Llegó el momento del fútbol. Luego de hablar de las entradas, de la organización y, sobre todo, de la violencia, Boca y Fluminense jugarán desde las 17 en el estadio Maracaná la final de la Copa Libertadores. Acompañado por más de 20 mil personas en las tribunas y, al menos, otras 60 mil en la ciudad, el equipo xeneize buscará que la tercera final sea la vencida.
Por Alejandro Casar González
LA NACION
En el espejo retrovisor están la de 2012 (ante Corinthians) y la de 2018 (frente a River, y en Madrid). La cercanía de la Séptima se palpó en los últimos días: padres e hijos, abuelos y nietos, todos quisieron una foto haciendo el siete con los dedos de las dos manos. Eso busca Boca. Eso es lo que estará en juego este sábado.
La gran final se decide con fútbol. Es cierto que las emociones también serán protagonistas, y estará en los jugadores y los cuerpos técnicos de ambos equipos saber dosificar la adrenalina. Dominar al corazón. Abstraerse del marco. Olvidar la escenografía y, por qué no, las horas complejas de los días previos. Lo definió muy bien un periodista de ESPN Brasil durante una de las dos prácticas abiertas del equipo argentino: “Boca sabe todo de Fluminense y Fluminense sabe todo de Boca”. La lógica dice, entonces, que será un partido de detalles.
La gran final se juega desde hace semanas en las cabezas de los entrenadores, Fernando Diniz y Jorge Almirón. El DT xeneize pregona un discurso simple. “No les va a taladrar la cabeza a los jugadores. Y tampoco va a cambiar demasiado”, contó un allegado al cuerpo técnico de Boca. Traducido: que nadie espere sorpresas tácticas de último momento. El sencillo dibujo de cuatro defensores, cuatro mediocampistas y dos delanteros (4-4-2) volverá a ser la formación empleada. Esa que muchos de los miles que arribaron a Río (50 mil hasta la noche del jueves, según cifras oficiales) saben de memoria. Boca es un equipo práctico. En el dogma de su entrenador, lo ideal sería atacar pocas veces, pero lastimar siempre. Volverse al área defendida por Sergio “Chiquito” Romero con algo en las manos. Un gol, la utopía.
Y ahí, en los goles, radica la gran incógnita. Cómo hará Boca para abastecer a Miguel Merentiel y Edinson Cavani, sus dos hombres de ataque; sus tanques ofensivos. Sobresalen dos caminos: la elaboración, donde Cristian Medina, Pol Fernández y Ezequiel “Equi” Fernández tendrán un protagonismo absoluto. Un detalle: toda la sala de máquinas xeneize se formó en el club, como para que los hinchas estén aún más orgullosos de su equipo. Si el partido pide desequilibrio individual porque Fluminense se cierra, en cambio, el as de espadas tiene nombre y apellido: Valentín Barco.
El juvenil de 19 años rechazó a Europa varias veces para quedarse en Sudamérica. Tiene a ese trofeo que reluce en Río entre ceja y ceja. No está dispuesto a parar hasta poder levantarlo. Y compartirlo con los hinchas. Irreverente, altivo, talentoso y veloz, Barco tuvo la osadía de subirse arriba de la pelota en el partido de vuelta de las semifinales ante Palmeiras. En Brasil. Barco es sinónimo de desequilibrio individual, de uno contra uno y de centros milimétricos. Puede ser el jugador clave en la final. Y puede ser, también, el partido de su consagración final.
Si Boca es el pragmatismo, Fluminense encarna la valentía. ¿La razón? Ataca con una voracidad carnívora. No le importa salir jugando y que el rival presione bien alto. Su entrenador, Fernando Diniz, tampoco parece muy preocupado por algunos resultados casi tenísticos que cosechó su equipo: 5-3 con Goiás, 3-3 con Corinthians, 0-3 con Cuiabá, por citar algunos. La veteranía de varios de sus jugadores (la edad promedio de su once ideal es de 31 años) conspira contra la ocupación correcta de los espacios. André, el pulpo de la mitad de la cancha y su futbolista más cotizado, no puede hacer todo. Esa mentalidad ultraofensiva, que incluso motivó que aquí se acuñara el término “dinizmo” para graficar la forma de jugar del equipo, es la principal aliada de Boca. Su negocio estará en aprovechar los huecos entre líneas.