Gran victoria de Argentina sobre Chile en el Monumental: 3 a 0

Se impuso con claridad y afirma su liderazgo en las Eliminatorias, luego de la nueva conquista de América
El zurdazo de Dybala para cerrar una noche de fiesta

Un proyecto, no importa el tamaño. Tener un hijo, adoptar un gato, pintar una pared. Conocer el mar, plantar un rosal, aprender un idioma. Para estar vivo hay que sentirlo: desarrollar una idea que estimule y haga mejor cada día. El fútbol no escapa de esa lógica, está en su naturaleza.

El desafío eleva la vara cada vez que se le pone una tilde azul a un objetivo. Y entonces se hace más difícil: ¿cómo seguir ganando después de ganar, ganar y ganar? Esta selección ya tuvo un hijo, adoptó un gato, pintó una pared, conoció el mar, plantó un rosal y aprendió un idioma. No le quedan zanahorias, pero sigue adelante. Porque de eso se trata. “¿Y ahora qué hacemos? ¿Nos volvemos a casa?”, los aguijoneó Scaloni en estos días a los jugadores, otra vez reunidos en Ezeiza, la fábrica de los sueños cumplidos. Faltan dos años para el Mundial: demasiado lejos todavía. No puede ser ese un incentivo ahora. Pero ahí está este equipo, el mejor que haya parido esta camiseta en su historia, un culto a la seriedad: competitivo siempre, voraz cuando se presenta la oportunidad, capaz de armar una goleada de la nada contra Chile la noche del reencuentro, tras la nueva conquista de América. No le hacen falta zanahorias. Un mérito que conviene poner por encima de los tangibles…

Los primeros del partido fueron minutos sostenidos de dominio total. La selección percutía por derecha con Molina para terminar por el centro con los volantes que llegaban a pisar el área. Y el gol parecía inevitable. Porque el juego fluía desde el medio, ese radio de acción propiedad de Rodrigo De Paul en ese tramo virtuoso del equipo. El volante de Atlético de Madrid manejaba el tiempo, el juego, a los compañeros e incluso al árbitro, hasta que Valenzuela lo amonestó por golpear a Dávila. Pero Chile no podía guarecerse ni en la autoridad arbitral: desbordada la línea media que comandaba Rodrigo Echeverría -figura de Huracán-, Paulo Díaz se mostraba como el último bastión antes de Arias, que vio cómo Julián Álvarez remató alto en la primera jugada de gol. Después, su cuerpo y sus manos detuvieron un tiro de De Paul -tras una gran jugada colectiva- y un cabezazo suave de Nicolás González. Parecía que Argentina iba a hacer eso que suelen decir los relatores de radio: el segundo gol antes que el primero…

Suele suceder en el fútbol: cuando no se coronan esas situaciones tan favorables, sobreviene un aplacamiento. La selección se destensó de pronto, sintió el efecto de que tanto martilleo no hubiera roto la pared del arco chileno. Y empezaron a quedar algunas costuras al aire: el bajo de nivel de Enzo Fernández en el corazón del equipo, por caso. Lejos del brillo que se le conoció, el volante de Chelsea no acertaba en los pases ni imponía ese tranco que se le conoce. Lo mismo Alexis Mac Allister, que componía la ya tradicional línea media con Fernández y De Paul: el de Liverpool remató muy alto la mejor ocasión que tuvo, pero sobre todo no cambiaba el ritmo en tres cuartos, cuando valía más la aceleración que la parsimonia. Y en eso, un cabezazo de Matías Catalán dio en el palo del arco argentino, con Dibu Martínez ya vencido… ¿Dónde se había extraviado toda esa musiquita dulce del comienzo?

Las dudas enfriaron más la noche del Monumental en el entretiempo, con un público más dado a la contemplación que al aliento: una constante en esta clase de partidos, con un escenario más familiar que cuando juegan los clubes locales. Al final, ver a la selección suele ser un plan teatral amenizado con algún show extra, como el que en este caso protagonizó Ángel Di María, homenajeado antes del juego. Un plan, valga la digresión, en este caso alejado del calor popular por precios que lograron lo increíble: que incluso con la capacidad del estadio reducida por una sanción de la Conmebol no se hayan completado los asientos disponibles para ver al vigente bicampeón de América y el mundo. Paradojas.

Lejos de esas cavilaciones de café, al regreso del descanso una jugada coral revitalizó a la selección y entonó a los hinchas. Fue la que remató al gol Mac Allister -iban apenas dos minutos- luego de que la pelota surcara de banda a banda y tuviera el salto de calidad del amago de Lautaro Martínez, que abrió las piernas para descaderar a la defensa chilena y servirle el trago en la mano a su compañero. Una asistencia invisible, que no cuenta en las estadísticas de los que le ponen métricas a todo pero tal vez no entiendan que el fútbol puede de a ratos parecerse al arte. Golazo.

El 1-0 no rompió la cadencia del partido, pero lo despabiló. Lo Celso se sumó al coro -lesionado González- y la selección por un rato toqueteó sin acelerar, como esperando el momento para clavar otro cuchillazo. Y Chile, sin enarbolar la bandera de la valentía, trató de dar medio paso al frente, a ver si podía mirarle la cara a Dibu, que hacía flexiones para no congelarse.

Sobre los 30′ del segundo tiempo, con Ricardo Gareca moviendo el equipo con cambios que no alteraron la táctica, flotaba la sensación de que si había un gol más, iba a caer en el arco visitante. Pero el fútbol ha escrito libros sobre su carácter impredecible, razón suficiente para que nadie diera el asunto concluido antes de tiempo. Esta vez, a esa obra siempre en movimiento no se le agregó un capítulo, porque Julián Álvarez primero y Paulo Dybala después le dieron sentido a la presunción con dos zurdazos que perforaron la red chilena. Y activaron un grito que quedó sonando en el aire un rato después, cuando volvió el silencio, incluso después de la premiación a los flamantes bicampeones de América: “¡Dale campeón, dale campeón!”. Un acto de justicia.

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