Es inconstitucional y rige tanto para los socios de grandes compañìas como para los titulares de pequeñas empresas que buscan cómo subsistir.
Por Daniel Grispo y Martín Tirini
El realismo mágico, como la pretensión de dar verosimilitud interna a lo fantástico e irreal, nos coloca día tras día frente a situaciones absurdas que ni bien se las analiza con detenimiento nos permiten concluir que un Estado “inflamado” -que reiteradamente pone piedras en el camino a las empresas argentinas que tratan de salir a flote- no es una situación sostenible en el tiempo.
La pandemia del COVID-19 obligó a casi todos los gobiernos del planeta a tomar medidas inéditas tendientes al mantenimiento de sus economías, las cuales se vieron seriamente resentidas por las cuarentenas (algunas obligadas y otras no) que debieron implementarse como forma de protección a sus habitantes.
Países ultra liberales como EEUU se encontraron emitiendo cheques a cada uno de sus ciudadanos en un intento de paliar las consecuencias de dicha catástrofe.
Nuestro país, con un porcentaje de pobreza rozando el 40%, un sistema sanitario deficitario y una infraestructura productiva castigada por años de recesión, necesita de un gobierno ágil, inteligente y a su vez sensible, que sepa enfrentar la debacle a la que hemos sido condenados.
Así las cosas y luego de algunos intentos fallidos, se decidió asistir a todas las empresas que demostraran una baja en su facturación mediante el pago del 50% de los salarios de sus empleados.
En una primera instancia, excluyó a aquellas que tienen mas de 800 empleados, dando luego marcha atrás y permitiéndoles también a ese segmento ingresar en el beneficio. Al hacerlo, estableció una serie de requisitos, entre los que se destacaba la imposibilidad de distribuir utilidades.
Con posterioridad y habiendo ya aprobado y abonado los salarios de una parte importante de empresas, el Poder Ejecutivo, a través de una Resolución Administrativa dictada por el Jefe de Gabinete de Ministros, decidió imponerles los mencionados requisitos a todo el universo de beneficiarios.
Es decir, todo aquel que hubiera solicitado la asistencia de emergencia, se vería privado de repartir utilidades, sin distinguir entre una librería de barrio con 3 empleados, una textil con 100 o una multinacional con 10.000.
A su vez, publicó de manera simultánea, el procedimiento para devolver las sumas que hubieran percibido por el beneficio, como una forma de hacer creer que el Estado no imponía nada a la empresa, en tanto sería su decisión someterse a los requisitos de la normativa por aceptar dicha ayuda.
Como puede apreciarse, hasta aquí llegó la ilusión de tener un Estado inteligente, ágil y sobre todo, sensible, en tanto deja a todo titular de una pyme en la encerrona de elegir entre quebrar la empresa por no poder sostenerla o quebrar personalmente, por no poder recibir sus ganancias -su sustento- por un año, acumulando deudas de todo tipo y color (salud, educación, impuestos personales, servicios, etc etc), sin entrar a considerar el hecho de que para adquirir alimentos, necesitaría de ese dinero que por 12 meses no podría liquidarse.
Resulta inexplicable que el Gobierno no comprenda que las utilidades que podrían repartirse los “socios” o titulares de una pequeña empresa tendrían como único objetivo su mero mantenimiento y subsistencia.
Cuesta creer que los dueños de una librería, de una zapatería, de un kiosco, de una farmacia, de una gomería, de un almacén, o de cualquier otra pyme se aprovechen de la asistencia de emergencia para fugar las “utilidades” en una offshore o en colocaciones financieras de alto riesgo.
Está más que claro que dichas empresas si se ven obligadas a pedir la asistencia, lo hacen producto de la situación que el COVID-19 primero y el Gobierno después, le han impuesto obligatoriamente.
Bien vale entonces recordar, cómo es que se llega a esta instancia: en primer término el Gobierno prohíbe toda actividad comercial, mandando a los empleados y a los dueños de empresas a sus casas a los fines de poder implementar la cuarentena sanitaria y que a la fecha lleva más de 60 días.
En segundo lugar, obliga a esas empresas (que reiteramos, abarcan tanto un kiosco con 2 empleados, como a una automotriz con 3.000) que no producen ni venden sus servicios, ni productos, a abonarle el sueldo completo a sus empleados o el 75% en caso de suspenderlos.
Luego, prohíbe los despidos, dejando a la empresa con la paradoja de tener que abonar sueldos, sin recibir ingresos de ninguna índole.
A su vez, no se dicta ninguna medida de exención de impuestos, por lo que dichas deudas se mantienen incólumes.
Por otro lado, se abre el clearing bancario, generando una oleada de cheques rechazados y un corte abrupto en la cadena de pagos.
Como puede advertirse, la asistencia en el pago de sueldos por parte del Estado no constituye una “liberalidad”, sino una verdadera obligación de aquel, si es que pretende que pasada la pandemia, quede una empresa en pie y no haya un 60% o 70% de desocupados.
Está claro que el Estado no es culpable de la pandemia, pero los dueños de las pymes tampoco, no comprendiéndose entonces cuál sería el motivo por el cual se lo pretende castigar por aceptar una asistencia, que tiene como único objetivo mantener a flote la fuente de trabajo de millones de personas.
Mas allá de lo absurdo de la medida que impediría el reparto de utilidades de pequeñas empresas, su inconstitucionalidad resulta manifiesta. Salta a la vista la afectación al derecho de propiedad, en tanto reiteramos, la asistencia que proporciona el Estado es derivación de las propias limitaciones que se le impusieron a las empresas (dejando fuera incluso derechos consagrados en la propia LCT), estando estas obligadas a aceptarlas.
Por otro lado, negar la posibilidad a cualquier persona de obtener utilidades que le permitan su subsistencia, no solo torna estéril cualquier discusión por lo evidente de su improcedencia, sino que ingresa de lleno en el terreno del autoritarismo.
Hasta ahora la pandemia ha servido de excusa para prácticamente todo. Desde la privación de derechos esenciales, hasta de cuestiones que en principio parecen nimias, pero que en realidad no lo son, como la separación de los afectos, el esparcimiento, el contacto con la naturaleza, la relación con nuestros pares.
Hemos soportado todo en pos del bien común, de la salud de todos los integrantes de la Nación y del futuro de un país sumamente castigado en todos sus frentes.
Cada ser individual de este suelo ha perdido algo. Los menos favorecidos hacinados en 10 metros cuadrados por dos meses y subsistiendo con un mínimo aporte. Los asalariados viendo en algunos casos reducidos sus ingresos y con el temor cierto y concreto de perder sus fuentes de trabajo.
Los emprendedores y generadores de trabajo, viendo caer sus empresas con la seria sospecha de no poder levantarlas, algunas de ellas sostenidas por generaciones. Pero debe existir un límite.
La discriminación abierta, marcada y sin ningún tipo de sustento que se pretende realizar con la referida decisión, debe encontrar un coto y para ello resulta imprescindible que los Poderes del Estado vuelvan a funcionar. De no ser así, la concentración de fuerzas en una sola cabeza traerá consecuencias que ya se han visto en este país y que constituyen un triste y doloroso recuerdo.
Todo esto nos deja subsumidos en una asimetría profunda entre lo que llamamos preservar las vidas de la pandemia y desplegar políticas de Estado que cuiden vidas y salven a las empresas que dan trabajo a los argentinos.
Los empresarios no son los enemigos de la Patria, sin partidismo político alguno, creemos firmemente que uno de los principales roles del Estado es precisamente sostener a las empresas para que sean éstas las que den trabajo genuino y no caigamos en el absurdo de que 6 millones de contribuyentes sostienen con sus impuestos a más de 12 millones de compatriotas que reciben subsidios.
La indolencia de la vida de los argentinos nace de prácticas políticas siniestras e ineficaces que no tuvieron su génesis solamente en los últimos gobiernos de turno, sino en los que los precedieron también, pero que ponen de manifiesto su larga disfuncionalidad en el desinterés por la vida humana, es decir, por la vida de los argentinos.
¿Dónde está la pandemia política? En el incremento del universo de pobres que enferma cada vez más a nuestra nación, en la violación de las instituciones, en la ley sometida al poder, con patologías que nos someten a todos por igual, porque, como lo demuestra la historia, los que un día gobiernan, luego son juzgados.
Ideas como las que motivan estas líneas, lejos de promover un futuro digno para nuestra nación donde ganarse el pan de todos los días con el esfuerzo del trabajo propio sea un orgullo, nos dejan subsumidos en lo más profundo de la miseria humana.
Jorge Daniel Grispo y Martín Tirini son abogados.