La actualización de los haberes jubilatorios es en estos días, una vez más, un tema con protagonismo en la agenda pública de la Argentina.
La cuestión puede ser analizada en sí misma, pero está inevitablemente vinculada a una discusión más amplia y compleja, pendiente desde hace años: la referida a qué sistema previsional es socialmente adecuado y aceptable y, a la vez, fiscalmente sostenible, en un país con indicadores sociales críticos persistentes, alta informalidad laboral también de larga data y una historia reciente sin crecimiento sostenido y con parches en sus normativas.
Tras la aplicación de diferentes esquemas para el reajuste de haberes en un contexto inflacionario, la pérdida de poder adquisitivo –que resulta diferente según el nivel de ingresos– acumula hasta más de 50% si se considera el período extendido entre fines de 2017 y julio de este año (el mes más reciente del cual se conoce el dato de inflación). Es decir, hay quienes tienen un ingreso que les permite comprar aproximadamente la mitad de lo que les habilitaba a adquirir lo que percibían siete años atrás, si se tiene en cuenta la variación de los precios medidos por el Indec, y aun cuando en los últimos meses hubo una recuperación.
Desde abril de este año los ingresos del sistema general de la Anses se reajustan cada mes según la variación registrada por el Índice de Precios al Consumidor (IPC) elaborado y difundido por el Indec.
Eso es así por la vigencia del decreto de necesidad y urgencia (DNU) 274. Esa medida del Poder Ejecutivo siguió a la recomposición otorgada en marzo (todavía según la fórmula de movilidad ahora derogada), tras dos meses en que, con muy alta inflación, los haberes no habían variado. El valor real de las prestaciones tocó, así, su mínimo en febrero.
En el inicio de este siglo, tras la vuelta al país de la inflación, la primera ley de movilidad fue aplicada desde 2009. La aprobación de una fórmula llegó luego de que, en el fallo “Badaro”, la Corte Suprema de Justicia les ordenó a los poderes Ejecutivo y Legislativo disponer un mecanismo de actualización periódica y automática de las jubilaciones. Antes de eso, con inflación y sin la existencia de una modalidad de reajustes, se había optado por recomponer solo el haber mínimo, algo que derivó en una enorme judicialidad contra el Estado (la Corte determinó, de hecho, que entre 2002 y 2006 todas las jubilaciones debieron haber tenido un reajuste al menos equivalente a la suba de un índice salarial).
Por la manera en que se comportaron las variables que integraban esa primera fórmula, los haberes ganaron en unos años poder de compra, pero la dinámica no resultó sostenible para las cuentas públicas (más tarde, el tiempo demostraría que con otras condiciones de la economía la modalidad derivaba en un deterioro de las jubilaciones). En 2018 y 2019 se aplicó un cálculo vinculado a la variación de salarios y precios, que tenía en cuenta datos con bastante rezago y que, con una inflación al alza, resultó negativa para el valor real de los ingresos.
En 2020 quedaron por debajo de la inflación para todos los haberes, los aumentos diferenciales dados de manera discrecional por el gobierno de Alberto Fernández y Cristina Kirchner, que decidió suspender la fórmula que había regido hasta 2019 y que en 2020 daba un resultado superior a la suba de precios (es decir, ese año iba a haber una recuperación, pero se la evitó con la suspensión). Ya con una nueva forma de calcular los reajustes, similar a la que había regido entre 2009 y 2017, en 2021 la cuenta resultó equilibrada (solamente en relación con el índice de precios de ese mismo año), pero en 2022 y 2023, nuevamente con inflación al alza, hubo caídas muy pronunciadas del poder de compra.
El esquema que en septiembre se aplicará por sexto mes consecutivo (reajuste mensual por inflación) hace que deje de perderse poder de compra en adelante, pero, a la vez, cristaliza las enormes pérdidas acumuladas en los últimos años.
Hay cuatro ejes en los que podría ordenarse el debate, relacionados con el contenido de la ley que votó el Congreso contra la voluntad del Gobierno de Javier Milei –que se opone argumentando que los legisladores no previeron cómo financiar lo dispuesto, algo que deberían haber hecho en virtud de lo establecido por una ley–: cuál es la fórmula de movilidad más adecuada; cuán viable es que se compartan con los jubilados las mejoras eventuales de la economía (y, en todo caso, bajo qué esquema de cálculo); con qué criterios fijar un ingreso mínimo, y cómo compensar el deterioro de los últimos años (algo no contemplado ni por el DNU, ni por ley aprobada).
“Sin lugar a duda, lo ideal es aplicar la inflación con el menor rezago posible entre el mes al que corresponde el índice y el mes de pago y, si fuera posible, la inflación proyectada, para que no haya rezago alguno”, considera el abogado previsionalista Adrián Tróccoli.
El esquema actual, definido por el ya mencionado DNU y que coincide con el aprobado por el Congreso, implica tomar el dato del IPC con dos meses de rezago. En septiembre, por ejemplo, la suba de haberes será de 4,03%, porque esa fue la inflación de julio (se trata del dato más reciente que se conoce al iniciarse los pagos).
Según Oscar Cetrángolo, economista e investigador del Instituto Interdisciplinario de Economía Política de la UBA y el Conicet, la movilidad debería guiarse según un índice que combine variación de precios y de salarios. “Tal vez, mitad y mitad”, afirma.
La fórmula que rigió en 2018 y 2019 contemplaba el 70% de la variación de los precios en un cierto período y el 30% de la suba de la Remuneración Imponible Promedio de los Trabajadores Estables (Ripte). Fue un cálculo que corría temporalmente muy por detrás a la inflación, en meses en los cuales los índices de suba de precios tendían al alza. Eso provocó la caída de los valores cobrados, en términos de su poder de compra.
Más allá de aquella performance por lo que ocurría con la tasa de inflación, la combinación entre salarios y precios es la fórmula más adecuada también en la opinión de Sergio Rottenschweiler, economista especializado en seguridad social y docente en la Universidad Nacional de General Sarmiento.
“En primer lugar y por la experiencia de los últimos 15 años, creo que la fórmula debería ser simple, transparente y fácil de entender”, sostiene. En el caso de los salarios, el economista dice que elegiría un promedio entre el Ripte y el índice que elabora el Indec. La diferencia entre ambos es que el primero considera las remuneraciones de quienes están registrados, y solo en la parte alcanzada por el descuento de aportes al sistema de seguridad social. Es, de esa manera, un indicador que guarda relación con lo que recauda el Estado para pagar las jubilaciones. El índice general del Indec, en tanto, toma en cuenta ingresos del empleo formal y también del informal.
La modalidad de actualizaciones que rigió entre 2021 y marzo de 2024 tenía una cláusula por la cual en cada período se elegía, entre los dos indicadores de salarios citados en el párrafo anterior, el que había mostrado la mayor variación. Más allá de eso, la fórmula carecía de transparencia y, además, preveía un tope anual a la suba de haberes. Como ese tope se vinculaba a la recaudación de recursos fiscales, en definitiva se desvirtuaba la participación, en el cálculo, de los salarios. El techo se aplicó efectivamente en diciembre de 2023, cuando se acumulaba un deterioro fuerte de los ingresos.
¿Por qué incorporar al cálculo los salarios? “Históricamente se ha pensado a las jubilaciones con una lógica de reemplazo de un porcentaje de los ingresos de la etapa activa y, además, esa consideración permitiría que los adultos mayores se beneficien de una eventual mejora de la economía”, dice Rottenschweiler.
El esquema actual tiene en cuenta solo la inflación. Y el texto aprobado por el Congreso y rechazado por el Gobierno –que anunció que lo vetará– agrega un mecanismo que prevé una suba adicional anual, condicionada a que los salarios crezcan por arriba de la inflación, es decir, condicionada a que los ingresos de los asalariados registrados muestren una suba en términos reales.
Si una fórmula de movilidad se propone mantener el poder adquisitivo de un haber que –como condición básica– se calculó de manera correcta en su inicio, ¿cuán recomendable y viable es una regla que tienda a producir una ganancia en el poder de compra?
El debate está teñido por dos realidades insoslayables: lo bajo que resulta el monto en la mayoría de los casos (no solo en el de quienes tienen el haber mínimo), y las pérdidas acumuladas en los últimos años.
Para que las jubilaciones participen de las eventuales mejoras en la calidad de vida de la población en general, opina Tróccoli, podría disponerse un eventual incremento anual vinculado a la variación que haya tenido, en promedio, el producto bruto interno (PBI) per cápita en el período de dos o de tres años previos.
La ley votada en el Congreso prevé que, al finalizar cada año, se observe cuánto variaron el IPC y el Ripte. Si los salarios subieron más que los precios, en marzo habría una suba (adicional al reajuste mensual por inflación) de un porcentaje equivalente a la mitad de la diferencia entre una y otra evolución.
Los incrementos de productividad en la economía “deben favorecer por igual a trabajadores y jubilados”, dice, categórica, la abogada Elsa Rodríguez Romero, quien sostiene que “lo natural y adecuado es que la movilidad de los haberes siga la evolución de las remuneraciones, siempre que el costo de vida se mantenga en valores normales”. Frente a lo votado por los legisladores, la profesional señala que “más armónico hubiera sido dar movilidad por salarios y reajustar automáticamente por la diferencia entre las evoluciones de las remuneraciones y del costo de vida”.
“No puede aceptarse que los jubilados queden en peor situación que los trabajadores, como pasó en 2023, cuando las remuneraciones aumentaron cerca de 150% [tanto según el Ripte como según el índice general del Indec] y las jubilaciones, solo 111%”, dice Rodríguez Romero, en referencia a un año en el que la inflación trepó a 211,4% y en el que la fórmula de movilidad que regía, si bien contemplaba los salarios, le daba preponderancia a la recaudación de recursos del fisco, como ya se explicó.
Según un documento publicado por el Cippec unos años atrás, entre los posibles elementos a considerar para definir las recomposiciones está el PBI, ya sea total o por habitante. “Puede ser un buen indicador si el objetivo es distribuir los aumentos de productividad”, se señala, a la vez que se advierte sobre una desventaja de recurrir a este indicador: “El cálculo del PBI es complejo y requiere información no inmediatamente disponible, por lo que su uso implica que los ajustes se hagan con una demora significativa”. Es algo que representa un problema para economías con inflación y bajos ingresos.
Desde hace dos años se les paga, de forma continua, un bono o refuerzo a quienes tienen los ingresos más bajos del sistema contributivo y a quienes cobran pensiones no contributivas. En el caso del primer grupo, eso implica que en agosto se cobró, como mínimo y en bruto, $295.454, de los cuales $225.454 corresponden al haber básico y $70.000, al bono, que está congelado desde marzo.
El texto votado en el Congreso contempla un ingreso mínimo garantizado, con un valor atado al de la canasta de consumo usada para medir la pobreza. Se previó tomar el importe de la canasta básica total para un “adulto equivalente” (así llama el Indec al adulto varón de 30 a 60 años) y multiplicarlo por 1,09.
¿Por qué ese coeficiente de 1,09? Cuando se aprobó el proyecto en Diputados (en junio), el número resultante para esa garantía era muy similar al que surgía de tomar el haber mínimo vigente ese mes, agregarle la recomposición de 7,2% derivada del mismo proyecto de ley, y sumarle el bono de $70.000. En definitiva, se entiende que ese mecanismo (que sería vetado por el Poder Ejecutivo) reemplazaría a los bonos, cuyo pago y cuantía dependen cada mes de una decisión discrecional del Poder Ejecutivo (una característica que, contra los intereses del Gobierno, desaparecería en caso de adoptarse una garantía de ingreso mínimo como la incluida en la controvertida ley).
Al margen del ingreso básico vinculado a la canasta de pobreza, e incluso de los bonos, Rottenschweiler recuerda que la ley actual ya contempla un haber mínimo que es independiente de la fórmula de cálculo del ingreso inicial. Es así porque, si al hacerse la cuenta no se llega al monto básico, se paga un adicional para completarlo.
Aun con los bonos, que cobran desde hace dos años para quienes tienen solo un haber mínimo (hay un grupo que tuvo refuerzos durante un año y luego dejó de percibirlos), las prestaciones más bajas fueron en julio de este año, en términos de poder de compra, un 31% inferiores a las de septiembre de 2017. Respecto de julio de 2023 la caída fue de 10,6%, y si la comparación se hace con diciembre último, la pérdida es de 5%. Solo en 2023, el deterioro llegó a más de 32%.
Para quienes no tienen bonos (más de la mitad de los jubilados y pensionados), la caída es mucho mayor: una jubilación media-baja, de un valor en julio de este año de $559.170, tuvo a ese mes una disminución real de 51% respecto de septiembre de 2017. Más pronunciada aún (de 52,2%) es la pérdida de poder adquisitivo del haber máximo de la Anses, que en julio fue de $1.450.654. En estos casos, en los últimos meses, por la nueva modalidad de reajustes, hubo una recuperación parcial, que llevó a que en julio tengan un poder de compra algo superior al de fines de 2023.
En estos últimos casos el deterioro es mayor que para quienes tienen el ingreso básico, y eso es a causa de la política previsional adoptada por el gobierno anterior. En un contexto de pérdidas para todos, en marzo de 2020 se dieron subas diferenciadas por nivel de ingresos (mientras regía una suspensión de la fórmula previa), y tiempo después se decidió pagar bonos solo a algunos.
Si se comparan los ingresos de diciembre de 2019 con los del último mes de 2023, el mínimo perdió un 32,3% de su poder de compra; el máximo se redujo, en términos reales, un 44,6%, y un ingreso medio bajo (de $559.170 en julio último) tuvo un deterioro de 43,3%.
“Según la fecha de jubilación podrían establecerse diferentes porcentajes de recomposición, que podrían ir incorporándose al haber en etapas”, señala Rodríguez Romero, respecto de qué podría hacerse para una recuperación de lo perdido.
Coincide Tróccoli en la necesidad de debatir no una recomposición igual para todos, sino una que tenga en cuenta la fecha de la jubilación. “No es lo mismo haberse jubilado ahora o hace poco, que hace siete años”, dice. Y agrega, sobre el criterio a tener en cuenta: “Si hablamos de pérdida de poder adquisitivo, solo podemos corregirla con un índice de precios; en mi opinión, con el IPC”.
Difícil, claro, que en el corto plazo algo así se ponga en práctica o al menos se debata en el ámbito de la política. Sobre la discusión que da el Gobierno, que insiste en la falta de recursos para una reparación (y argumenta que generar déficit sería contraproducente, porque eso terminaría en más inflación), Cetrángolo considera que se lleva la cuestión a un terreno complicado. “En lugar de discutir prioridades presupuestarias, capacidad de financiar el presupuesto y velocidad del ajuste, solo discute el financiamiento de las jubilaciones, como si fueran un presupuesto aislado”, advierte.
Según el economista jefe de FIEL, Juan Luis Bour, una cuestión que entra en el debate es la composición del universo de jubilados y pensionados, dado que más de la mitad de los beneficios fue obtenido recurriendo a una moratoria (si se consideran solo las jubilaciones, más de dos tercios tuvo moratoria), ya sea por todos o por algunos aportes de los requeridos. “Los sucesivos cambios que hubo han reducido fuertemente las jubilaciones; hoy la máxima ordinaria es, en términos reales, entre 45% y 50% inferior de lo que era en 2015/2016 –afirma–. Creo que sí debería haber aumentos diferenciados, pero hay que hacer reformas para que el régimen contributivo esté en equilibrio y deje de financiar al resto” de las prestaciones, incluidas las que son con moratoria.
El concepto de diferenciar según se tuvo o no se tuvo moratoria está en cabeza de los funcionarios. El ministro de Economía, Luis Caputo, dijo más de una vez que quienes aún no recuperaron el poder de compra de noviembre de 2023 son los jubilados de moratoria, en referencia a los del haber mínimo que cobran el bono, entre quienes, según datos de la Subsecretaría de Seguridad Social, alrededor de 90% tuvo planes de pago (en ese grupo hay personas que no aportaron y hay personas que reunieron más de 20 años de contribuciones, sin llegar a los 30 exigidos por la ley).
Los deterioros acumulados son causa de reclamos en la Justicia. “Hoy están judicializados –y todo a resolver por la Corte Suprema de Justicia– la movilidad del primer semestre de 2018; la falta de pago –en 2021 y tras levantarse la suspensión de la fórmula ordenada por la ley de emergencia– de la diferencia entre los aumentos otorgados en 2020, de entre 24,3% y 35,3%, y el resultado de la movilidad suspendida, que fue para ese año de 42,1%, y, finalmente, la insuficiente movilidad de 2022 y 2023″, resume Rodríguez Romero.
La litigiosidad conlleva un mayor gasto eventual para más adelante. Es uno de los tantos temas a poner sobre la mesa, en un debate que abarque mucho más que la movilidad.
Silvia Stang – LA NACION
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