Denunciar golpes de mercado es propio del populismo y contrario a las ideas de la libertad

Si el Gobierno va a cuestionar cada acción del sector privado que no sea de su gusto, entonces no hablamos de liberalismo sino de un sistema en el que quien está a cargo decide qué está bien y qué está mal
Roberto Cachanosky

Si algo ha caracterizado el discurso del presidente Javier Milei –quien recientemente parece haber descubierto las ideas liberales, en particular de la Escuela Austríaca de economía– es el típico fanatismo de los conversos. Al punto tal que, ante la mínima insinuación de algún tipo de intervención del Estado, no duda en tildar a quien la menciona de comunista o socialista.

Por: Roberto Cachanosky

Antes y durante la campaña electoral del año pasado, el ahora Presidente hizo un ferviente discurso pro mercado, señalándose a sí mismo como anarcocapitalista; es decir, alguien que considera que el Estado no debe existir y que el sector privado debe actuar libremente. Es más, afirma que como odia al Estado y que ama ser el topo que lo destruirá desde adentro.

Por eso, como odia al Estado y cree que toda intervención es socialismo, no deja de sorprender que tilde de golpista a un banco solo por haber ejercido su derecho a vender sus bonos en base a puts acordados con el Banco Central. Tampoco se entiende que el ministro de Economía hable de especulación y diga que, antes de ejercer ese derecho de venta, deberían haber consultado al BCRA.

La reacción de Milei no se diferencia sustancialmente de la que tenía Cristina Kirchner, que solía inventar enemigos para esconder sus propios errores.

¿Por qué en un mercado libre un banco tiene que consultarle al regulador antes de actuar de acuerdo a los contratos realizados libremente entre las partes? Con ese criterio, el que produce papas debería consultar con el secretario de Agricultura antes de venderlas.

Que el ministro Luis Caputo, que hizo toda su carrera profesional en el mercado financiero, tilde de especuladores a quienes buscan optimizar sus ganancias, algo propio del sistema capitalista, resulta realmente llamativo.

La reacción de Milei no se diferencia sustancialmente de la que tenía Cristina Kirchner, que solía inventar enemigos para esconder sus propios errores. Para la ex presidente, los errores de su gobierno no eran por su culpa, sino otros: del FMI, los grupos concentrados, los medios de comunicación o del pobre empleado de una inmobiliaria al que le ocurrió decir que su mercado estaba paralizado.

Son reacciones típicas del populismo, justamente todo lo contrario al liberalismo. El populismo inventa un enemigo que busca destruir al pueblo para luego aparecer como el mesías salvador que libera a todos de las agresiones de los enemigos de la patria.

Sobran los ejemplos en la historia mundial de populistas que inventaron enemigos, canalizaron la frustración y bronca de la gente contra esos inventos y luego terminaron pidiendo el poder absoluto para combatirlos. Al final, casi todos destruyeron democracias liberales.

Pero no es la primera contradicción en la que incurre Milei entre su discurso y su accionar.

Recordemos que durante la campaña electoral fue un ferviente enemigo del cepo cambiario y hoy lo defiende como algo inevitable e, incluso, no fija tiempos para salir del mismo. Ahora nos enteramos de que la inflación tendría que ser cero para salir del cepo.

También dijo con todo fervor que la propiedad privada era sagrada e inviolable, pero obliga a los exportadores a vender sus divisas al Central a un tipo de cambio menor al de mercado.

Aseguró que antes de subir impuestos se cortaba un brazo y después de eso aumentó el impuesto PAIS; quiso incrementar los derechos de exportación; subió el Impuesto a las Ganancias dando vuelta su propio voto de diputado –cuando hablaba de que era un “impuesto inmundo”–, mueve todos los meses el impuesto a los combustibles líquidos; y el listado sigue.

Los consumidores son quienes deben juzgar a los empresarios premiándolos con ganancias y castigándolos con pérdidas
En definitiva, no solo actúa en contra de un mercado libre castigando impositivamente a quienes producen y aplica una política cambiaria que confisca parte del fruto del trabajo de los exportadores, sino que además si un banco ejerce hacer cumplir un contrato libremente firmado pasa a ser un golpista.

Recordemos que cuando el Gobierno liberó los precios de las prepagas médicas y no le gustó el nivel de aumentos aplicados dio marcha atrás con esa libertad otorgada.

El mercado es un proceso de descubrimiento en el cual los empresarios tratan de buscar demandas insatisfechas. Para que una economía funcione de manera eficiente no tiene que haber dudas de que el Estado va a respetar los contratos. Es la única forma en la que los privados van a invertir.

Si el Gobierno va a cuestionar cada acción del sector privado que no sea de su paladar, entonces no hablamos de liberalismo sino de un sistema en el que quien está a cargo decide qué está bien y qué está mal. Sólo los consumidores son quienes deben juzgar a los empresarios premiándolos con ganancias y castigándolos con pérdidas.

Si, como rezan los libertarios –que, por cierto, no son liberales–, “el liberalismo es el respeto irrestricto al proyecto de vida del prójimo”, acusar desde el poder a una empresa de golpista implica una evidente ausencia de respeto irrestricto al proyecto de vida del prójimo.

En síntesis, si a cada economista que opina diferente al Gobierno se lo va a tildar de fracasado; si a cada periodista que opina diferente se lo va a tildar de ensobrado; y si a cada empresa que ejerza libremente el derecho a comerciar se la va a acusar de golpista, entonces bien lejos estaremos de un gobierno liberal y muy cerca de un populismo autoritario.

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