La noticia conmueve al fútbol argentino, que despide a uno de sus primeros campeones mundiales: fue integrante de la selección que ganó el Mundial ’78 jugado en nuestro país.
Tenía 71 años y estaba internado en la Clínica de Cuyo, de esa ciudad.
No hacía falta conocerlo demasiado a Leopoldo Jacinto Luque, bastaba con mirarlo a los ojos y escuchar la paz de su voz para comprender que en el mismo envase de ese goleador implacable había un ser luminoso. El bigote mexicano, el pelo largo y la fortaleza física convivieron siempre con el perfil de un hombre humilde, sin dobleces, un delantero extraordinario, de los más grandes que dio el fútbol argentino, que no sólo vivió del gol sino que supo retroceder y asociarse, generar huecos, llegar por los costados y asistir a sus compañeros por más que su hábitat natural haya sido la clásica zona de los número nueve.
Un nueve de raza, un purasangre, que supo reinventarse constantemente. Eso fue. Un luchador inclaudicable. Un campeón del mundo que se ganó el oro con gol, pero también con sangre, sudor y lágrimas, literalmente. Ese fue Leopoldo Jacinto Luque, un jugador adorado hasta por las redes, honradas por haber sido infladas con semejante vocación.
Allá lejos, en el fondo de la historia, ya sobresalía en el campito del Seminario, propiedad de la Arquidiócesis de Santa Fe, en el barrio Virgen de Guadalupe, a menos de cinco cuadras de su casa. Sus sueños de pibe tenían nombre propio en el equipo de amigos: Guadalupe Junior. También anduvo por el potrero de Juan José Castelli y Sarmiento y por la cancha de River (sí, River.), sobre Los Andes (rebautizada Padre Genesio), en el barrio La Rinconada (Guadalupe Oeste).
A diferencia de Fillol, que se llama Ubaldo por su abuelo materno y Matildo por el paterno, a Luque le pusieron Leopoldo Jacinto como su padre, el ciclista zapatero. Nada de andar tomando un nombre de aquí y otro de allá, fueron los dos directamente a su documento, cuando nació en Santa Fe el 3 de mayo de 1949.
Si le habrá costado esfuerzos su carrera que recién pudo debutar en Primera a los 23 años, cuando lo hizo el 26 de noviembre del 72 con la camiseta de Rosario Central, de visitante ante Lanús (1-1). Como en las inferiores de Unión no lo habían tenido en cuenta, había pasado por Sportivo Guadalupe, de la Liga de su provincia, luego por Gimnasia de Jujuy, después por Central Norte de Salta y más tarde por Atenas de Santo Tomé, también de la Liga santafesina. El paso por Central duró poco y su regreso a Unión fue con gloria: consiguió en 1974 el ascenso a Primera con aquel buen equipo conducido por Juan Carlos Lorenzo, en el que lució la cinta de capitán. Al año siguiente llegaría a River. Asomaban las mieles del éxito.
Los años felices de Luque en River y la selección
De la entidad de Núñez se había marchado Carlos Manuel Morete, el goleador del Metro 75. En ese campeonato Luque, con Unión recién ascendido, le hizo dos goles a River (uno en cada rueda) y se instaló en el radar de los dirigentes del club de Núñez. Le tocó debutar con la banda roja y diagonal nada menos que en el Superclásico, en la Bombonera, por el campeonato Nacional de ese año, el 21 de septiembre. Y ese gol que le hizo a Carlos Biasutto, el de la victoria para el 2-1 final, fue la carta de presentación con la que se metió de entrada en el bolsillo al hincha de River. Ya había pasado mucha agua bajo el puente de las desilusiones desde que a los 18 años había partido por primera vez de Unión con el pase libre. El tiempo, poco a poco, iba poniendo las cosas en su lugar.
Fue campeón de ese Nacional 75 y al año siguiente tuvo un partido repleto de inspiración, cuando en la noche del 22 de febrero en el Monumental le hizo los 5 goles a San Lorenzo en la goleada de 5-1 por la Zona B del campeonato Metropolitano. Atrapó cuatro títulos más con River hasta 1980, cuando regresó a Unión. En el medio, claro, llegó a la cúspide futbolera como uno de los artífices de la primera Copa del Mundo que ganó Argentina, en 1978. Convirtió en el debut frente a Hungría y en el partido siguiente, en la noche del martes 6 de junio contra Francia, le pasó de todo, como si la realidad se hubiese escabullido por la hendija del surrealismo.
«No le avisemos, tiene que jugar», contó alguna vez Luque que dijo su madre. La tragedia se había asomado como lo suele hacer, sin pedir permiso. Ese mismo día había muerto su hermano Oscar, «Cacho» para todo el mundo, cuando viajaba por la Panamericana para verlo jugar ante los franceses. Cacho tenía 25 años y (como las tres hermanas de ambos) un orgullo en la piel por su hermano mayor. «No había conseguido pasaje en micro y viajó en la camioneta de un vecino. Dicen que había mucha niebla y que el accidente se produjo entre las 6 y las 7 de la mañana», narró Luque, «el Pulpo», como lo llamó un vez el Tolo Gallego y como gustaba decirle César Luis Menotti. Sobre los 28 minutos del segundo tiempo, después de un pase de Osvaldo Ardiles, gatilló. Y ese derechazo fulminante se transformó en el 2-1 ante Francia y en la clasificación automática a la segunda ronda.
«Después de hacer el gol -señaló durante una entrevista- caí al piso y sentí un dolor tremendo en el codo. Los médicos me atendieron, me anestesiaron y me vendaron. Me querían llevar al vestuario y me negué. Menotti ya había hecho los dos cambios y, aunque desde el banco me pidieron que no arriesgara, les rogué que me dejaran terminar el partido. Yo creía que mi familia estaba en el estadio, y no quería que se preocuparan por mi lesión». Volvió, a pesar de la luxación de codo terminó el partido con sus compañeros y aún no sabía lo de su hermano. Se enteró al día siguiente, cuando recibió la visita de sus padres en la concentración. Pensó que habían ido a verlo por la lesión, pero no. Entonces se fue con su familia.
«Siempre se habló de la relación de esa Selección con los militares -recordó hace tiempo ya-, pero cuando fuimos con mi papá, mi mamá y mi cuñada a la morgue a reconocer el cuerpo, en San Isidro, no hubo nadie del Gobierno que nos diera una mano. Es más, tuve que pedirle plata a Passarella, del pozo común que teníamos en el grupo, para pagar la ambulancia y trasladar el cadáver a Santa Fe. Ni siquiera una autoridad que me dijera ‘lo acompaño en el sentimiento’. Se hablan muchas estupideces».
Contra Italia el equipo salió con una bandera que decía «Leopoldo, te esperamos». Ya por la segunda ronda, Argentina jugó con Polonia y él no estaba con el ánimo para volver. Después de ese encuentro con los polacos, el padre lo convenció. Y su tío lo llevó hasta la concentración del seleccionado, que se preparaba en Rosario para enfrentar a Brasil. Hizo dos goles más en el Mundial, ambos contra Perú (el cuarto tan ansiado, el que otorgaba el boleto a la final, y el sexto) y terminó el torneo con las marcas de la violencia de sus rivales. Ante Brasil le dejaron un ojo negro y en la final frente a Holanda, por un golpe en la nariz, terminó con la camiseta manchada de sangre.
«Lo milicos me secuestraron, me robaron y no me mataron de milagro», indicó mucho tiempo después al referirse a un violento episodio que sufrió una noche en 1979 mientras volvió a su casa desde el Monumental. «Al principio no dije nada por miedo, pero me da bronca cuando dicen que salimos campeones gracias a la dictadura».
Después de aquellos años dorados en River regresó a Unión, pasó por Tampico de México, Racing, Santos, Boca Unidos de Corrientes, Chacarita y Deportivo Maipú de Mendoza, la provincia que lo atrapó, la tierra en la que sembró bonhomía a través de escuelitas de fútbol y como captador de chicos para River. Se fue Leopoldo Jacinto Luque, un superhéroe de perfil bajo, un campeón en serio, un nueve de colección.
Por: Gustavo Ronzano