problemas económicos como adelantarle prestaciones. Este año ya hablamos de nuevo con ellos y la idea es hacer lo mismo”, dijeron a LA NACION en esa cartera. De todos modos, varios de ellos han tenido que dejar de atender desde entonces. La Clínica Sagrado Corazón, de Hurlingham; el Sanatorio Mariano Pelliza, de Munro; el Centro de Salud Norte, de Villa Adelina; la Clínica Privada San Andrés, de Caseros; la Clínica Brandsen, de Quilmes; el Sanatorio Plaza, de Escobar; la Clínica Los Almendros, de Don Torcuato, o el Sanatorio San Miguel, de San Miguel, que llegó a estar tomado por los empleados. Algunos pudieron ser rescatados después de cerrar. A la Clínica Nueva Comahue la tomó IOMA; a la Clínica San Carlos, de Escobar, el propio municipio.
“Esa clínica era un desastre y ahora para nosotros representa un orgullo”, dice Ariel Sujachuk, el intendente. En los sanatorios sonríen con ironía: dicen que con esos rescates económicos ellos también podrían funcionar de manera adecuada y que, por el contrario, con los nulos aumentos que otorgó el Gobierno, quedaron todos al borde de la quiebra. La sospecha que deslizan en privado es en realidad más seria y de fondo: creen que en los hechos se está sometiendo al sector a una estatización silenciosa. El sueño de unos cuantos desde que llegó el Covid.
Francisco Olivera
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